Mis últimas palabras

Santiago H. Amigorena

Fragmento

ultipalabras

I

William Shakespeare ha muerto hoy.

La humanidad ha vivido.

Ahora me he quedado solo.

II

William Shakespeare ha muerto hoy.

Tenía ciento veinticuatro años.

Nunca nadie sabrá por qué ha sobrevivido hasta esa edad. Nadie sabría explicarlo: ni su cuerpo, debilitado por los años; ni su mente, aún lúcida pero desde hace tiempo resignada ya.

Los otros, esos con quienes hemos compartido nuestras noches y nuestras comidas, no eran como él: los otros tenían miedo.

Los vimos morir poco a poco: unas decenas por semana los primeros meses, unas decenas al mes los meses siguientes, y al final uno a uno, día tras día.

Los vimos morir sin sorpresa.

Los vimos morir sin inquietud ni compasión.

Los vimos irse, cuerpos abandonados por la vida para entrar en la sombra fría, con el más claro de todos los sentimientos: la comprensión.

Los otros tenían miedo, y muchos estaban locos: la locura de los unos residía en no saber si lo que habían vivido era cierto; la de los otros era una locura peligrosa que, más de una vez, los empujó a matar solo por encontrarse en mi lugar, solo por ser el último.

Los otros tenían miedo y muchos estaban locos; y solo el miedo y la locura los mantenían vivos.

III

Estamos a 14 de junio de 2086. No: estoy a 14 de junio de 2086.

William Shakespeare ha muerto hoy. Tenía ciento veinticuatro años.

Éramos dos. Y se ha ido.

La humanidad ha vivido.

Y es que yo, que soy el último, no puedo, nadie podrá nunca afirmar con certeza si su final fue cosa del Gran Terremoto, de la segunda Crisis Alimentaria, del Gran Deshielo, de las Grandes Inundaciones que vinieron después, de la Crisis Ontológica de los años cincuenta, de la Agresión Mediática que la precedió, del fracaso de la Polinización Universal Obligatoria, de esas primeras migraciones procedentes de Asia que tuvieron lugar mucho antes, de la deleción de la espermatogénesis, del Virus que se propagó después (o quizá al mismo tiempo) de esa guerra desencadenada a consecuencia del atentado o de los atentados que vinieron después de esa otra guerra que, a su vez, no era más que el resultado de las numerosas guerras y de los numerosos atentados que, a partir de un incierto momento de la historia de la humanidad, no empezaron nunca en un instante preciso y no se detuvieron nunca en un instante preciso.

Nadie podrá.

Nadie sabrá por qué ni cómo, tras millones de generaciones que, desde el primer Homo sapiens, poblaron y luego superpoblaron la superficie de la Tierra, nos ha tocado ser la última: la del despoblamiento.

IV

William Shakespeare ha muerto hoy.

William Shakespeare no tenía miedo.

William Shakespeare no estaba loco.

V

William Shakespeare ha muerto hoy.

Se acabaron las palabras, las risas. Ya no sentiré su mano apoyada en mi hombro. Su voz, sus ojos, su aliento ya no alcanzarán mi piel, mis oídos, mis ojos.

Ayer, por última vez, me desperté junto a otro ser humano.

Ayer, por última vez, hablé, miré a un hombre a los ojos.

Su conversación, su inteligencia, su olor acre, sus gestos lentos, los olvidaré si la muerte me deja tiempo.

No volver a hablar nunca no me da miedo.

No volver a ver nunca a un ser humano haciendo el menor movimiento no me da miedo.

No volver a tocar una piel tibia, viva, bajo la que mis dedos sigan sintiendo la sangre que circula por las venas no me da miedo.

Desde hace meses, como otros, como Alba, como Sierra, como Iorgos, he pensado en esa posibilidad.

Pero voy a echar de menos su mirada.

No volver a fijar los ojos en los ojos abiertos de otro hombre, en unos ojos que sean ojos no porque los miro sino simplemente porque me ven, eso, sean cuales sean las sorpresas que me reserve lo poco que me queda de vida, eso me resultará doloroso.

VI

Sí, lo que decían sus ojos y que yo no comprendía nunca del todo permanecerá como un recuerdo doloroso de William Shakespeare, el penúltimo hombre de la historia de la humanidad.

No voy a echar de menos lo que sé: lo que me dijo y entendí.

No voy a echar de menos lo que me enseñó; no voy a echar de menos lo que aún tenía que enseñarme.

No voy a echar de menos que me considerara como a un hijo: que me amara como si el amor tuviera aún algún sentido.

Lo que voy a echar de menos es lo que no me decía: esas palabras que no franqueaban el cercado de sus dientes pero que se articulaban casi en su mirada dulce, a la vez frágil e insondable.

Lo que voy a echar de menos es lo que había en él, lo que me mostraba sin dármelo: lo que le era propio y que, a mí, fuera cual fuese nuestra amistad, me resultaba profundamente extraño.

Lo que voy a echar de menos es lo que traicionaban sus ojos y callaban sus labios, pues esas no eran cosas que pudieran compartirse a través de las palabras.

VII

Desde hace tres días, sentía la muerte rodando de nuevo alrededor de nosotros, y sabía que no había venido por mí, sino por él.

Iorgos había muerto doce días antes.

Desde que solo quedábamos los dos, comíamos en silencio: ninguna palabra parecía convenir a nuestra desolación. Solo a veces, por la noche, alrededor de la lumbre, intercambiábamos algunas frases. Solo a veces, por la noche, William me pedía que le leyera unas páginas: sus ojos estaban cansados.

Me tendía el libro, y yo leía:

«El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona».

Yo sabía que se conocía el libro de memoria. Llegó a Atenas mucho después que yo, llevando únicamente en la mano dos cuadernos muy gruesos y ese viejo libro sin tapas.

Lo escuché leyéndolo en voz alta a la luz del día.

Lo escuché, en plena noche, confiándoselo a la luna en un murmullo desconfiado.

Lo escuché recitándoselo a sí mismo entre dientes, con rabia, como si buscara incansablemente el sentido de las palabras escritas en esas páginas.

Fue Iorgos quien le puso el nombre.

«William Shakespeare» podía parecer un apodo ridículo, burlón, pero él no se quejó. No se quejaba nunca.

Cuando llegó, todavía éramos varios centenares. Él venía del Norte. Como cada uno de nosotros, al llegar, había entendido que su historia, tan desesperada, era igual que las nuestras. Algunos, a pesar de esa comprensión, no podían contenerse y lloraban constantemente a sus muertos en medio de nuestros muertos. Era la lacerante música de los últimos meses de la humanidad.

Muchos lloraban. Él no. De su historia personal, al llegar, no había contado nada.

Solo tras la muerte de Iorgos, cuando solo quedábamos dos, me confió, a mí nada más, unas palabras acerca de su pasado.

William Shakespeare había vivido varias vidas. Me dijo que nació en América, me dijo que vivió en París. Me dijo que, en una de esas vidas, escribió mucho.

Me dijo que su última vida transcurrió en Ámsterdam: allí amó por última vez, allí nacieron sus tres últimos hijos.

Cuando el Norte acabó de fundirse,

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