Todo lo que hay

James Salter

Fragmento

9788415630593-4

1

Primeras luces

Toda la oscura noche, el agua se deslizó veloz.

Bajo la cubierta, tendidos de seis en seis sobre literas de hierro, yacían cientos de hombres callados, muchos de ellos boca arriba y con los ojos aún abiertos aunque se acercaba el alba. Las luces eran tenues, los motores palpitaban sin descanso y los ventiladores inyectaban aire húmedo; mil quinientos hombres con armas y macutos tan pesados que los habrían conducido directamente al fondo, como yunques arrojados al mar; una porción del formidable ejército que navegaba hacia Okinawa, la gran isla situada al sur de Japón. Pero Okinawa era en realidad Japón, pertenecía a esa madre patria desconocida y extraña. La guerra, que duraba ya tres años y medio, estaba llegando a su desenlace. Al cabo de media hora, los primeros grupos de hombres se pondrían en fila para el desayuno y comerían de pie, hombro con hombro, silenciosos, solemnes. El barco se deslizaba suavemente con un ruido sordo. El acero del casco crujía.

El frente del Pacífico no se parecía a los demás. Las distancias eran enormes. Durante días y días no había nada más que el vacío del mar y sitios con nombres extraños separados por miles de kilómetros. Fue una guerra de muchas islas arrebatadas una tras otra a los japoneses. Guadalcanal, que se convirtió en una leyenda. Las Salomón y su ranura, el estrecho de Nueva Georgia. Tarawa, donde las lanchas de desembarco encallaban en arrecifes alejados de la costa y los hombres caían abatidos por un fuego tan denso como un enjambre de abejas; el horror de las playas, cuerpos hinchados meciéndose entre la espuma de las olas batientes, los hijos de la nación, algunos de ellos hermosos.

Al principio, con una rapidez aterradora, los japoneses lo habían conquistado todo: las Indias Orientales Holandesas, la península malaya, las Filipinas. Grandes bastiones, fortalezas que se creían inexpugnables, fueron barridos en cuestión de días. Sólo hubo un contraataque, la primera gran batalla aeronaval en el Pacífico, cerca de Midway, donde cuatro portaaviones japoneses, buques indispensables, fueron hundidos con todos sus aparatos y sus veteranas tripulaciones. Fue un golpe demoledor, pero los japoneses no cedieron en su brutal empeño. La mano de hierro con la que dominaban el Pacífico sólo podía quebrarse dedo a dedo.

Las batallas en el corazón de la tórrida jungla eran interminables y despiadadas. Después, cerca de la orilla, las palmeras quedaban desnudas como estacas: los disparos arrancaban de cuajo hasta la última hoja. Nuestros enemigos eran guerreros salvajes, las extrañas pagodas de sus navíos, su incomprensible lengua sibilante, sus cuerpos robustos y feroces. Nunca se rendían, luchaban hasta la muerte. Ejecutaban a los prisioneros con espadas como cuchillas, espadas para dos manos que blandían por encima de las cabezas. En la victoria eran inmisericordes, los brazos unánimes siempre alzados en señal de triunfo.

En 1944 empezaron las últimas fases de la contienda. El objetivo era lograr que el territorio japonés quedase al alcance de los bombarderos pesados. Saipán fue la clave. Era una isla grande y muy bien defendida. Dejando aparte algunos destacamentos enviados a lugares como Nueva Guinea o las islas Gilbert, la infantería de Japón nunca había sido derrotada en el campo de batalla a lo largo de trescientos cincuenta años. En Saipán había veinticinco mil soldados con la orden de no rendirse jamás, de no ceder ni un palmo de tierra. En la escala de los asuntos terrenales, la defensa de Saipán se consideró una cuestión de vida o muerte.

La invasión empezó en junio. Los japoneses tenían desplegada en la región una temible fuerza naval, cruceros y acorazados. Desembarcaron dos divisiones de marines se­guidas por otra de infantería.

Para los japoneses se convirtió en el desastre de Saipán. Veinte días más tarde, casi todos habían muerto. Tanto su general como el almirante Nagumo, comandante de la flota en Midway, se suicidaron; cientos de civiles, hombres y mujeres espantados ante el anuncio de una masacre, incluso madres con sus bebés en brazos, se arrojaron desde abruptos acantilados para hallar la muerte sobre afiladas rocas.

Fue el principio del fin. Ya era posible bombardear las islas principales de Japón, y en la incursión más devastadora, el ataque con bombas incendiarias sobre Tokio, más de ochenta mil personas murieron en una sola noche de gigantesco infierno.

Después cayó Iwo Jima. Los japoneses hicieron su último juramento: antes que rendirse, morirían cien millones, el país entero.

A mitad de camino estaba Okinawa.

Rayaba el día, una pálida aurora del Pacífico sin verdadero horizonte y con la luz reunida sobre las nubes tempranas. El mar estaba desierto. El sol apareció despacio e inundó el agua tiñéndola de blanco. Un alférez llamado Bowman había subido a cubierta y estaba de pie junto a la borda, mirando. Su compañero de camarote, Kimmel, se acercó con sigilo. Era un día que Bowman nunca podría olvidar. Ninguno de ellos podría.

—¿Algo a la vista?

—Nada.

—Tampoco se ve mucho —dijo Kimmel.

Bowman miró hacia proa, luego hacia popa.

—Hay demasiada calma —dijo.

Bowman era segundo oficial y, según le habían indicado dos días antes, también oficial de guardia.

—Señor —había preguntado—, ¿qué supone eso?

—Aquí tiene el manual —le contestó el segundo de a bordo—. Léalo.

Empezó aquella misma noche, doblando una esquina de algunas páginas mientras leía.

—¿Qué haces? —le preguntó Kimmel.

—No me molestes ahora.

—¿Qué estás estudiando?

—Un manual.

—¡Dios santo! ¡Estamos en aguas enemigas y tú te sientas a leer un manual! No hay tiempo para eso. Ya deberías saber lo que tienes que hacer.

Bowman no le prestó atención. Habían estado juntos desde el principio, desde la Academia Naval, donde el comandante, un capitán cuya carrera se fue al traste cuando encalló su destructor, había hecho colocar en cada litera un ejemplar de Mensaje para García, un texto edificante ambientado en la guerra de Cuba. El capitán McCreary no tenía futuro, pero seguía observando los códigos del pasado. Todas las noches bebía hasta el sopor, pero a la mañana siguiente siempre estaba fresco y bien afeitado. Se sabía de memoria el reglamento marítimo y había comprado los ejemplares de Mensaje para García con su propio dinero. Bowman leyó el libro con atención, y años después aún podía recitar algunos pasajes. «García se hallaba en algún punto de la áspera inmensidad cu­bana, nadie sabía dónde...» El propósito era muy simple: cumple con tu deber a rajatabla, sin excusas o preguntas innecesarias. A Kimmel se le escapaba la risa mientras lo leía.

—A la orden, señor. ¡Todos a sus puestos!

Kimmel era flaco, de pelo oscuro, y tenía unos andares desgarbados que le alargaban las piernas. Su uniforme siempre tenía aspecto de que hubiera dormido con él. Su enjuto pescuezo le bailaba en el cuello de la camisa. Los marineros, entre ellos, lo llamaban «el camello», pero tenía el aplomo de un crápula y gustaba mucho a las mujeres. En San Diego se había liado con una chica muy vivaracha llamada Vicky cuyo padre poseía un concesionario de coches, Palmetto Ford. Era rubia, con el pelo peinado hacia at

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