La profundidad del mar amarillo

Nic Pizzolatto

Fragmento

9788415631163-3

PÁJARO FANTASMA

Y entonces la ciudad se sume en otro mes de mayo aletargado y sofocante. Los padres tuercen el gesto y arrastran a sus hijos por el Museo de la Expansión hacia el Oeste, mientras las barcazas descienden con sus lamentos por el Misisipi. Ha habido una explosión en la fábrica de Dow­l­ing Industrial y los gases tiñen nuestras puestas de sol de ciruela y naranja plutonio.

Trabajo de las once de la noche a las seis de la mañana. El parque está desierto, y yo monto guardia desde una pequeña ventana abierta en una pared de acero a ciento noventa metros del suelo. Hacia el este, treinta y seis hectáreas de césped y árboles, y los puentes que cruzan el río; hacia el oeste, las luces de San Luis. Hago la ronda bajo un cielo violeta —este mes no se ven las estrellas—, y después de inspeccionar los jardines con los prismáticos oficiales del Servicio de Parques Nacionales, salgo por la estrecha abertura de la ventana y me dejo caer desde lo alto del arco de San Luis.

Uso un Perigree II, un contenedor sin paracaídas de reserva, cerrado con velcro y fabricado por Consolidated Rigging. Dentro va una campana ACE 240 de siete metros cuadrados. Todo mi equipo es de color negro: casco, rodilleras, coderas y una braga que me cubre la boca y la nariz, pero las gafas llevan el cristal azul de visión nocturna de cuarta generación de NVT. El arco, de acero de Pittsburgh, se llama la Puerta hacia el Oeste. Cuando saco la pierna por la ventana y una corriente de aire me azota el rostro, puedo mirar hacia el bosque oscuro o volverme hacia la otra ventana, donde San Luis arde con un tenue resplandor, y sentir que monto a horcajadas la durmiente encrucijada de los sueños de un país. Gichin Fukanoshi nos dice que los sueños contienen la verdad.

El viento arremete con tal fuerza y estruendo que te podrías desintegrar. Tres segundos de caída libre y otros cuatro de pilotaje de campana. A veces desciendo en espiral, como el agua que se va por el desagüe.

Junto a la base del arco, el Museo de la Expansión hacia el Oeste tiene las dimensiones de un campo de fútbol americano. En el vestíbulo guardo una bolsa y un uniforme de forestal; después de cada salto, entro deprisa y segundos después aparezco como Ethan Landry, guarda del parque. En esos momentos, el silencio de la noche siempre me recuerda que el recinto está cerrado y que estoy solo.

El viejo ascensor del personal sube entre suaves zarandeos y chirridos.

Suena música en la radio, y presto atención a los instantes de pausa en el crepitar de fondo del teléfono de emergencias. Las horas se dilatan hasta la mañana. Como ya no bebo, combato el tedio con la lectura. Leo cosas como El libro de los cinco anillos. Hagakure: El camino del samurái. El Tao-Te-Ching. Antes me gustaba leer la obra de Alce Negro y algunos ensayos de Emerson, pero la mentalidad oriental me resulta mucho más clara. Creo que eso, la claridad, es lo principal. Encuentra un camino y recórrelo.

Eso explica mis saltos tan bien como cualquier otra cosa. El salto base consiste en lanzarse en paracaídas desde lo más alto de un edificio. Para mí, sin embargo, significa afinar los sentidos y ser uno con el vacío. El gran samurái Miyamoto Musashi dice que es preciso librarse del yo y fundirse con el Mu, el vacío que reside en lo más profundo de la existencia y al que todo regresa. Así, el guerrero encuentra la vida en la muerte. Conseguirlo es más difícil de lo que parece, y sólo me he acercado en una ocasión. Hace tres años, descendiendo en kayak el río Buffalo al norte de Arkansas, volqué y salí despedido de la embarcación. Me estrellé contra una roca, el kayak se me echó encima y me rompió el tobillo, viró, me hizo saltar una muela y desapareció torrente abajo. Azotado por la corriente, tragando agua y cegado por el dolor, me agarré a la superficie de piedra porque sabía que si me dejaba arrastrar sería el fin. Entonces me di cuenta de que una ardilla me observaba desde la orilla. Ladeó la cabeza como preguntándose qué narices hacía, y después se encaramó a un árbol trazando una espiral en torno al tronco hasta que la perdí entre las ramas. Recuerdo la sensación de calma, la quietud, y pensar: «Ésta es mi muerte. Qué interesante.»

Ese instante me brindó una reveladora visión del universo, una procesión galáctica que marchaba sin contar conmigo. Lo que Dogen llama «las diez mil cosas». La fractura del tobillo se curó, pero, desde aquel día, al descenso de ríos le faltaba algo; así descubrí el paracaidismo, que me llevó hasta el salto base. Había empezado a hacer piragüismo porque una de las primeras cosas que te dicen en rehabilitación es que si quieres mantenerte sobrio debes hacer ejercicio.

Pero, por si nada de eso tiene mucho sentido, dejémoslo en que, debido a mis horarios, con quien más me relaciono es con la gravedad. Todas las noches sin luna tenemos una cita hacia las tres de la madrugada.

Además es mayo. La tonalidad de los cielos es amatista y verde, y, como decía, no se ve una estrella. Por la noche los bosques pierden profundidad, contraste, y parecen extenderse para formar una llanura uniforme como las descuidadas praderas de pastoreo de la granja donde me crié. Los dos focos de la base del arco no son un problema: caigo justo en medio. Aunque esta noche no haya luna, la iluminación que crea este cielo tan extraño me preocupa porque el salto base es ilegal en Estados Unidos. Muchos saltadores van a tirarse a los parques, y los forestales somos sus enemigos tradicionales. La paradoja de mi vida es tan obvia que ya ni siquiera la considero una paradoja.

Antes de saltar recorro el parque con los prismáticos: hierba cortada, arboledas de pinos y álamos, caminos asfaltados que convergen al este en el antiguo Palacio de Justicia. Un brillo; detecto un centelleo fugaz detrás de un árbol. Enfoco con el zoom y encuentro al menos dos personas agazapadas en la penumbra. Estoy a punto de avisar por radio, pero entonces descubro de dónde viene el reflejo: lentes. Una de ellas mira hacia lo alto del arco con un par de prismáticos. La madrugada de hoy me ha traído una sorpresa; me deshago del equipo y me convierto en guarda forestal.

El ascensor me lleva hasta abajo a trompicones, luego camino con sigilo entre los árboles y me agacho detrás de los arbustos más altos. Hay tres personas: una chica y dos chicos, todos bastante jóvenes, así que me digo que será mejor no pasarme con ellos. A mis veintiocho años todavía recuerdo la emoción de colarme en los sitios por la noche. Tuve una novia a la que le encantaba explorar lugares prohibidos. Con los nervios a flor de piel gracias a lo que hubiésemos pillado, Mabel me llevaba por sitios oscuros llenos de tuberías de vapor y carteles de prohibido el paso, por escaleras que subían a algún tejado y acababan en un beso. Aguanto sin encender la linterna y me acerco, porque oigo voces y quiero saber qué dicen.

Un chaval corpulento de mofletes rechonchos y gafas habla con otro más delgado que lleva una gorra de béisbol y una gabardina.

La chica ya hace un rato que mira el arco con los prismáticos. Los baja e interrumpe a los chicos.

—Creo que he visto a un guarda ahí arriba.

Entonces un gemido humano atraviesa el aire. Miro a mi alrededor y veo que por todas partes las sombras cobran forma. Más allá de esa arboleda, el parque está lleno de gente. Al menos doce personas. Hay un ch

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