Versos para un muerto (Inspector Pendergast 18)

Lincoln Child
Douglas Preston

Fragmento

Capítulo 1

1

Isabella Guerrero, conocida entre sus amigos y compañeros del club de bridge como Iris, caminaba entre las palmeras del cementerio de Bayside. Sobre ella se extendía un cielo infinito de un tono azul claro. Eran las siete y media de la mañana, la temperatura rondaba los veinticinco grados y el rocío que seguía aferrado al grueso césped de San Agustín le empapaba las sandalias de cuero. Con una de sus regordetas manos sostenía un bolso Fendi, y con la otra, la correa de la que Twinkle, su pequinés, tiraba infructuosamente. Iris sorteó las tumbas y los cóleos con mucho cuidado al recordar que solo tres semanas atrás Grace Manizetti se había roto la pelvis cuando volvía de comprar en Publix.

Hacía media hora que el cementerio había abierto e Iris lo tenía para ella sola. Le gustaba que fuera así. Cada año Miami Beach parecía más abarrotada. Ella se había criado en Queens Boulevard, pero incluso en Bal Harbour, situada en el extremo norte de la isla, el tráfico era peor que en la congestionada Nueva York de su niñez. Aquel espantoso centro comercial que habían construido años atrás al norte de la Noventa y seis no había hecho más que empeorar las cosas. Y no solo eso, sino que había empezado a llegar un elemento indeseable desde el sur, con sus tiendas de productos hispanos y sus nombres en español. Por fortuna, Francis tuvo el acierto de comprar el edificio de apartamentos de Grande Palms Atlantic, justo delante de la playa de Surfside y a salvo de intrusiones.

Francis. Iris ya podía ver su tumba. La lápida estaba un tanto descolorida por el sol de Florida, pero la parcela se veía limpia y pulcra; ella misma se había encargado de que fuera así. Consciente de que se acercaban a su destino, Twinkle había dejado de tirar de la correa.

Iris tenía mucho que agradecerle a Francis. Desde que se lo arrebataron hacía tres años, su gratitud hacia él no había hecho más que aumentar. Fue Francis quien, con buen criterio, decidió trasladar el negocio de carnicería que tenía su padre en Nueva York a la costa de Florida cuando aquella zona de la avenida Collins aún era tranquila y barata. Fue Francis quien levantó con esmero el negocio a lo largo de los años y le enseñó a utilizar las balanzas y la caja registradora, y a conocer los nombres y las cualidades de los diversos cortes. También fue Francis quien se dio cuenta de que 2007 era el momento adecuado para vender el negocio, justo antes de la caída del sector inmobiliario. Los ingentes beneficios que obtuvieron no solo les permitieron comprar el edificio de Grande Palms, cuyo precio se desplomó al año siguiente, sino que les garantizaban muchos años de cómoda jubilación. ¿Quién iba a imaginar que se lo llevaría tan pronto un cáncer de páncreas?

Iris ya había llegado a la tumba y se detuvo un momento a contemplar el paisaje que rodeaba el cementerio. A pesar de las aglomeraciones de gente y vehículos, a su manera seguía siendo una vista sosegada: Kane Concourse elevándose sobre Harbor Islands hacia tierra firme y los veleros que navegaban cual triángulos blancos rumbo a Biscayne Bay. Y todo ello salpicado de tropicales tonos pastel. El cementerio era un remanso de paz, sobre todo por la mañana; Iris sabía que, incluso en marzo, la cúspide de la temporada turística, podía pasar un rato pensando frente a la tumba de su difunto marido.

El pequeño jarrón con flores artificiales que había colocado junto a la lápida estaba un poco torcido, sin duda por culpa de la tormenta tropical que había azotado la zona dos días antes. Le dolieron las articulaciones al arrodillarse sobre la tumba. Luego enderezó el jarrón y sacó un pañuelo del bolso para limpiar las flores. Notó que Twinkle estaba tirando otra vez de la correa, esta vez con más fuerza.

—¡Twinkle! —exclamó—. ¡No!

Francis odiaba el nombre de Twinkle, la forma abreviada de Twinkle Toes, y siempre lo llamaba Tyler por la calle en la que se había criado. Pero Iris prefería Twinkle, y no creía que a Francis le importara ahora que se había ido.

Iris hundió el jarrón en la tierra para que quedara bien sujeto, aplanó la hierba a su alrededor y se irguió para admirar su obra. Vio movimiento con el rabillo del ojo; el encargado de mantenimiento, tal vez, u otro doliente que se disponía a presentar sus respetos a los muertos. Ya eran casi las ocho y, al fin y al cabo, el cementerio de Bayside era el único que había en la isla; no podía esperar tenerlo todo para ella. Diría una oración, la que siempre rezaba con Francis antes de acostarse, y después volvería a Grande Palms. La junta se reunía a las diez, y tenía cosas muy tajantes que decir sobre el estado de las plantas que había a la entrada del edificio.

Twinkle seguía tirando con fuerza de la correa y había empezado a ladrar. Iris lo regañó de nuevo. Los pequineses se portaban relativamente bien y su perro no solía hacer esas cosas, salvo cuando el terrible gato ruso del 7B lo sacaba de quicio. Cuando se puso en pie, preparando mentalmente la oración, Twinkle aprovechó para salir corriendo. Iris sintió que la correa se le deslizaba por la muñeca. El perro cruzó el césped húmedo a toda velocidad, arrastrando la correa y ladrando.

—¡Twinkle! —gritó Iris—. ¡Vuelve aquí ahora mismo!

El perro se detuvo en seco frente a una lápida de la hilera adyacente. A pesar de la distancia, Iris vio que la piedra era más antigua que la de Francis, pero no demasiado. En la base había esparcidas unas cuantas flores frescas y lo que parecía una nota manuscrita. Pero no fue aquello lo que le llamó la atención; en la mitad de las tumbas de Bayside había flores y notas, además de recuerdos preciados de toda índole. No, fue el propio Twinkle. Al parecer, había encontrado algo al lado de la lápida y estaba muy excitado. Iris no veía de qué se trataba, ya que el perro lo tapaba con su cuerpo, pero no dejaba de olisquear y lamer con afán.

—¡Twinkle!

Aquello era indecoroso. Lo último que quería Iris era montar una escena en aquel lugar de descanso. ¿Habría encontrado un viejo juguete para perros? ¿Una golosina que se le había caído a un niño?

La oración tendría que esperar hasta que pudiera recuperar la correa del perro.

Iris se guardó el pañuelo en el bolsillo y fue hacia Twinkle, pero, al acercarse, regañándolo y chasqueando la lengua, el perro cogió su flamante premio y echó a correr. Con una mezcla de consternación y rubor, Iris lo vio desaparecer entre unas palmeras.

Suspiró irritada. Francis no habría aprobado aquello; él siempre decía que los perros debían estar bien disciplinados. «Chucho peludo», habría dicho. Twinkle recibiría un castigo aquella noche: no habría galletas con su comida.

Murmurando para sus adentros, Iris siguió la trayectoria del perro, se detuvo al llegar a la arboleda y miró a su alrededor. No lo veía por ningún sitio. Abrió la boca para llamarlo, pero se lo pensó mejor. No debía olvidar que estaba en un cementerio; bastante tenía con perseguir a un pe

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