Más afuera

Jonathan Franzen

Fragmento

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EL DOLOR NO OS MATARÁ

(discurso pronunciado en la ceremonia
de graduación del Kenyon College, mayo de 2011)

 

Buenos días, alumnos de la promoción de 2011. Buenos días, parientes y profesores. Es un gran honor y una satisfacción para mí estar hoy aquí.

Voy a partir del supuesto de que todos sabíais en qué os metíais cuando elegisteis a un escritor literario para pronunciar este discurso. Y haré lo que hacen los escritores literarios, que es hablar de sí mismos, con la esperanza de que mi experiencia tenga algún eco en la vuestra. Me gustaría abordar, con algún que otro rodeo, el tema del amor y su relación con mi vida y con el extraño mundo tecnocapitalista que heredáis.

Hace un par de semanas, cambié mi BlackBerry Pearl de tres años de antigüedad por una BlackBerry Bold mucho más potente, con una cámara de cinco megapíxeles y 3G. Ni que decir tiene que me quedé impresionado ante lo mucho que había avanzado la tecnología en tres años. Incluso cuando no tenía que llamar o mandar mensajes de texto ni e-mails a nadie, deseaba seguir acariciando mi nueva Bold y experimentar la maravillosa nitidez de su pantalla, el funcionamiento sedoso de su pequeña alfombrilla táctil, la asombrosa velocidad de sus respuestas, la cautivadora elegancia de sus gráficos. En resumen, estaba prendado de mi nuevo aparato. Claro está que en su día también me quedé prendado de mi aparato viejo; pero, con los años, la frescura inicial de nuestra relación se marchitó. Empecé a desconfiar de mi Pearl, a sentir que no podía contar con ella, a percibir cierta incompatibilidad, y hacia el final incluso albergué dudas acerca de su propia cordura, hasta que por fin tuve que reconocer que la relación se me había quedado pequeña.

¿Debo señalar que —si excluimos una proyección descabellada, antropomórfica, en la que mi vieja BlackBerry sintiera tristeza a causa del declive de mi amor por ella— nuestra relación era totalmente unilateral? Si me lo permitís, lo señalaré de todas formas. Y también lo ubicuo que resulta el uso de la palabra «sexy» para describir los aparatos de última generación; y que hace un siglo, las virguerías que podemos hacer ahora con dichos aparatos —como inducirlos a la acción pronunciando invocaciones, o eso de separar los dedos sobre los iPhones para que las imágenes se agranden— habrían parecido conjuros de un mago, juegos de manos de un mago; y que cuando queremos describir una relación erótica que va muy bien, recurrimos, de hecho, a la palabra «magia». Si me lo permitís, lanzaré a la palestra la idea de que, según la lógica del tecnoconsumismo, por la cual los mercados descubren y responden a lo que los consumidores más desean, nuestra tecnología se ha vuelto especialmente diestra en crear productos que se correspondan con nuestra fantasía de relación erótica ideal. En dicha fantasía, el objeto amado no pide nada y lo da todo al instante, haciéndonos sentir todopoderosos, y tampoco monta escenas espantosas cuando se ve sustituido por otro objeto aún más sexy y queda relegado a un cajón. Es la idea de que (hablando en términos más generales) el objetivo último de la tecnología, el télos de la téchne, es sustituir un mundo natural indiferente a nuestros deseos —un mundo de huracanes y adversidades y corazones rompibles; un mundo de resistencia— por otro tan receptivo a nuestros deseos que llega a ser, de hecho, una simple prolongación del yo. Si me lo permitís, afirmaré por último que el amor verdadero altera el mundo del tecnoconsumismo, y a éste no le queda más remedio que alterar, a su vez, el amor.

Su primera línea de defensa consiste en mercantilizar a su enemigo. Todos podéis poner vuestros ejemplos favoritos y a cuál más nauseabundo de cómo se mercantiliza el amor. Los míos incluyen la industria de las bodas, los anuncios de televisión que muestran a niños encantadores, la costumbre de regalar automóviles en Navidad y la identificación especialmente atroz de los diamantes con la devoción eterna. El mensaje, en cada caso, es que, si quieres a alguien, tienes que comprar cosas.

Un fenómeno afín es la transformación que viene produciéndose, por gentileza de Facebook, del verbo «gustar», que ha pasado de ser un estado de ánimo a una acción realizada con el ratón del ordenador: de un sentimiento a una declaración de la elección del consumidor. Y en la cultura comercial «gustar» es, por lo general, sucedáneo de «amar». Lo llamativo de todos los productos de consumo —y de ninguno tanto como de los aparatos electrónicos y sus aplicaciones— es que están diseñados para gustar enormemente. Ésta es, de hecho, la definición de un producto de consumo, a diferencia del producto que es sencillamente él mismo y cuyos fabricantes no están obsesionados con la idea de que nos guste, como es el caso de los motores de avión, el material de laboratorio, el arte y la literatura serios.

Pero si nos planteamos esto desde el punto de vista humano, e imaginamos a una persona definida por el desesperado deseo de gustar, ¿qué vemos? Vemos a un ser sin integridad, sin centro. En los casos más patológicos, a un narcisista: alguien que no soporta el deslustre en la imagen de sí mismo que supone el hecho de no gustar, y quien, por tanto, o bien se retira del trato humano, o bien llega a extremos inconcebibles en el sacrificio de su propia integridad a fin de gustar.

Ahora bien, si uno dedica su existencia a gustar, y si adopta la imagen atractiva necesaria para ello, sea la que sea, se suele creer que uno ha desistido de ser querido por ser quien es en realidad. Y si uno consigue manipular a los demás para gustarles, será difícil no sentir cierto desprecio por esas personas, ya que han caído en el engaño. Dichas personas existen para que uno se sienta bien consigo mismo, pero ¿hasta qué punto puede alguien sentirse bien si esa sensación se la procuran personas a quienes uno no respeta? Entonces, tal vez uno caiga en la depresión o el alcoholismo o, si es Donald Trump, se presente a las elecciones presidenciales (y luego abandone).

Naturalmente, los productos tecnológicos de consumo nunca harían nada tan desagradable, porque no son personas. Sí son, no obstante, magníficos aliados y potenciadores del narcisismo. Junto con su afán incorporado de gustar, llevan aparejado el de ofrecer una imagen mejor de nosotros a los demás. Nuestras vidas parecen mucho más interesantes cuando las filtramos a través de la interfaz sexy de Facebook. Somos protagonistas de nuestras propias películas, nos fotografiamos incesantemente, basta un clic del ratón y una máquina nos confirma nuestra sensación de dominio. Y como nuestra tecnología sólo es en realidad una prolongación de nosotros, no tenemos que despreciarla por ser tan manipulable, como podría ocurrirnos con las personas reales. Es un bucle enorme e interminable. Nos gusta el espejo y nosotros le gustamos. Hacerse amigo de una persona se reduce a inclu

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