Historia del cerco de Lisboa

José Saramago

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Cita
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Notas
Notas de la conversión
Sobre el autor
Créditos
Dedicatoria

A Pilar

Cita

Mientras no alcances la verdad, no podrás

corregirla. Pero si no la corriges, no la

alcanzarás. Mientras tanto, no te resignes.

Del Libro de los Consejos

01

Dijo el corrector, Sí, el nombre de este signo es deleátur, se usa cuando necesitamos suprimir y borrar, la misma palabra lo dice, y tanto vale para letras sueltas como para palabras completas, Me recuerda una serpiente que se hubiera arrepentido en el momento de morderse la cola, Bien visto, sí señor, realmente, por muy agarrados que estemos a la vida, hasta una serpiente vacilaría ante la eternidad, Vuélvame a hacer el dibujo, pero lentamente, Es facilísimo, sólo hay que cogerle el tranquillo, uno que mirara distraído creería que la mano va a trazar el terrible círculo, pero no, repare en que no terminé el movimiento aquí donde lo había iniciado, pasé al lado, por dentro, y voy ahora a seguir hacia abajo hasta cortar la parte inferior de la curva, realmente, lo que parece es la letra Q mayúscula, nada más, Qué pena, un dibujo que prometía tanto, Contentémonos con la ilusión del parecido, aunque, en verdad le digo, y perdone que me exprese en estilo profético, donde siempre estuvo el interés de la vida es en las diferencias, Qué tiene que ver eso con la corrección tipográfica, Los autores viven en las alturas, no malgastan su precioso saber en displicencias e insignificancias, letras heridas, cambiadas, invertidas, que así clasificábamos sus defectos en la época de la composición manual, diferencia y defecto, entonces, era todo uno, Confieso que mis deleátures son menos rigurosos, un rasgo me basta, confío en la sagacidad de los tipógrafos, esa tribu colateral de la edípica y celebrada familia de los farmacéuticos, capaces incluso de descifrar lo que ni siquiera llegó a escribirse, Y que vengan luego los correctores a resolver los problemas, Sois nuestros ángeles guardianes, en vos nos confiamos, usted, por ejemplo, me recuerda a mi extremosa madre, que me hacía y rehacía la raya del pelo hasta que quedaba como trazada con tiralíneas, Gracias por la comparación, pero, si su señora madre ha muerto ya, más le valía que empezara ahora a perfeccionarse por su cuenta, que siempre llega el día en que hay que corregir más en el fondo, Corregir, corrijo yo, pero las peores dificultades las resuelvo de manera expedita, escribiendo una palabra encima de otra, Ya me he dado cuenta, No lo diga con ese tono, que dentro de lo que cabe, hago lo que puedo, y quien hace lo que puede, No está obligado a más, sí señor, sobre todo, como en su caso, cuando falta el gusto por la modificación, el placer del cambio, el sentido de la enmienda, Los autores enmiendan siempre, somos los eternos insatisfechos, No hay más remedio, que la perfección tiene morada exclusiva en el reino de los cielos, pero el enmendar de los autores es otro, problemático, muy diferente de este nuestro, Quiere usted decir a su modo que la secta revisora gusta de lo que hace, No me atrevo a ir tan lejos, depende de la vocación, y corrector de vocación es fenómeno desconocido, aun así, lo que parece demostrado es que, en lo más secreto de nuestras almas secretas, nosotros, los correctores, somos voluptuosos, Eso sí que jamás lo había oído, Cada día trae su alegría y su pena, y también su provechosa lección, Habla por experiencia propia, Se refiere a la lección, Me refiero a la voluptuosidad, Claro que hablo por experiencia propia, alguna habría de tener, qué se cree, pero también me he beneficiado de la observación de los comportamientos ajenos, que es ciencia moral no menos edificante, Ciertos autores del pasado, de juzgarlos por su criterio, serían gente de esa especie, correctores magníficos, estoy acordándome de las