Polvo y sombra (Subjefe Rocco Schiavone 6)

Antonio Manzini

Fragmento

cap-1

DOMINGO

Hacía una media hora que las luces del atardecer se habían apagado y el aire era fresco y agradable. Algún que otro rezagado volvía a casa a paso rápido. Él, sin embargo, seguía allí parado, en la acera de via Brean. No se decidía. Bastaba con cruzar la calle y llamar al interfono, el resto vendría solo. Pero no lograba dar aquel pequeño paso. Con las manos en los bolsillos, seguía arrugando el trocito de papel con la dirección: via Brean 12, Estudio Eme.

¿Qué le impedía moverse? ¿Quién le había clavado las suelas a la acera?

—Hola, amigo, ¿tú quiere?

Esa voz hizo que se diera la vuelta. Un africano cargado de paquetes envueltos en celofán le ofrecía unos calcetines de hilo de Escocia.

—¿Cómo estás? Diez euros, amigo...

Y le tendió la mano libre, que Marco estrechó como un autómata.

—Entonces, ¿querer? ¡Diez euros!

Marco negó con la cabeza.

—¿Me das alguna muneda? Para café.

Marco asintió, pero permaneció allí plantado con las manos en los bolsillos, inmóvil, cual centinela con una consigna precisa, como un poste de luz en medio de la calle. El negro esperaba y lo miraba, luego sonrió con sus blancos dientes y negó con la cabeza un par de veces.

—Amigo, ¿dar muneda? —repitió.

Lentamente, Marco sacó la cartera. Dentro había dos billetes de cincuenta y uno de diez. Cogió el de diez euros y se lo tendió. El vendedor agarró el dinero sin rechistar y a cambio soltó los calcetines, que Marco cogió sin mirar.

—Adiós, amigo...

Y, con paso desgarbado, se marchó.

Marco volvió a fijarse en el número 12. Un edificio de ladrillo visto de dos plantas, con una puerta de cristal y hierro forjado, sin portero, el interfono en el lado derecho.

«¿Qué hora es?», se preguntó.

Las ocho y cuarto. ¿Cuál era el horario? ¿De tres a nueve de la noche, o de tres a ocho? Tal vez ya se había marchado. Sacó el móvil y llamó de nuevo al número que había marcado a las diez de la mañana. Esperó hasta que saltó el contestador. «Hola... Me llamo Sonya... Me encontrarás en via Brean, esquina con via Monte Grivola. Ven... Soy una latina linda y caliente, y tengo una ciento cinco de pecho. Siempre estoy acá, esperándote para hacerte cositas que te gustan... ¿Quieres mimitos? ¿Quieres hacer el amor largo rato? ¿Doble penetración? Y además tengo una sorpresa para ti. Todo lo que tú quieras... Ambiente relajado y limpio... Ven hoy, domingo, de tres a nueve, a via Brean 12 y llama al Estudio Eme... Eme de Milán... Chau, mi amor, ¡te espero!»

Todavía estaba a tiempo. Pero seguía sintiendo un vacío en el estómago y sus piernas no se movían del sitio. Tal vez porque se había imaginado la escena muchas veces. Ella esperándolo en corsé, con liguero y medias de color negro ahumado. Sólo las braguitas, nada de sujetador. Los pezones oscuros bajo las transparencias del negligé, mientras se contoneaba hacia él sobre unos tacones de vértigo que golpeaban el suelo. La boca carnosa, los ojos entornados, el pelo negro y suelto, un perfume a flores y a pan recién hecho. Lo invitaba a sentarse en la cama, lo besaba, lo desnudaba, lo montaba durante horas azotándole la cara con sus pechos enormes. Pero en el fondo, en un rincón de la conciencia, sabía muy bien que para tirarse a una como Sophia Loren en Ayer, hoy y mañana hacía falta mucho más que un anuncio en «¡Agrado, citas online!». A saber lo que se encontraría en el Estudio Eme de via Brean. En la página había una foto, pero ¿sería auténtica? Mostraba a una mujer en bragas y sujetador, con la cara oculta. Y aquella frase, «una sorpresa para ti», era lo que más lo excitaba.

