Pureza

Jonathan Franzen

Fragmento

9788415631132-5

LUNES

—Ay, preciosa, cuánto me alegro de oír tu voz —dijo la madre de la chica por teléfono—. Me está traicionando el cuerpo otra vez. A veces creo que mi vida no es más que un largo proceso de traiciones del cuerpo.

—Como todas las vidas, ¿no? —dijo Pip.

Había adoptado la costumbre de llamar a su madre desde Renewable Solutions durante la pausa de la comida. Esto mitigaba en parte su sensación de no valer para ese trabajo, de tener un trabajo para el que nadie podía valer, o de ser una persona que en realidad no valía para ningún trabajo; y además, al cabo de veinte minutos, podía decir con sinceridad que tenía que seguir trabajando.

—Se me cierra el párpado del ojo izquierdo —explicó su madre—. Es como si tuviera un peso que tirase hacia abajo, como uno de esos plomos diminutos que usan los pescadores, o algo parecido.

—¿Ahora mismo?

—A ratos. No sé si será parálisis de Bell.

—Sea lo que sea la parálisis de Bell, estoy segura de que no la tienes.

—¿Y cómo puedes estar tan segura, preciosa? Si ni siquiera sabes qué es.

—No sé... Quizá porque tampoco tenías la enfermedad de Graves. Ni hipertiroidismo. Ni melanoma.

No es que Pip se sintiera bien burlándose de su madre. Pero su relación estaba siempre contaminada por el «riesgo moral», una expresión muy útil que había aprendido en los textos de economía. Pip era como un banco demasiado grande para quebrar en el sistema económico de su madre, una empleada demasiado indispensable para despedirla por un problema de actitud. Algunos de sus amigos de Oakland tenían también padres problemáticos, pero conseguían hablar con ellos a diario sin que se dieran momentos de innecesaria rareza, porque incluso los más problemáticos contaban con intereses que iban más allá de un hijo único. Por lo que concernía a su madre, Pip lo era todo.

—Bueno, creo que hoy no puedo ir a trabajar —dijo su madre—. Lo único que hace soportable ese trabajo es mi Deber, y no puedo conectar con el Deber teniendo ese «plomo de pescar» invisible tirándome del párpado.

—Mamá, no puedes volver a faltar. Ni siquiera estamos en julio. ¿Y si luego coges la gripe de verdad, o algo parecido?

—Y mientras tanto, todo el mundo pensando qué hace esta mujer a la que se le está cayendo media cara hacia el hombro metiéndome la compra en la bolsa. Ni te imaginas la envidia que le tengo a tu cubículo. La invisibilidad que te da.

—No idealicemos el cubículo —dijo Pip.

—Es lo más terrible de nuestros cuerpos. Son tan visibles, tan visibles...

Aunque padecía una depresión crónica, la madre de Pip no estaba loca. Se las había arreglado para conservar su empleo de cajera en el New Leaf Community Market de Felton durante más de diez años y, en cuanto Pip renunció a su manera de pensar y se adaptó a la de su madre, pudo seguir a la perfección lo que le estaba diciendo. El único elemento decorativo de las mamparas grises del cubículo de Pip era un adhesivo de los que se ponen en los parachoques: «AL MENOS LA GUERRA CONTRA EL MEDIO AMBIENTE SÍ QUE VA BIEN.» Los cubículos de sus colegas estaban recubiertos de fotos y recortes de prensa, pero Pip entendía el atractivo de la invisibilidad. Además, ¿qué sentido tenía instalarse demasiado si cada mes daba por hecho que iban a despedirla?

—¿Has pensado un poco cómo quieres no celebrar tu no-cumpleaños? —preguntó a su madre.

—La verdad, me gustaría quedarme en la cama todo el día con la cabeza bajo las sábanas. No me hace falta ningún no-cumpleaños para acordarme de que me hago vieja. De eso ya se encarga con éxito el párpado.

—¿Qué te parece si hago un pastel y bajo a verte y nos lo comemos juntas? Suenas un poco más depre de lo habitual.

—Cuando te veo no estoy depre.

—Ja, lástima que no esté disponible en forma de píldora. ¿Podrías con un pastel hecho con estevia?

—No lo sé. La estevia me produce un efecto extraño en la química de la boca. Según mi experiencia, no se puede engañar a las papilas.

—Bueno, el azúcar también deja algo de regusto —dijo Pip, aunque sabía que era un argumento inútil.

—El azúcar tiene un regusto amargo que no les provoca ningún problema a las papilas porque existen precisamente para detectar la amargura sin regodearse en ella. Las papilas no están para pasarse cinco horas avisando: «¡Algo extraño, algo extraño!» Y eso fue lo que me ocurrió la única vez que probé una bebida con estevia.

—Pero yo te digo que la amargura también se te queda en la boca.

—Si te tomas una bebida edulcorada y cinco horas después una papila gustativa sigue notando una presencia extraña es que está pasando algo muy malo. ¿Sabes que si fumas cristal de metanfetamina, aunque sólo sea una vez, la química de tu cerebro queda alterada para toda la vida? Pues ése es el sabor que tiene la estevia para mí.

—Si es una insinuación, no me estoy fumando ninguna pipa de metanfetamina.

—Yo sólo digo que no me hace falta ningún pastel.

—Bueno, ya lo buscaré de otro tipo. Perdona que te haya propuesto uno que es como veneno para ti.

—No he dicho que sea veneno. Sólo que la estevia tiene un efecto extraño...

—Ya, en la química de tu boca.

—Preciosa, me comeré cualquier pastel que me traigas. A mí no me mata el azúcar refinado, no quería molestarte. Cariño, por favor.

No daban por terminada una conversación telefónica hasta que cada una dejaba a la otra abatida. El problema, según lo veía Pip —la esencia del hándicap que sobrellevaba; la presunta causa de su incapacidad para ser eficaz en algo—, era que quería a su madre. La compadecía; sufría con ella; se animaba al oír su voz; su cuerpo le provocaba una atracción incómoda, que no tenía nada de sexual; estaba pendiente hasta de la química de su boca; deseaba que fuera más feliz; odiaba hacerla enfadar, le tenía cariño. Ése era el enorme bloque de granito plantado en el centro de su vida, la fuente de toda su ira y de aquel sarcasmo que dirigía no sólo contra su madre sino también —últimamente de forma cada vez más perjudicial para ella misma— contra destinatarios mucho menos adecuados. Cuando Pip se enfadaba, no era tanto con su madre como con aquel bloque de granito.

Tenía ocho o nueve años cuando preguntó por qué en aquella cabaña en la que vivían, en un bosque de secuoyas de las afueras de Felton, sólo se celebraba su cumpleaños. Su madre le contestó que ella no tenía cumpleaños; que sólo le importaba el de Pip. Pero ella no dejó de incordiar hasta que su madre accedió a celebrar el solsticio de verano con un pastel al que llamarían de «no-cumpleaños». A continuación había surgido el asunto de la edad de la madre, que ésta se había negado a divulgar para limitarse a contestar, con una sonrisa digna de quien expone un koan: «Tengo la edad suficiente para ser tu madre.»

—Ya, pero ¿cuántos años tienes de verdad?

—Mírame las manos —le dijo—. Si practicas, puedes aprender a calcular la edad de una mujer por sus manos.

Y así, al parecer por primera vez, Pip miró las manos de su madre. La piel del dorso no era rosada y opaca como la suya. Era como si los huesos y las venas se estuvieran abriendo paso hacia la superficie; como si l

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