pruebas revisadas por Balzac, un deslumbre pirotécnico de correcciones y añadidos, Lo mismo hacía nuestro doméstico Eça de Queirós, para que no quede sin mención un ejemplo patrio, Se me ocurre ahora que tanto Eça como Balzac se sentirían los más felices de los hombres, en los tiempos de hoy día, ante un ordenador, interpolando, transponiendo, recorriendo líneas, cambiando capítulos, Y nosotros, lectores, nunca sabríamos por qué caminos anduvieron y dónde se perdieron antes de alcanzar la forma definitiva, si es que tal cosa existe, Bueno, bueno, lo que cuenta es el resultado, de nada sirve conocer los tanteos y vacilaciones de Camões y Dante, Es usted un hombre práctico, moderno, está viviendo ya en el siglo veintidós, A ver, dígame, los otros signos llevan también nombres latinos, como ese deleátur, Si los llevan, o los llevaron, no lo sé, no llega a tanto mi ciencia, quizá eran tan difíciles de pronunciar que se perdieron, En la noche de los tiempos, Perdóneme si le contradigo, pero yo no emplearía esa frase, Supongo que por ser un tópico, Ni hablar de eso, los tópicos, las frases hechas, las muletillas, las palabras de relleno, las sentencias de almanaque, los adagios y los proverbios, todo puede parecer novedad a condición de que sepan manejarse adecuadamente las palabras que están antes y después, Entonces por qué no diría usted noche de los tiempos, Porque los tiempos dejaron de ser noche de sí mismos cuando la gente empezó a escribir, o a corregir, repito, que es obra de otro refinamiento y otra transfiguración, Me gusta la frase, A mí también, principalmente porque es la primera vez que la digo, la segunda tendrá ya menos gracia, Se habrá convertido en un lugar común, O tópico, que es vocablo erudito, Creo percibir en sus palabras cierta amargura escéptica, Véalas más bien como un escepticismo amargo, Quien dice una cosa dice la otra, Pero no dirá lo mismo, los autores solían tener buen oído para estas diferencias, Quizá se me estén endureciendo los tímpanos, Perdone, fue sin intención, No soy susceptible, además, dígame por qué se siente tan amargado, o escéptico, como quiera, Piense usted en la vida cotidiana de los correctores, piense en la tragedia de tener que leer una vez, dos, tres, cuatro o cinco veces, libros que, Probablemente no merecerían ni una sola lectura, Que conste que no he sido yo quien ha proferido tan graves palabras, sé muy bien cuál es mi lugar en la sociedad de las letras, voluptuoso, sí, pero también respetuoso, No veo dónde está eso tan terrible que yo he dicho, a mí me parecería la conclusión obvia de su frase, de aquellos elocuentes puntos suspensivos, pese a no vérseles las reticencias, Si quiere saberlo, vaya a los autores, provóquelos con la media frase mía y la media suya, y verá cómo le responden con el aplaudido apólogo de Apeles al zapatero, cuando el operario indicó el error en la sandalia de una figura y, después, tras comprobar que el artista había enmendado el error, se aventuró a opinar sobre la anatomía de la rodilla, Fue entonces cuando Apeles, furioso con el impertinente, le dijo Zapatero a tus zapatos, frase histórica, A nadie le gusta que le vengan con lecciones, En ese caso tenía razón Apeles, pero la tentación del zapatero es la más común entre los humanos, en fin, sólo el corrector aprendió que su trabajo de corregir es el único que nunca se acabará en el mundo, Ha sentido muchas tentaciones de zapatero al corregir mi libro, La edad nos trae una buena cosa que es una cosa mala, nos calma, y las tentaciones, incluso las imperiosas, nos resultan menos urgentes, En otras palabras, ve el defecto en la sandalia, pero calla, No, pero el error de la rodilla lo dejo pasar, Le gusta el libro, Me gusta, sí, Lo dice con poquísimo entusiasmo, Tampoco lo he notado en su pregunta, Cuestión de táctica, el autor, por mucho que le cueste, ha de exhibir cierto aire de modestia, Modesto, siempre lo habrá de ser el corrector, y, si