La tristeza de los ángeles (Trilogía del muchacho 2)

Jón Kalman Stefánsson

Fragmento

9788415631460-1

Nuestros ojos
son como gotas de lluvia

Ahora estaría bien dormir hasta que los sueños se conviertan en cielo, un cielo calmo donde revoloteen suavemente unas cuantas plumas de ángel y no haya nada más que la felicidad del que vive en la ignorancia de sí mismo. Pero el sueño rehúye a los muertos. Cuando se cierran nuestros ojos fijos no es el sueño lo que nos invade, sino los recuerdos. Primero llegan unos pocos con el brillo de su belleza plateada; sin embargo, enseguida se transforman en una tormenta de nieve oscura y asfixiante; así ha sido desde hace más de sesenta años. El tiempo pasa, la gente muere, los cuerpos se hunden en la tierra y ya no volvemos a saber de ellos. Y es que hay muy poco cielo aquí abajo, las montañas nos lo arrebatan, y los temporales, magnificados por esas mismas cumbres, son tan negros como el abismo. Sin embargo, a veces, cuando el cielo se despeja después de una de esas tormentas, creemos vislumbrar la estela blanca que han dejado los ángeles allá en lo alto, por encima de las nubes y las cimas, más allá de los errores y los besos de los hombres; una estela blanca como promesa de una gran felicidad. Esa promesa nos llena de una alegría infantil, y nuestro optimismo, sepultado desde hace largo tiempo, parece despertar un poco, aunque el desaliento y la desesperación también se vuelven más profundos. Así es, una luz intensa perfila sombras profundas, una alegría desbordante encierra, en alguna parte, una gran tristeza, y la felicidad del hombre parece condenada a sostenerse en el filo de una navaja. La vida es bastante simple, pero el ser humano no; lo que llamamos enigmas de la existencia no son más que las marañas y los bosques impenetrables que nos habitan. En algún lugar está escrito que la muerte tiene las respuestas, que ella libera la sabiduría ancestral de las cadenas que la aprisionan; esto, evidentemente, es un auténtico disparate. Lo que sabe mos, lo que hemos aprendido, no procede de la muerte sino de la poesía, de la desesperanza, en definitiva, de los recuerdos felices y las grandes traiciones. La sabiduría no se encuentra en nuestro interior; en su lugar albergamos algo que tiembla en lo más profundo de nuestro ser, y quizá sea más valioso. Hemos recorrido un largo camino, más largo que nadie, nuestros ojos son como gotas de lluvia: llenos de cielo, de aire puro y de la nada. Por eso no debes tener miedo de escucharnos. Aunque, si te olvidas de vivir, acabarás como nosotros: como un rebaño extraviado entre la vida y la muerte. Tan muerto, tan frío, tan muerto. Y, sin embargo, en algún lugar, lejos, en los confines del pensamiento, en lo más hondo de esa conciencia que da a los hombres su grandeza y su abyección, se vislumbra todavía una luz que titila y se niega a apagarse, se resiste a ceder bajo el peso de la oscuridad y la asfixia de la muerte. Esa luz nos alimenta y nos tortura, nos impele a seguir adelante en vez de tirarnos al suelo como animales desprovistos del don de la palabra y esperar lo que tal vez nunca llegará. La luz se mantiene trémula y seguimos adelante. Cierto, nuestros movimientos son inseguros, vacilantes, pero el objetivo es claro: salvar el mundo. Salvarte a ti y a nosotros con estas historias, con estos fragmentos de poemas y sueños que a lo largo de tanto tiempo han estado relegados al olvido. Vamos a bordo de una barca de remos carcomida y con nuestras redes enmohecidas nos disponemos a pescar estrellas.

Algunas palabras
son conchas en el tiempo,
y dentro de ellas
quizá esté tu recuerdo

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1

En alguna parte de esta cegadora tormenta de nieve y viento cae la noche y la oscuridad de abril se cuela entre los copos que se acumulan sobre el hombre y los dos caballos. Todo está blanco por la nieve y el hielo; sin embargo, se acerca la primavera. Los tres avanzan penosamente contra el viento del norte, que es el más fuerte en esa tierra, el hombre se inclina hacia delante sobre su montura, agarra con fuerza las riendas del otro animal; están completamente blancos, cubiertos de hielo. No van a tardar en convertirse en nieve, el viento del norte se los llevará antes de que llegue la nueva estación. Los caballos se hunden en la nieve blanda, el que va detrás carga un bulto que apenas se distingue, un baúl, pescado seco o dos cadáveres, y la oscuridad se hace más densa, aunque no llega a ser negra como boca de lobo, es abril a pesar de todo, y ellos persisten en su marcha gracias a esa obstinación, tan admirable como inútil, propia de los que viven en los confines del mundo habitable. Es cierto que la tentación de rendirse nunca desaparece; muchos lo hacen, dejan que la nieve les caiga encima día tras día, hasta quedar congelados: fin de la aventura. Se quedan quietos, sin más, y dejan que la nieve los sepulte con la esperanza de que una mañana el temporal amaine y el cielo vuelva a ser claro. Sin embargo, los caballos y el hombre todavía oponen resistencia, siguen adelante a pesar de que no parece existir nada más en el universo fuera de ese temporal, el resto se ha desvanecido, una nevada así borra los puntos cardinales, el paisaje, aunque detrás de los copos se esconden las altas montañas, las mismas que nos arrebatan un buen pedazo de cielo a los mortales incluso en los días más apacibles, cuando todo es azul y nítido, cuando hay pájaros, flores y, quizá, brilla el sol. Ellos ni siquiera levantan la cabeza cuando en la opacidad de la borrasca emerge el hastial de una casa. Enseguida aparece otro tejado. Luego un tercero. Y un cuarto. Pero ellos continúan lenta y fatigosamente, como si la vida y el calor no fueran ya de su incumbencia, como si nada importase ya excepto el movimiento mecánico. Se distingue un resplandor entre los campos nevados, la luz es un mensaje que envía la vida. Los tres llegan a una casa grande, el caballo que va montado se acerca al borde de los escalones, levanta la pata delantera derecha y cocea con ímpetu el peldaño más bajo, el hombre refunfuña, el animal para y quedan a la espera. El primer caballo va erguido, con las orejas atentas, mientras que el de detrás va cabizbajo, como sumido en profundas cavilaciones; los caballos piensan mucho, son los filósofos del reino animal.

Finalmente se abre la puerta y un chico aparece en el rellano, nada más salir entorna los ojos por el embate y se encoge bajo el soplo gélido del viento, aquí el clima lo rige todo, moldea nuestra vida como si fuera arcilla. ¿Quién anda ahí?, dice, y mira hacia abajo, el viento levanta la nieve y dificulta la visibilidad, ni el hombre ni los caballos responden, se quedan mirando y esperan, también el que va detrás con los fardos. El chico del rellano cierra la puerta y empieza a bajar con cuidado, tanteando con el pie los escalones resbaladizos, se detiene justo a la mitad, estira el cuello para ver mejor y entonces, por fin, el jinete deja escapar un sonido ronco y ahogado, como si limpiara la escarcha y las calumnias acumuladas en la superficie del lenguaje, luego abre la boca y pregunta: ¿y tú quién demonios eres?

El much

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