Años luz

James Salter

Fragmento

g-1

Vida bebida

 

por INÉS MARTÍN RODRIGO

 

 

 

No tiendo a la grandilocuencia, ni cuando hablo ni al escribir. Intento no dejarme llevar por ella, de la misma manera que evito, en ambas circunstancias, la vital y la literaria, la nostalgia, que es como la memoria corrompida. Por eso no he dudado a la hora de comenzar estas líneas asegurando, con la certeza de la experiencia, que hay autores y libros que te cambian la vida. Semejante afirmación no busca conmover conciencias lectoras. Tampoco persuadir de que quien la escribe está en posesión de la verdad, siempre esquiva, por inaprensible, en la ficción y sus muchos derroteros narrativos. Sólo se atiene a los hechos, al menos a los míos, que es el contexto, subjetivo, desde el que siempre se escribe. En mi caso, ese autor fue James Salter (1925-2015).

Cuando lo descubrí, hace ya más de una década, en mitad de una severa convalecencia, en un artículo de opinión en el que un escritor al que sigo admirando describía el gozo de pasarse «Noches leyendo a James Salter» (así se titulaba la pieza), puso mi mundo patas arriba, y no sólo el literario. Me fiaba, con la ilusionante ceguera que comporta siempre el hallazgo, del criterio de aquel autor culto pero no pedante ni impostado. Confiaba en él, lo mismo que espero que ahora haya lectores que se fíen de mí si les digo que se adentren en el delicado universo creativo de Salter, y lo hagan empezando por Años luz. Así lo hice yo entonces, comencé leyendo aquella novela que una década después tengo la suerte de prologar, porque la vida es un puro cuento. «Sabemos que la mayoría de las grandes novelas e historias surgen de un perfecto conocimiento y de una minuciosa observación.» Son palabras de Salter, pero las hago mías, pues, como él, sospecho de los escritores que aseguran, vanagloriándose además de ello, que se lo inventan todo. No es posible, ni siquiera cosa de ciencia ficción.

La suerte a la que he hecho referencia en el párrafo anterior me acompañó aquel año, el de mi descubrimiento de James Salter. Tengo la fortuna de poder ganarme la vida mediante la grata y fértil convivencia de mis dos mayores pasiones: la literatura y el periodismo. Gracias a este último, oficio de tantas entregas y desvelos como el literario, pero más ingrato, tuve la oportunidad de conocer a aquel autor cuya lectura me había cambiado la vida. En breve me caducará el pasaporte que a mediados de diciembre de 2013 renové para poder volar hasta Nueva York y, una vez allí, coger un autobús que me llevó hasta la localidad de Bridgehampton, en los míticos Hamptons, donde Salter tenía una casa.

La noche previa a nuestra conversación, fijada por el autor a las once de la mañana en un breve intercambio de correos electrónicos que todavía conservo, en un hotel en el que yo era la única huésped, y no es una licencia literaria, terminé de leer Años luz. Recuerdo, con la misma intensidad que si lo estuviera haciendo ahora, que al cerrar la novela me puse a llorar. Soy sensible, pero no de lágrima fácil. Aquel fue un llanto sereno, no provocado por el final del libro, sea éste el que sea, sino debido a la belleza que, a lo largo de 381 páginas, había visto recreada sin que perdiera, en ningún párrafo, en ninguna frase, un ápice de luminosa intensidad. Estaba maravillada. Bendito asombro, el literario.

Dormí poco, a ratos. Fue una curiosa vigilia durante la que no paré de evocar, entre el ensueño y la noctámbula realidad, la historia contada por Salter en la novela, la de Viri y Nedra, el matrimonio Berland, su concepción y ocaso a lo largo de los años que devienen en décadas... y en fracaso. Es eso lo que narra Salter: el final de un amor que, en realidad, no se acaba mientras la vida continúa. Su prosa, adictiva y sugerente, artesanal, llena de matices, es capaz de describir, sin caer en la cursilería, la pasión que, pese a todo, desprende una ruptura amorosa. Eso sentí entonces, aquella noche, y eso he vuelto a experimentar diez años después al volver a los párrafos marcados en la novela, a los de hace una década y a los de ahora, frases que te explican a ti y a quien duerme a tu lado: «El corazón está a oscuras, sin saber, como esos animales que viven en minas y nunca han visto la luz del día. No tiene lealtades ni esperanzas; cumple su cometido.»

A la mañana siguiente, acudí a mi cita con aquel escritor que me había cambiado la vida antes de conocerlo. Todavía lo cuento con deleite. No me canso de hacerlo. Me abrió la puerta, sorprendido de que me hubiera cruzado el océano sólo para charlar con él, y me invitó a entrar. Pasamos juntos varias horas durante las que, claro, le pregunté por Años luz. «En realidad, hay dos vidas: la que aparentamos vivir y la que realmente vivimos. Es algo obvio. No creo que sea una tragedia, es la condición humana», me dijo como resumen de un libro que me llevé firmado de su casa y que conservo en mi biblioteca como el tesoro que es.

En una ocasión, según recuerda en El arte de la ficción (Salamandra, 2018), Salter dijo que Años luz era «como las losas gastadas de la vida conyugal: todo lo ordinario, todo lo prodigioso, todo lo que la hace plena o la amarga; se prolonga durante años, décadas, y al final da la impresión de haber visto pasar las cosas como desde la ventanilla de un tren, un prado allí, árboles, casas, pueblos oscuros, una estación de vez en cuando». En ese libro, un pequeño pero hermoso tratado sobre la escritura, Salter también explica que cuando volvió a leer la novela se dio cuenta de que era «una composición musical, entreverada, melancólica por momentos, que se hace pasar por libro. Pretende ser heroica, sobre cómo aprovechar el regalo de la vida. [...] De creer al libro, y el libro es sincero, la historia gira en torno a ese mundo denso construido sobre el matrimonio, una vida cercada por muros ancestrales. Gira en torno al recuerdo de esos tiempos».

Unos tiempos muy concretos, y reales, que transcurren en Nueva York. En 1975, James Salter publicó Años luz y ese mismo año se divorció de su primera mujer, Ann Altemus. Pero no fue en su fracaso matrimonial en el que se inspiró para escribir la novela. Los recreados en la ficción fueron Laurence y Barbara Rosenthal, amigos de Salter y de su esposa y con los que compartían vecindario en la ribera del Hudson. Quiso la causalidad que una tarde de verano el autor se cruzara en Lexington Avenue con Barbara y su hija Nadia. Salter salía de las oficinas de la editorial Random House y llevaba un ejemplar de Años luz, que ese día había llegado a las librerías. «Esto es para ti», le dijo el escritor a su amiga, y le tendió el libro.

De vuelta a casa, mientras madre e hija atravesaban en coche el puente George Washington, Nadia empezó a leer en voz alta fragmentos de la novela. Había tantos detalles que les resultaban familiares… La frase con la que arrancaba el segundo párrafo del segundo capítulo fue definitiva: «Nedra trabajaba en la cocina, se había quitado los

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