un día le dio por no serlo, con eso se obligó a ser, en figura humana, la suma perfección, No ha corregido la frase, tres veces la palabra ser, es imperdonable, reconózcalo, Deje la sandalia en paz, que el habla todo lo disculpa, Bueno, pero lo que no le perdono es la avaricia de la opinión, Le recuerdo que los correctores son gente sobria, han visto ya mucha literatura y vida, Mi libro, se lo recuerdo, es de historia, Así lo designarían sin duda, de acuerdo con la clasificación tradicional de los géneros, pero no siendo mi propósito apuntar otras contradicciones, en mi modesta opinión es literatura todo lo que no es vida, La historia también, La historia sobre todo, y no se ofenda, Y la pintura, y la música, La música anda resistiéndose desde que nació, unas veces va, otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero vuelve siempre a la obediencia, Y la pintura, Bueno, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles, Espero que no olvide que la humanidad empezó a pintar mucho antes de saber escribir, Conoce aquel refrán «si no tienes perro, caza con el gato», en otras palabras, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los chiquillos, Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, Sí señor, como el hombre, con otras palabras, ya lo era antes de serlo, Me parece un punto de vista bastante original, No lo crea, el rey Salomón, que vivió hace tanto tiempo, ya afirmaba entonces que no había nada nuevo bajo el sol, y si ya en aquellas épocas tan remotas lo decían, qué no diremos hoy, pasados treinta siglos, si no me falla la memoria de la enciclopedia, Es curioso, yo pese a ser historiador, si me hicieran la pregunta así de repente, no recordaría que hubiera vivido hace tantos años, Es lo que tiene el tiempo, corre y no nos damos cuenta, anda uno ocupado en sus cosas, de pronto se le ocurre y exclama Dios mío, cómo pasa el tiempo, parece que era hoy aún cuando estaba Salomón vivo, y han pasado ya tres mil años, Tengo la impresión de que ha equivocado usted la vocación, lo que debía ser es filósofo, o historiador, tiene el talento y la pinta que tales artes requieren, Me falta la preparación, señor, qué puede hacer un pobre hombre sin preparación, mucha suerte ha sido el haber venido al mundo con toda mi genética concertada, aunque, por así decirlo, en bruto, y luego sin más pulimento que las primeras letras, que resultaron ser las únicas, Podía presentarse como autodidacta, producto de su propio y digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antes la sociedad se enorgullecía de sus autodidactas, Eso se acabó, vino lo del desarrollo y se acabó, los autodidactas somos vistos con malos ojos, sólo quienes escriben versos o historias para distraer están autorizados para ser y seguir siendo autodidactas, suerte que tienen, pero yo, se lo confieso, nunca tuve maña para la creación literaria, Pues métase a filósofo, hombre, Es usted un humorista de fino espíritu, señor, y cultiva magistralmente la ironía, hasta me pregunto cómo se ha dedicado a la historia siendo tan grave y profunda ciencia, Soy irónico sólo en la vida real, Razón tenía yo al pensar que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más, Pero la historia fue la vida real en el tiempo en que aún no podía llamársele historia, Está seguro, Realmente es usted un interrogante con piernas y una duda con brazos, Sólo me falta la cabeza, Cada cosa a su tiempo, el cerebro fue lo último que se inventó, Es usted un sabio, No exagere, mi querido amigo, Quiere ver las últimas pruebas, No vale la pena, las correcciones de autor están ya hechas, el resto es la rutina de la corrección final, en sus manos queda, Gracias por la confianza, Muy merecida, Entonces, cree usted realmente que la historia es la vida real, Creo que sí, Que la historia fue vida real, quiero decir, No le quepa la menor duda, Qué sería de nosotros si no existiese el deleátur, suspiró el corrector.

