Bajo el árbol de los toraya

Philippe Claudel

Fragmento

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Contenido

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Créditos

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God knows how I adore life

When the wind turns

On a shore lies another day

I cannot ask for more.

Beth Gibbons

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Los toraya viven en la isla Célebes. Son un pueblo cuya existencia está obsesivamente marcada por la muer­te. Cuando fallece un toraya, la organización de su fu­ne­ral se prolonga durante semanas, meses, a veces años. Lo deseable es que asistan a la ceremonia todos los parientes del difunto, lo que puede suponer miles de personas desperdigadas por el archipiélago indonesio, o incluso fuera de él. El viaje, el alojamiento y la alimentación corren a cargo de sus familiares, que con frecuencia deben contraer fuertes deudas para poder respetar la tradición.

Para hospedar a los invitados se construyen casas de madera finas y gráciles como barcas. En previsión de los banquetes se compra ganado. Se sacrificarán cerdos y búfalos para acompañar al difunto. Durante todo ese tiempo se conserva el cuerpo de quien aún no es considerado un muerto, sino un enfermo, un to masaki, en la lengua de los toraya.

La tumba en la que será inhumado se excava directamente en la roca de ciertos acantilados sagrados. En esos sepulcros en forma de nicho descansan los restos de los miembros de una misma familia, custodiados por ídolos de madera. Al cabo de un tiempo, los ataúdes se pudren y se abren. Los huesos quedan espar­cidos por el suelo, mezclados con la tierra y las hojas.

En la primavera de 2012 recorrí la tierra de los to­raya. En su isla, que aún no conocía, volví a encontrar lo que siempre me ha gustado de Indonesia: sus gen­tes tranquilas y risueñas; sus paisajes ondulantes, a veces escarpados, con su muestrario infinito de verdes, desde el más claro hasta el más mate; su cielo, que puede ser amplio y azul y volverse vertical al día siguiente, un collage de altas nubes de plomo que revientan de pronto para dejar caer una lluvia cálida sobre bosques, caminos y arrozales; sus noches, que llegan temprano, repentinamente, y desencadenan un aquelarre de insectos y lagartos; el placer de tomarse una cerveza helada mientras saboreas un nasi goreng o unos satés de cabra en una acera, sentado en una silla de plástico pensada para un gnomo, o el de fumarse un kretek con aroma a nuez moscada y canela.

Cerca de un pueblo toraya situado en un claro, me mostraron un árbol peculiar. Imponente y majestuoso, se alza en una pendiente del bosque, a unos cientos de metros de las casas. Es una sepultura reservada a los niños de muy corta edad, fallecidos durante los primeros meses de vida. En el tronco del árbol se excava un hoyo. En su interior se deposita el pequeño cadáver envuelto en una sábana. El sepulcro leñoso se cierra con un entramado de ramas y tela. Lentamente, con el paso de los años, la madera del árbol vuelve a cerrarse y guarda el cuerpo del niño en su propio y enorme cuerpo, bajo su corteza soldada de nuevo. Comienza entonces el viaje que lo elevará poco a poco al cielo, según el pausado ritmo del crecimiento del árbol.

Nosotros enterramos a nuestros muertos. O los que­mamos. Nunca se nos habría ocurrido confiárselos a los árboles, aunque no nos faltan bosques ni imaginación. Pero nuestras creencias se han vuelto vacías, carentes de eco. Perpetuamos rituales que a la mayoría nos costaría mucho explicar. Nuestro mundo vive de espaldas a la muerte. Los toraya la han convertido en el centro del suyo. ¿Quién tiene razón?

Esa misma noche, mientras bebía cervezas y fumaba kreteks en el balconcito de mi habitación del hotel, volví a pensar en el árbol, en su madera, alimentada por huesos frágiles y carne desaparecida. Abajo, unas ancianas estadounidenses reían a carcajadas mientras acababan de cenar en la terraza del restaurante. Me ha­bía cruzado con ellas al regresar al hotel. Iban calzadas con deportivas rosa y vestían pantalones caqui de explorador llenos de bolsillos, camisas de algodón y chalecos de reportero de guerra. Sus cabezas estaban coronadas por cabellos blancos, malva y, en algún caso, violeta. Todas tenían la misma nariz rehecha, los mismos ojos estirados, los mismos labios rellenados. Habían alcanzado el tramo final de sus vidas, pero sus rostros exhibían los rasgos abstractos y esquemáticos característicos de las jóvenes artificiales, todas idénticas. Parecían muñecas escapadas de una tienda que vendiera artículos monstruosos a no se sabe qué clientela. Pensé en todas las estrategias inútiles que apli­camos a nuestros cuerpos para engañar al tiempo y a nuestros miedos.

Frente a mí, en la noche indonesia, mientras disfrutaba del aroma de los cigarrillos, adivinaba las siluetas más claras de los búfalos que, de pie en medio de los arrozales, dormitaban con la cabeza inclinada hacia el barro. La llovizna y una tenue bruma caían sobre sus cuerpos inmóviles. Parecían de otra época. Los sentía medio borrados. Pensé en la desaparición. En la llegada al mundo. En esa danza incoherente, unas veces hermosa y otras grotesca, que es nuestra vida. También en nuestro fin. Los sapos parloteaban. Unos murciélagos enormes libraban un duelo silencioso por encima de mi cabeza. Había cumplido cincuenta años tres meses antes. ¿Significaba eso algo?

Como de costumbre, tenía un libro al lado. Esa noche era El viaje nupcial, de Ismail Kadaré, que releo al menos cada dos años. Es una historia muy hermosa de promesas, muerte, fantasmas y cabalgadas. Y de in­vierno, la estación del año en la que siempre he sentido que me convierto en quien soy realmente. Tenía un cuaderno y una pluma —comprada más de diez años atrás en un mercado de Saigón— que hace honor a su nombre, porque es muy ligera. Ya no recuerdo si tomé notas mientras pensaba en el árbol y su corteza cerrada sobre los cuerpecillos invisibles. No estoy seguro: a veces, donde mejor se escribe es en la propia cabeza. Estaba entre dos películas, en ese difícil momento en que uno se cuestiona lo que hace y se pregunta si merece la pena hacerlo, si tiene algún sentido. Cuando uno está aún menos seguro de si debe continuar.

Mi último largometraje había obtenido una tibia acogida. El público no había abarrotado las salas. Había corrido mejor suerte en el extranjero, en la decena de países en los que se había estrenado y a los que yo lo había acompañado para responder una y otra

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