La ventana de los cernícalos

Ana Ruiz Echauri

Fragmento

1. Si nadie mira, no hay vistas

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Si nadie mira, no hay vistas

Tanto tiempo en la misma casa. Tanto que la gente apenas mira por la ventana porque ya conoce la cadencia de los semáforos, los árboles, la acera por la que nunca pasa nadie. Ha visto demasiadas veces el parque pequeño donde un niño se columpia o algún viejo se sienta al sol en la fría tarde de primavera. Los tristes tiestos del vecino del octavo del edificio de enfrente, secos, muertas las plantas como en una rendición vegetal. Apenas nadie mira ya para saber si está raso o vienen nubes desde el oeste, es más rápido ver qué dice el móvil sobre tormentas, temperaturas y previsiones. Más fiable que los labradores de los libros de Delibes, aquellos que siempre sabían desde dónde llegaría la enésima helada para masacrar la exigua cosecha, si persistiría la sequía como una maldición.

«Qué suerte, una casa exterior con vistas», pensaron al ver el anuncio de la inmobiliaria. Desde la ventana siguieron mirando por si en un tejado, en una chimenea, en alguna de aquellas antenas parabólicas, analógicas, digitales, de telefonía (qué bosques tristes las antenas), volvían a divisar aquel animal hermoso. Pero nada, ni rastro, así que pasaron los días y, de nuevo, olvidaron que tenían ventanas con vistas.

Si nadie mira, no hay vistas.

En el diminuto apartamento donde habían vivido hasta hacía apenas unos días, solo se veía un paredón, una altísima tapia del lateral de otro edificio. Plagado de manchas de humedad, aquel hormigón parecía cansado de soportar el peso de ausencia de miradas. Sería fundamental para que no se derrumbara la casa pero era odioso en su monotonía. El día de la mudanza ella se quedó sentada frente a la ventana del paredón y le dio una llorera tonta, como de añoranza, porque, a pesar de no tener vistas, en aquel apartamento habían sido muy felices y muy jóvenes.

—No llore, mujer —dijo el hombre del camión de mudanzas—. La gente llora cuando va a peor. No sabe la cantidad de personas que tienen que mudarse a auténticas cuevas después de haber vivido muy bien. Gente que ha vendido hasta la vajilla de la abuela para pagar las deudas. He visto tantas desgracias, señora. Pero usted va a mejor, no hay color entre esto y la casa nueva. Hágame caso, en nada se habrá olvidado de esta, ya lo verá.

No le hizo caso y lloró un rato más hasta que la última caja salió por la puerta. «Cosas de la cocina», había escrito con rotulador grueso. Ya podían haber especificado un poco más lo que había en las dichosas cajas, porque buscabas unas tijeras y encontrabas un colador, necesitabas el cuchillo de pelar patatas y aparecía la espumadera. Sin contar con las cajas misteriosas en las que solo escribieron «cosas» y que, como en todas las mudanzas, quedarían arrinconadas sin que nadie supiera qué demonios contenían. Aquellas cajas habían sido reutilizadas; venían de otras casas, otras mudanzas, otras vidas. Sofía se quedó mirando con ternura el texto tachado: «Juguetes de Juan», «Zapatos de los niños». Adónde habrían ido aquellos zapatos, qué sería de Juan y de sus juguetes. Aquellas cajas contaban existencias pasadas. Ojalá sus antiguos propietarios fueran felices tras los incómodos trasiegos, los juguetes acaso perdidos en el ir y venir de cajas, bultos y enseres.

Como había acertado a decir el hombre de la mudanza, Pablo y Sofía habían ido a mejor, sin duda. Él, tras un imprevisto ascenso en la empresa de publicidad, se había convertido en el responsable de todos los anuncios para las televisiones y algunas grandes campañas globales: un sueldo mucho mayor del que tenía hacía solo cinco años y más responsabilidad, ya que en cualquier momento un cliente importante podía decidir irse a otra agencia, y eso no se lo podían permitir. Ella, bueno, su trabajo era menos apasionante, al menos visto desde las odiosas comparaciones: funcionaria de carrera (qué infierno las oposiciones) y con plaza en una biblioteca pública.

Sofía adoraba los libros, catalogarlos, investigar épocas, autores, seleccionar las adquisiciones, digitalizar los más antiguos. Trabajar entre libros era un diminuto paraíso entre tantos y tantos desastres laborales de sus compañeros de carrera. Ah, la filología, qué hermosa trampa para el futuro de esos estudiantes en unos tiempos en que las palabras volaban y a nadie le importaba de dónde venían o si morirían en breve, arrastradas por la modernidad o la desidia.

Los primeros días en la casa nueva fueron un no parar de no encontrar «cosas», de mirar por las ventanas y descubrir que se veía TODO, hasta una torre de la catedral bastante fea o lo que parecía un proyecto de rascacielos abandonado. Las ventanas los trasladaban al exterior de su propia vida, al mundo que palpitaba en la calle. Se fijaron en un hombre relativamente joven que se movía con extrema dificultad, arrastrando los pies apoyado en un andador. «Un ictus, seguro», comentaron, y se miraron con lástima pensando en tantos accidentes fatales que podían dejarte postrado, inútil, dependiente, tristemente discapacitado por joven que fueras. Observaron también en la distancia el nuevo barrio que se elevaba sobre una colina, un enjambre de casas cuesta arriba para poner a prueba las piernas y el corazón del vecindario.

El corazón de las casas late a otro ritmo cuando te asomas a la ventana.

2. La voz

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La voz

Desde la ventana de J se veía una calle estrecha de la parte vieja de la ciudad. Balcones de hierro oxidado, un geranio de plástico descolorido y el lateral del mercado de abastos. Se oía pasar un coche de vez en cuando y el zureo de las palomas y el piar más tímido de los gorriones. No se veían las altas torres donde anidaban las cigüeñas, pero algunas había cerca porque crotoraban allá arriba, con ese entrechocar de picos que anunciaba primaveras desde nidos que pesaban toneladas.

Cuando Ana lo llamó por primera vez no se percató del eco de las aves. Al principio solo fue un silencio. Luego su voz inició aquella conversación breve. Había encontrado su número en la guía. Debía de ser de las pocas personas que aún tenían un listín telefónico siempre a mano. Podía confiar en aquel tocho de hojas finas incluso para rastrear los números o las direcciones que ya era imposible obtener de otra forma. Aquella guía tenía muchos años y le había sido siempre muy útil. Una herramienta que también

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