02

Cuando sólo una visión mil veces más aguda que la que la naturaleza puede dar sería capaz de distinguir por el oriente del cielo la diferencia inicial que separa la noche de la madrugada, despertó el almuédano. Despertaba siempre a esta hora, según el sol, y le daba igual que fuese verano como invierno, y no precisaba de ningún artefacto de medir el tiempo, sólo de una infinitesimal mudanza en la oscuridad del cuarto, el presentimiento de la luz sólo adivinada en la piel de la frente, como un tenue soplo que pasara sobre las cejas o la primera y casi imponderable caricia que, por lo que se sabe o cree, es arte exclusivo o secreto, hasta hoy no revelado, de aquellas hermosísimas huríes que esperan a los creyentes en el paraíso de Mahoma. Secreto, y también prodigio, si no misterio impenetrable, es la virtud que ellas tienen de rehacer la virginidad apenas la pierden, bienaventuranza suprema, por lo visto, en la vida eterna, lo que definitivamente viene a demostrar que no se acaban con éste los trabajos propios y ajenos, otrosí los sufrimientos inmerecidos. El almuédano no abrió los ojos. Podía continuar tendido algún tiempo aún, mientras el sol, muy lentamente, se venía acercando desde el horizonte de la tierra, pero tan lejos de llegar que ningún gallo de la ciudad había alzado aún la cabeza para indagar los movimientos de la mañana. Cierto es que ladró un perro, sin resultado, que los demás dormían, tal vez soñando que en sueños ladraban. Es un sueño, pensaban, y se dejaban quedar durmiendo, rodeados por un mundo poblado de olores sin duda estimulantes, pero ninguno tan urgente que los hiciese despertar en sobresalto, el olor inconfundible de la amenaza o del miedo, por no dar sino estos ejemplos elementales. El almuédano se levantó tanteando en la oscuridad, encontró la ropa con que acabó de cubrirse y salió del cuarto. La mezquita estaba silenciosa, sólo los pasos inseguros resonaban bajo los arcos, un arrastre de pies cautelosos, como si temieran ser engullidos por el suelo. A cualquier otra hora del día o de la noche jamás experimentaba esa angustia ante lo invisible, sólo en el momento matinal, éste, en que iría a subir la escalera del alminar para llamar a los fieles a la primera oración. Un escrúpulo supersticioso representaba en su imaginación la grave culpa de que siguieran los moradores durmiendo cuando estaba ya el sol sobre el río, y despertando supitaños, aturdidos por la luz clara, preguntaren a gritos dónde estaba el almuédano que no había alzado su clamor a la hora propia, alguien más caritativo diría, Por su mal estará enfermo, y no era verdad, que había desaparecido, sí, llevado hasta el interior de la tierra por un genio de las tinieblas mayores. La escalera, de caracol, era trabajosa de ascender, tanto más cuanto que este almuédano iba viejo ya, felizmente no precisaba que le vendasen los ojos como a las mulas de las norias se hace para que no les dé el mareo. Cuando llegó a lo alto sintió en la cara el frescor de la mañana y la vibración de la luz del alba, sin color aún, que no puede tenerlo aquella pura claridad que antecede al día y va a tocar la piel, estremecida sutilmente, como si de unos dedos invisibles se tratara, impresión única que hace pensar si la desacreditada creación divina no será en definitiva, para humillación de escépticos y ateos, un irónico hecho de la historia. El almuédano corrió la mano, lentamente, a lo largo del parapeto circular hasta dar con la marca, esculpida en la piedra, que señalaba la dirección de La Meca, Ciudad Santa. Estaba dispuesto. Unos instantes más para dar tiempo al sol de asomar a los balcones de la tierra su primer aura, y también para aclarar la voz, pues la ciencia proclamativa de un almuédano ha de quedar patente desde el primer grito, y en él ha de mostrarse, no cuando ya la garganta se ha suavizado con el trabajo del habla y el consuelo de la comida. A los pies del almuédano hay una ciudad, más abajo un río, todo duerme aún, pero con inquietud. Empieza la mañana a moverse sobre las casas, la piel del agua se vuelve espejo del cielo, y entonces el almuédano inspira hondo y grita, agudísimo, Allahu akbar, pregonando a los aires la sobre todas grandeza de Dios, y repite, como gritará y repetirá las fórmulas siguientes, en extático canto, tomando al mundo por testigo de que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es el enviado de Alá, y en habiendo dicho estas verdades esenciales llama a la oración, Venid al azalá, pero siendo el hombre de naturaleza perezoso, aunque creyente en el poder de Aquel que nunca duerme, el almuédano reprende caritativo a aquellos a quienes los párpados aún pesan, La oración es mejor que el sueño, As-sala-tu jay-run min an-nawn, para quienes en esta lengua lo entienden, y concluyó al fin proclamando que Alá es el único Dios, La ilaha illa llah, pero ahora una sola vez, que es cuanto basta si se trata de verdades definitivas. La ciudad murmura las oraciones, el sol apuntó e ilumina las azoteas, no tardarán en aparecer los moradores en los patios. El alminar está a plena luz. El almuédano es ciego.

