Normas de cortesía

Amor Towles

Fragmento

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Prólogo

La noche del 4 de octubre de 1966, Val y yo, ambos ya hacia el final de la madurez, asistimos a la inauguración en el Museo de Arte Moderno de Muchos son los llamados, la primera exposición de los retratos que Walker Evans tomó a finales de los años treinta en el metro de Nueva York con una cámara oculta.

Era lo que los columnistas de sociedad solían llamar «un acontecimiento excepcional». Los hombres iban de etiqueta, haciéndose eco de la paleta de colores de las fotografías, y las mujeres lucían vestidos de tonos vivos con el dobladillo a una altura que oscilaba entre el tendón de Aquiles y la parte superior del muslo. Jóvenes actores en paro con rasgos inmaculados y elegancia de acróbatas servían champán en bandejitas redondas. Pocos invitados contemplaban las fotografías. Estaban muy ocupados pasándolo bien.

Una joven y achispada habitual de la vida nocturna que iba detrás de un camarero tropezó y a punto estuvo de hacerme caer. No era la única en ese estado. En las galas, de alguna manera había llegado a considerarse aceptable, incluso de buen gusto, estar bebido antes de las ocho.

Sin embargo, tal vez no fuera tan difícil de entender. En los años cincuenta, Norteamérica había agarrado al mundo por los talones y lo había vuelto del revés para zarandearlo y sacarle toda la calderilla de los bolsillos. Europa había pasado a ser un primo pobre: todo blasones, pero sin una triste cubertería. Y los indistinguibles países de África, Asia y América del Sur habían empezado entonces a escurrirse por las paredes de nuestras aulas cual salamandras al sol. Los comunistas estaban por ahí, en alguna parte, desde luego, pero con Joe McCarthy en la tumba y la Luna aún por pisar, de momento los rusos se limitaban a ocultarse entre las páginas de las novelas de espías.

De modo que todos estábamos ebrios en cierta medida. Nos lanzábamos a la velada igual que satélites y orbitábamos la ciudad a tres kilómetros de la Tierra, propulsados por divisas extranjeras en declive y licores selectamente destilados. Hablábamos a gritos de un lado a otro de la mesa en las cenas y nos metíamos a hurtadillas en habitaciones vacías con los cónyuges de los demás, parrandeando con el entusiasmo y la indiscreción de dioses griegos. Y por la mañana nos despertábamos a las seis y media en punto, despejados y optimistas, listos para volver a ocupar nuestro sitio tras las mesas de acero inoxidable al timón del mundo.

Esa noche, el centro de atención no era el fotógrafo. Mediada ya la sesentena, debilitado por su escaso apetito, incapaz de llenar su propio esmoquin, Evans tenía el mismo aspecto triste e insulso que un jubilado de algún puesto intermedio de la General Motors. De vez en cuando, alguien interrumpía su soledad para hacerle un comentario, pero pasaba largos ratos plantado en un rincón con aire cohibido, como la chica más fea del baile.

No, no era Evans quien atraía las miradas, sino un joven autor de cabello ralo que acababa de causar sensación con un relato acerca de las infidelidades de su madre. Flanqueado por su editor y un encargado de prensa, aceptaba cumplidos de una camarilla de admiradores, con todo el aspecto de un pícaro recién nacido.

Val miraba el círculo de aduladores con expresión de curiosidad. Era capaz de ganar diez mil dólares en un día poniendo en marcha la fusión de una cadena suiza de grandes almacenes con un fabricante de misiles americano, pero, por mucho que lo intentase, no conseguía imaginar cómo un chismoso así podía causar semejante revuelo.

Siempre atento a cuanto lo rodeaba, el encargado de prensa me hizo señas de que me acercase. Le devolví el saludo con un gesto rápido y tomé a mi marido del brazo.

—Ven, cariño —dije—. Vayamos a ver las fotografías.

Fuimos hacia la segunda sala de la exposición, menos concurrida, y empezamos a seguir las paredes contemplando las imágenes a un ritmo pausado. Prácticamente todas las fotos eran retratos apaisados de uno o dos pasajeros del metro sentados enfrente del fotógrafo.

Ahí había un joven vecino de Harlem de aspecto sobrio, con el bombín animosamente ladeado y un bigotito francés.

Ahí un cuatro ojos cuarentón con un abrigo de cuello de piel y un sombrero de ala ancha, con todo el aspecto de ser el contable de un gángster.

Ahí dos chicas solteras, dependientas en la sección de perfumería de Macy’s, bien entradas en la treintena, un tanto avinagradas por la certeza de que habían dejado atrás sus mejores años, las cejas depiladas para su trayecto hasta el Bronx.

Ahí uno; allí una.

Ahí los jóvenes; allí los viejos.

Ahí los elegantes; allí los desangelados.

Aunque tomadas hacía más de veinticinco años, las fotografías nunca habían sido expuestas. Por lo visto, a Evans le preocupaba la intimidad de los fotografiados. Puede parecer extraño (o incluso un tanto quisquilloso) si se tiene en cuenta que los había retratado en un lugar tan público, pero al contemplar sus rostros alineados en la pared la reticencia de Evans resultaba comprensible, ya que aquellas imágenes captaban cierta humanidad desnuda. Absortos en sus pensamientos, enmascarados por el anonimato proporcionado por su condición de viajeros, ajenos a la cámara que tan directamente los enfocaba, muchos de los fotografiados habían dejado, sin saberlo, que lo más íntimo de su ser quedase al descubierto.

Cualquiera que haya ido en metro dos veces al día para ganarse el pan sabe cómo es: cuando subes al vagón muestras el mismo personaje que a los colegas y amigos. Lo has llevado contigo al pasar por el torniquete y las puertas correderas, de manera que los demás pasajeros puedan saber si eres altivo o cauto, apasionado o indiferente, si estás forrado o en el paro. Pero encuentras un sitio y el metro se pone en marcha, llega a una estación y luego a otra, unos se bajan y suben otros. Y con los vaivenes del vagón, que te mece como una cuna, ese personaje minuciosamente confeccionado empieza a desvanecerse. El superego se disipa a medida que la mente comienza a vagar sin rumbo por preocupaciones y sueños o, mejor aún, se sume en una hipnosis propiciada por el ambiente y en la cual hasta las preocupaciones y los sueños se alejan para que reine el apacible silencio del cosmos.

Nos ocurre a todos. Sólo es cuestión de cuántas paradas hacen falta. Dos para unos. Tres para otros. Calle Sesenta y ocho. Cincuenta y nueve. Cincuenta y uno. Grand Central. Qué alivio proporcionaban esos pocos minutos con la guardia baja y la mirada imprecisa en los que hallábamos el único consuelo auténtico que permite el aislamiento humano.

Cuánto debía de agradar ese estudio fotográfico a los no iniciados. Todos los jóvenes abogados, los banqueros

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