La vida verdadera

Adeline Dieudonné

Fragmento

Capítulo 2

Detrás de nuestro jardín estaba el bosque de los Colgaditos, un valle verde y marrón, dos cuestas que formaban una gran «V» en cuyo vértice se acumulaban las hojas muertas. Y al fondo, medio enterrada por las hojas muertas, estaba la casa de Monica. Gilles y yo íbamos a visitarla a menudo. Nos había contado que aquella «V» era el zarpazo de un dragón: un dragón que había hecho el valle porque se había vuelto loco de tristeza. Hacía mucho tiempo de todo aquello. Monica explicaba los cuentos muy bien. Su larga melena gris danzaba sobre las flores de su vestido y las pulseras tintineaban en sus muñecas.

—Hace un montón, un montón de tiempo, no lejos de aquí, en una montaña que ya no existe, vivía una pareja de dragones gigantescos. Se querían tanto que por la noche cantaban unas melodías extrañas y preciosas como sólo los dragones saben cantar. Pero los hombres de la llanura tenían miedo. Y no conseguían conciliar el sueño. Una noche, mientras los dos enamorados dormían saciados de tanto cantar, aquellos hombres malvados llegaron sigilosamente con antorchas y horcas de labrador y mataron a la hembra. El macho, loco de pena, carbonizó la llanura entera, hombres, mujeres y niños incluidos. No quedó nadie con vida. Luego, empezó a dar grandes zarpazos en el suelo. Y así fue como se formaron los valles. Con el tiempo, la vegetación volvió a crecer y los hombres regresaron, pero las huellas de los zarpazos permanecieron allí.

Los bosques y los campos de los alrededores estaban sembrados de cicatrices más o menos profundas.

A Gilles le daba miedo esta historia.

Algunas noches se acurrucaba en mi cama porque creía oír el canto del dragón. Yo le explicaba que no era más que un cuento, que los dragones no existían. Que Monica contaba aquello porque le encantaban las leyendas, pero que no todo era verdad. Aunque no dejaba de albergar una ligera duda en mi interior. Y cuando mi padre regresaba de una de sus cacerías, siempre temía que lo hiciera con un trofeo de dragón hembra. Pero para tranquilizar a Gilles me hacía la adulta y le susurraba: «Los cuentos sirven para meter dentro las cosas que nos dan miedo, así nos aseguramos de que no sucedan en la vida verdadera.»

Me gustaba quedarme dormida con la cabecita de mi hermano justo debajo de la nariz para notar el olor de su pelo. Gilles tenía seis años, yo tenía diez. Normalmente, entre hermanos y hermanas hay discusiones, celos, gritos, berridos, tundas. Entre nosotros, no. Yo quería a Gilles con la ternura de una madre. Le daba consejos, le explicaba todo lo que sabía, era mi misión de hermana mayor. La forma de amor más pura que existe. Un amor que no pide nada a cambio. Un amor indestructible.

Gilles nunca dejaba de reír mostrando sus dientecitos de leche. Y su risa me daba calor, una y otra vez, como una minicentral eléctrica. Entonces le hacía marionetas con calcetines viejos, me inventaba historias divertidas, creaba espectáculos sólo para él. También le hacía cosquillas. Para oírlo reír. La risa de Gilles podía curar todos los males.

La casa de Monica estaba medio cubierta por la hiedra. Era hermosa. A veces, le daba el sol a través de las ramas, como si unos dedos la acariciasen. Nunca vi los dedos del sol sobre mi casa. Ni sobre las otras casas del barrio. Vivíamos en una urbanización llamada la Demo: una cincuentena de chalets grises alineados como lápidas. Mi padre la llamaba «la Demonstruosa».

En los años sesenta, había un campo de trigo en los terrenos de la Demo. A principios de los setenta, la urbanización creció como una verruga en menos de seis meses. Fue un proyecto piloto, el último grito en tecnología del prefabricado. La Demo. Una demo de vete tú a saber qué. Supongo que, en su momento, los que la construyeron pretendían demostrar alguna cosa. Quizá por entonces tuviera pinta de algo. Pero veinte años después sólo quedaba lo monstruoso. Lo bonito, si alguna vez existió, se lo había llevado la lluvia. La calle dibujaba un gran cuadrado con casas dentro y casas fuera. Y a su alrededor estaba el bosque de los Colgaditos.

Nuestra casa, situada en una esquina, era una de las de fuera. Estaba un poco mejor que las otras porque era la que el arquitecto de la Demo se había reservado para él. Pero no había vivido allí mucho tiempo. Era más grande que las demás. También más luminosa, con amplios ventanales. Y tenía un sótano. Parece estúpido dicho así, pero un sótano es importante: impide que el agua de la tierra suba por las paredes y las pudra. Las casas de la Demo olían como una vieja toalla enmohecida y olvidada en la bolsa de la piscina. La nuestra no olía mal, pero estaban los cadáveres de los animales. A veces me preguntaba si no habría sido mejor una casa que apestara.

También teníamos un jardín más grande que los demás. Con una piscina inflable en el césped. Parecía una mujer obesa dormitando al sol. En invierno, mi padre la vaciaba y la guardaba. Dejaba un gran círculo de hierba marrón. Y al fondo del jardín, justo antes del bosque, estaba el corral de las cabritas: un talud cubierto de romero rastrero. Teníamos tres cabritas: Biscote, Josette y Nuez Moscada. Pero pronto iban a ser cinco porque Nuez Moscada estaba preñada.

Un buen día, mi madre había traído un macho cabrío para el apareamiento, lo que había provocado una fuerte discusión con mi padre. A veces pasaba algo curioso con mi madre: cuando se trataba de sus cabras, le salía de las entrañas una especie de instinto maternal que le daba fuerzas para enfrentarse a su marido. Y cuando eso sucedía, mi padre acababa poniendo siempre cara de maestro superado por su discípulo. Con la boca abierta, buscaba en vano una réplica. Sabía que cada segundo que pasara demolería un poco más su autoridad como una bola de derribo demuele un inmueble devorado por un hongo letal. Su boca abierta se torcía ligeramente y emitía una especie de gruñido que olía a madriguera de mofeta. Entonces mi madre comprendía que había ganado. Por supuesto, lo acabaría pagando de algún modo, pero aquella victoria era suya y sólo suya. Luego, sin dar muestras de sentirse especialmente satisfecha, volvía a sus actividades de ameba.

Nuez Moscada estaba preñada, y Gilles y yo estábamos sobreexcitados ante la inminencia del parto. Aguardábamos impacientes cualquier señal que anunciara la llegada de los cabritos. Mi hermano se reía al escuchar la explicación que yo le daba sobre el nacimiento de las crías:

—Le saldrán por la patatita. Nos parecerá que está haciendo caca, pero en vez de boñigas le saldrán dos bebés cabra.

—Pero ¿cómo han entrado en su barriga?

—No han entrado, los ha fabricado con el macho cabrío. Estaban muy enamorados.

—Pero si el macho cabrío no se quedó ni un día entero, si casi no se conocían. No podían estar enamorados.

—¿Cómo que no? Se llama «flechazo».

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