No lo ha descrito así el historiador en su libro. Sólo decía que el muecín subió al minarete y convocó desde allí a los fieles a la oración en la mezquita, sin detalles ocasionales, si era mañana o mediodía, o si estaba poniéndose el sol, porque, ciertamente, en su opinión, el menudo pormenor no importaría a la historia, sólo que quedase el lector sabiendo que el autor conocía de las cosas de aquel tiempo lo bastante para hacer de ellas responsable mención. Y esto le deberíamos agradecer porque su tema, siendo de guerra y de cerco, y por tanto de virilidades superiores, dispensaría bien las delicuescencias de la oración, que es de las situaciones la más sujeta, pues en ella se entrega el rezador sin lucha, rendido por una vez. Aunque, para que no quede sin examen y consideración lo que sería contrario a esta oposición entre oración y guerra, se podría recordar ya aquí, estando el tiempo tan próximo y siendo tantos y tan preclaros los testimonios aún vivos, se podría recordar aquí, repetimos, aquel milagro de Ourique, celebérrimo, cuando Cristo se apareció al rey portugués y éste le gritó, mientras el ejército postrado en el suelo lloraba, A los infieles, Señor, a los infieles, y no a mí, que creo lo que podéis, pero Cristo no quiso aparecerse a los moros, y lástima fue, que en vez de crudelísima batalla podríamos, hoy, registrar en estos anales la conversión maravillosa de los ciento cincuenta mil bárbaros que al fin perdieron allí la vida, un desperdicio de almas que clama al cielo. Es así, que no todo se puede evitar, y nunca a Dios faltamos con nuestros buenos consejos, pero tiene el destino sus leyes inflexibles, y cuántas veces con inesperados y artísticos efectos, como fue este de haber podido aprovechar Camoens el inflamado grito, distribuyéndolo tal cual en dos versos inmortales. Es bien verdad que en la naturaleza nada se crea y nada se pierde, todo se aprovecha.

Eran buenos aquellos tiempos, para recibir satisfacción, no teníamos más que pedir con las palabras apropiadas, incluso en casos difíciles, por así decir ya desahuciado el paciente y sin esperanza de remedio. Ejemplo de esto es este mismo rey, que, habiendo nacido encogido de piernas, o con ellas atrofiadas, en el decir de ahora, fue extraordinariamente sanado, sin que médico alguno le hubiera puesto la mano encima, y, si la pusieron, de nada le sirvió. E incluso, sin duda por ser persona llamada a la realeza, no hay señales de que fuera preciso importunar a altas potestades, a la Virgen y al Señor nos referimos, ni a los ángeles de la sexta jerarquía, para que se produjese el salutífero suceso gracias al cual, se sabe ya, tuvo tal vez Portugal su independencia. Fue el caso que estando dormido en su cama Don Egas Moniz, ayo del niño Afonso, apareció ante él Santa María en visión y dijo, Don Egas Moniz, duermes, y él, que no sabía si soñaba o estaba despierto, preguntó, para estar seguro, Señora, quién sois vos, y ella respondió, con buenos modos, Yo soy la Virgen, y te mando que vayas a Carquere, que queda en el concejo de Resende, y cava en ese lugar y hallarás una iglesia que en otro tiempo fue iniciada en mi nombre, y hallarás también una imagen mía, y restáurala, que bien lo necesita tras tan triste abandono, y luego harás allí vigilia, y pondrás al niño en el altar, y has de saber que en ese instante quedará sano y curado, y cuídalo bien luego, que mi Hijo sé que tiene idea de darle cargo de destruir a los enemigos de la fe, y claro está que no podría hacerlo así de piernas cortas. Despertó Don Egas Moniz lo más alegre que se puede, reunió al personal y, caballero en su mula, fue desde allí a Carquere y mandó cavar en el lugar indicado por la Virgen, y allá estaba la iglesia, pero la sorpresa es nuestra, no de ellos, porque en aquellos benditos tiempos no eran nunca gratuitos o engañosos los avisos superiores. Verdad es que no cumplió Don Egas precisamente los dictados de la Virgen, que muy explicado quedó que fue ella quien le mandó que allí cavase, entendemos nosotros que con sus propias manos, y va él, y qué hizo, dio orden de que otros cavasen, siervos de la gleba, probablemente, ya en aquellos tiempos había estas desigualdades sociales. Agradecemos a la Virgen que no fuera puntillosa hasta el punto de hacer que se encogieran otra vez las piernas del chiquillo Afonso, porque, así como hay milagros para el bien, también los ha habido para el mal, y sean testimonio aquellos infelices puercos de la Escritura que se lanzaron al precipicio cuando el buen Jesús les metió en el cuerpo los demonios que en el endemoniado estaban, de lo que resultó que padecieron martirio los inocentes animales, y sólo ellos, pues mucho mayor fue la caída de los ángeles rebeldes, luego demonios, cuando lo del motín y, que se sepa, no murió ninguno, con lo que no se puede perdonar la imprevidencia de Dios Nuestro Señor, que por esta desatención dejó escapar la ocasión de acabar con su raza de una vez, de buen consejo es el proverbio que avisa, Quien a enemigo perdona de su mano muere, ojalá no tenga Dios que arrepentirse un día, que será tarde de más. Aun así, si en ese fatal instante tuviere tiempo de recordar su vida pasada, esperemos que se haga la luz en su espíritu y pueda comprender que a todos nosotros, frágiles puercos y humanos, debería habernos ahorrado esos vicios, pecados y sufrimientos de insatisfacción que son, se dice, obra y marca del maligno. Entre el martillo y el yunque, somos un hierro al rojo que de tanto batir en él se apaga.

