La intrusa

Éric Faye

Fragmento

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Hay que imaginarse un cincuentón decepcionado por serlo tanto y tan pronto, domiciliado en las afueras de Nagasaki, en una casita de un barrio con calles de cuestas vertiginosas. Y ver esas serpientes de blando asfalto que reptan hacia la cima de los montes, donde una muralla de caóticos y torcidos bambúes detiene el hervidero urbano de tejados, terrados, techados y sabe Dios qué más. Ahí es donde vivo. ¿Quién soy? Sin querer exagerar, un don nadie. Me aferro a costumbres de soltero que me sirven de parapeto y para decirme que, en el fondo, no tengo mucho que reprocharme.

Una de esas costumbres consiste en seguir lo menos posible a mis compañeros cuando van a tomar unas cervezas o unas copas al salir del trabajo. Prefiero reencontrarme un poco conmigo mismo en mi casa y cenar temprano, en todo caso, nunca después de las seis y media. Si estuviera casado, puede que no me impusiera la misma disciplina y los acompañara más de una vez. Pero no lo estoy (casado). Y, en realidad, tengo cincuenta y seis.

Ese día llegué a casa antes de lo habitual porque me sentía un poco destemplado. No pasaban de las cinco cuando el tranvía me dejó en mi calle con una bolsa de la compra en cada mano. Entre semana no es frecuente que regrese tan temprano, así que tuve la sensación de entrar como un ladrón. Seguramente, «como un ladrón» es un poco exagerado, aunque... Hasta hace bien poco no solía cerrar con llave cuando salía. Nuestro barrio es muy tranquilo, y en el vecindario hay varias ancianas (la señora Ota, la señora Abe y alguna otra que vive un poco más lejos) que se pasan el día en casa. Cuando vuelvo cargado, resulta cómodo haber dejado abierto: bajo del tranvía y sólo tengo que andar unos metros; luego tiro de la puerta corredera y ya estoy en casa. Lo que tardo en quitarme los zapatos y ponerme unos calcetines, y empiezo a guardar la compra en los armarios de la cocina. Después, me siento y respiro. Pero ese día no pude darme ese lujo: al ver el frigorífico, mis temores de la víspera despertaron con un sobresalto. Sin embargo, al abrirlo todo me pareció normal. Todo estaba en su sitio, es decir, donde estaba por la mañana, cuando me fui. Las verduras envinagradas, el tofu en cubitos, las anguilas para la cena... Examiné con atención las bandejas de cristal. Salsa de soja y rábanos, laminarias secas y puré de judías pintas, pulpo crudo en un tupperware... En el estante de abajo, las bolsitas triangulares de arroz con algas eran exactamente cuatro. Y allí estaban las dos berenjenas. Respiré aliviado; además, estaba seguro de que la regla también me tranquilizaría. Es una regla de acero inoxidable de cuarenta centímetros de longitud. Pegué una tira de papel blanco en el canto no graduado y a continuación sumergí la regla en el tetrabrik de zumo multivitaminado (A, C y E) que había empezado esa mañana. Esperé unos segundos, los suficientes para que mi sonda se empapara, y la saqué lentamente. No me atrevía a mirar. Ocho centímetros, comprobé. Sólo quedaban ocho centímetros de los quince que había cuando me marché. Alguien se había bebido el resto. Pero vivo solo.

La inquietud volvió a bullir en mi interior. A fin de asegurarme, consulté la libreta en que apuntaba los niveles y cantidades desde hacía unos días. Sí, esa mañana había quince... Una vez llegué a fotografiar el interior del frigorífico, pero enseguida dejé de hacerlo. Pereza, sensación de ridículo... Debo decir que por esas fechas mis dudas aún eran vagas; en cambio, ahora ya no me quedaba ninguna. Tenía una nueva prueba, la tercera en dos semanas, de que efectivamente pasaba algo, y yo soy una persona racional, no alguien capaz de creer que un ectoplasma se cuela en tu casa para beber algo y comerse las sobras.

Mis primeras sospechas, surgidas hacía ya varias semanas, se habían disipado rápidamente. Pero poco después habían regresado de un modo sutil, como insectos que revolotean en el aire nocturno y desaparecen antes de que sepas qué pasa. Todo había empezado con la certeza de que había comprado un alimento que luego no encontraba. Por supuesto, mi primera reacción fue dudar de mí mismo. Es tan fácil convencerte de que has puesto un artículo en el carrito del supermercado, cuando en realidad no has pasado de la intención... Qué tentador es echar la culpa de los titubeos de la memoria al cansancio. ¿Acaso hay algo que el cansancio no pueda justificar?

La segunda vez, dio la casualidad de que había guardado el tíquet de la compra y pude comprobar que no eran imaginaciones mías: sí, claro que había comprado el pescado que se había volatilizado. Sin embargo, resultaba difícil sacar una conclusión clara de esa evidencia, pasar de golpe de la perplejidad intrigada a un comienzo de explicación. Estaba conmocionado. De algún modo, el interior de mi frigorífico era la matriz en constante renovación de mi porvenir: allí dentro me esperaban las moléculas que me proporcionarían energía durante los siguientes días en forma de berenjenas, zumo de mango y a saber qué más. Mis microbios, mis toxinas y mis proteínas de mañana aguardaban en aquella fría antecámara, y la idea de que una mano ajena atentara contra mi yo futuro mediante hurtos aleatorios me inquietaba profundamente. Mejor dicho, me repugnaba. Era ni más ni menos que una forma de violación.

La noche transcurrió sin que mermara mi perplejidad ante la bajada de nivel del zumo. Por la mañana, mi quisquillosa mente se empecinó en juntar las piezas del puzle. En momentos así, el cerebro investiga, reconstruye, coteja, deduce, analiza, calcula, yuxtapone, supone, contrapone... Hasta acabar maldiciendo el frigorífico Sanyo gris, sobre el que un socarrón fabricante tuvo la ocurrencia de estampar el eslogan Always being with you. ¿Se habrá visto alguna vez un frigorífico encantado? ¿O que se alimentara sisando parte de su contenido? Al regresar de la oficina, decidí librarme de aquella angustia que se había ido convirtiendo en una tortura. Apenas eran las seis; aún me daba tiempo a... Era un recurso extremo y seguramente me sentiría ridículo, pero mi ansiedad había llegado a tal punto que ahora lo único importante era saber. Al diablo con mis costumbres, cenaría tarde.

Volví a vestirme y calzarme para salir y salté a un tranvía que descendía en dirección a Hamanomachi. La tienda donde pensaba comprar mi nueva «trampa» estaba a sólo dos paradas; si no había perdido mi buena mano para el bricolaje, esa noche dormiría más tranquilo.

Al final, la instalación del artefacto resultó más fácil de lo que esperaba, sin necesidad de recurrir a mi supuesta habilidad. La activación de aquel pequeño dispositivo que relegaba a la Edad de Piedra mis mediciones frigoríficas sólo podría hacerse desde mi puesto de trabajo, al día siguiente. Procuraría estar allí lo antes posible, alrededor de las ocho. Actuar me tranquilizaba, pero me sentía impaciente y, por qué no decirlo, un poco raro: pasaban de las nueve cuando me di cuenta de que aún no había cenado. Bah, por una vez

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