Marco no aguantaba más. Con cincuenta y dos años cumplidos, casado desde hacía veinticinco y con tres hijos, llevaba dos años sin hacerlo. Barbara le había cerrado el grifo, había decretado el embargo desde que los sofocos y los cambios bruscos de humor habían reemplazado las sonrisas y las caricias. Ya no le interesaba el sexo; él, en cambio, seguía con las mismas ganas que en tiempos del instituto. Dos años en dique seco, eso si no contaba una felación a medias que, nueve meses atrás, en el congreso de calderas de Florencia, le había practicado una representante de grifería de Grosseto mientras él, borracho como una cuba, cantaba We Are the Champions! en la piazza della Signoria. Ni se acordaba del nombre de la tía, y tampoco había sido nada del otro mundo. A pesar de todo, antes de marcar el número de Sonya se lo había pensado durante semanas. Había estado varias veces en un tris de hacerlo, móvil en mano, pero luego se echaba para atrás. Por la noche soñaba con aquel encuentro, y por la mañana se despertaba con una erección tan dolorosa que tenía que correr al cuarto de baño a calmarla antes del desayuno.

Tenía que follar.

En la tienda, sus dos compañeros, Giorgio y Andrea, no hacían más que hablar de amantes, casadas insaciables y divorciadas siempre disponibles. Él se limitaba a sonreír y a pensar en Barbara, que había sustituido hacía mucho las combinaciones y la lencería a juego por pijamas anchos con ositos o viejas camisetuchas descoloridas de su negocio de fontanería. Adiós a los zapatos de tacón para hacer sitio a las bailarinas deformadas o las chanclas de andar por casa; la peluquería, un recuerdo lejano. Marco había intentado plantear la situación varias veces, pero era como discutir con una pared. También había sido inútil la escapadita a las termas de Pré-Saint-Didier con la esperanza de que el agua caliente y los masajes reavivaran en su mujer, al menos por una noche, cierto deseo natural. En vez de eso, a las nueve y media ya estaba dormida. De nada habían servido los regalos que le había hecho la Navidad pasada. Barbara había devuelto a la tienda las medias, los ligueros de encaje y las combinaciones y los había cambiado por un buen albornoz amarillo para Ginevra, su hija pequeña, y un par de toallas azules. A medida que la frustración aumentaba, también lo hacía el deseo, y Marco ya no sabía a qué recurrir. Por eso se encontraba en esos momentos allí, en la acera, mirando embobado el número de la casa de una cualquiera que por cien euros le ofrecía media hora de piel, perfume y palabras susurradas al oído.

«Estoy en mi derecho —pensaba—. Tengo necesidades. Joder, ¡ni que estuviera muerto!»

Pero entonces, ¿qué lo retenía allí como un pasmarote?

El miedo.

El miedo que arrastraba desde que había tomado aquella decisión. El miedo a estrechar el cuerpo desnudo de una extraña, a percibir su olor y, sobre todo, el miedo a que alguien lo viera. Aosta no era Nueva York. En aquel edificio no conocía a nadie, pero él tenía una tienda, los clientes entraban y salían. ¿Y si llamaba al Estudio Eme y, justo cuando la tipa cacareaba por el altavoz «Pasa, corazón, te estaba esperando caliente y lista», salía del edificio una madre con sus retoños? Quedaría como un capullo integral. ¿Y si un vecino lo miraba con mala cara, como diciendo: «Pero si yo a éste lo conozco. ¿Qué hace aquí? ¿No tiene una tienda de accesorios de baño?» Los rumores corren, ya se sabe. Y en menos de tres días todo el mundo se habría enterado. Incluida su mujer. Y peor aún, Ginevra. En el instituto se burlarían de ella durante años con la cantinela: «¡Tu padre es un putero! ¡Tu padre es un putero!» ¿C

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