De historia sacra, por ahora, nos basta ya. Importaría saber, eso sí, quién fue el que escribió el relato de aquel hermoso despertar del almuédano en la madrugada de Lisboa, con tal abundancia de pormenores realistas que llega a parecer obra de testigo presente, o, al menos, hábil aprovechamiento de cualquier documento coetáneo, no forzosamente referido a Lisboa, pues, para el caso, no se precisaría más que una ciudad, un río y una clara mañana, composición sobre todas banal, como sabemos. La respuesta, sorprendente, es que nadie escribió, que, aunque parezca que sí, no está escrito, todo aquello no fueron más que pensamientos vagos en la cabeza del corrector mientras iba leyendo y enmendando lo que escondidamente pasó en falso en las primeras y segundas pruebas. El corrector tiene ese doble talento de desdoblarse, traza un deleátur o introduce una coma indiscutible, y, al mismo tiempo, aceptemos el neologismo, se heteronomiza, es capaz de seguir el camino sugerido por una imagen, una comparación, una metáfora, no es raro que el simple sonido de una palabra repetida en voz baja lo lleve, por asociación, a organizar polifónicos edificios verbales que convierten su pequeño escritorio en un espacio multiplicado por sí mismo, aunque sea muy difícil explicar, en vulgar, qué quiere decir tal cosa. En tal caso le parece que es poco informar cuando el historiador se limita a hablar de muecín y minarete, sólo para introducir, si son permitidos juicios temerarios, un poco de color local y tinte histórico en el campo enemigo, imprecisión semántica que conviene corregir de inmediato, una vez que campo es el de los sitiadores, no el de los sitiados, que éstos están, aún, instalados con suficiente comodidad en la ciudad que, salvo alguna que otra intermitencia, es suya desde el año setecientos catorce, por las cuentas de los cristianos, que las del rosario moro son otras, como se sabe. Esta corrección la hizo el propio revisor, que posee ciencia más que satisfactoria en cuestión de calendarios, y sabe que la Hégira empezó, según la lección del Arte de Verificar las Fechas, obra disponible, en el día dieciséis de julio del seiscientos veintidós, después de Cristo, DC en abreviatura, sin olvidar, no obstante, que estando el año musulmán gobernado por la luna, y más corto, pues, que el de la cristiandad, gobernado por el sol, siempre es preciso descontar tres años por cada siglo andado. Buen corrector sería éste, tan escrupuloso, si cuidase de pararle alas a un discurrir propenso a fabulaciones ocasionalmente irresponsables, fue aquí el caso de haber pecado por facilitación, incurriendo en yerros evidentes y en dudosas aserciones, tres es lo que se desconfía, que, de probarse, muestran en definitiva que no tenía razón ninguna el historiador cuando le dio consejo, liviano, de que se dedicara a la historia. En cuanto a la filosofía, Dios nos libre.

El primer punto sospechoso, según el orden inverso del relato, es aquella idea peregrina de existir, en el parapeto de los alminares, señales en la piedra que apuntarían, probablemente en forma de flecha, hacia La Meca. Por muy adelantada que estuviera en aquella época la ciencia geográfica y agrimensora de los árabes y otros moros, es poco creíble que supieran determinar, con la exactitud que se insinúa, la posición de una caaba en la superficie del planeta, donde precisamente sobreabundan las piedras, unas más sagradas que otras. Todas estas cosas, sean ellas reverencias, o genuflexiones, o miradas para arriba o para abajo, se hacen por apro

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