Purga

Sofi Oksanen

Fragmento

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1992, oeste de Estonia

La mosca siempre gana

Aliide Truu miraba fijamente a la mosca y ésta le devolvía la mirada. Aquellos ojos globulosos le provocaban náuseas. Era una moscarda excepcionalmente grande, ruidosa, ansiosa por poner los huevos. Mientras aguardaba colarse en la cocina, se frotaba las alas y las patas sobre la cortina, como preparándose para comer. Buscaba carne, sólo carne. Las mermeladas y el resto de conservas estaban a salvo, pero la carne no. La puerta de la cocina se hallaba cerrada. La mosca esperaba. Esperaba a que Aliide se cansase de intentar cazarla, saliera de la habitación y abriese la puerta de la cocina. El matamoscas se estrelló contra la cortina, que se agitó, las flores de encaje se arrugaron y los claveles de invierno quedaron a la vista por un momento a través del cristal, pero la mosca escapó y fue a posarse desafiante en la ventana, justo encima de la cabeza de Aliide. ¡Paciencia! Necesitaba calma para mantener la mano firme.

La mosca la había despertado por la mañana al pasearse por las arrugas de su frente como quien deambula despreocupado por la carretera, en un gesto de arrogante provocación. Aliide había apartado la manta y se había levantado deprisa para cerrar la puerta de la cocina, pues a la mosca todavía no se le había ocurrido entrar allí. Era idiota, idiota y malvada.

Sujetó con fuerza el liso y gastado mango de madera del matamoscas y asestó otro golpe. El agrietado cuero batió contra el cristal, haciéndolo temblar, los ganchos tintinearon y, detrás de la tabla de las cortinas, el cordel que las sujetaba pegó una sacudida, pero la mosca se volvió a escapar, burlona. Ya llevaba más de una hora intentando matarla, pero ella salía airosa de cada golpe y ahora volaba cerca del techo con un fuerte zumbido. Era una moscarda asquerosa, crecida en la alcantarilla. La dejó por un momento. Descansaría un poco, después la mataría y más tarde iría a escuchar la radio y preparar conservas. Las frambuesas esperaban, y también los tomates, los jugosos y maduros tomates. Ese año la cosecha había sido excepcionalmente buena.

Enderezó la cortina. El jardín grisáceo y mojado parecía lloriquear, las ramas de los abedules se balanceaban empapadas, las hojas aplastadas por la lluvia y la hierba goteaban. De pronto, vio algo allí abajo, una especie de bulto. Aliide dio un paso atrás, al resguardo de la cortina, para que no la viesen desde el jardín. Se asomó otra vez tras las puntillas y aguantó la respiración. Su mirada esquivó las manchas dejadas en el cristal por la mosca y se centró en el césped, ante el abedul partido por un rayo.

El bulto no se movía y no dejaba adivinar nada salvo su tamaño. Aino, la vecina, aquel verano había divisado un resplandor luminoso sobre aquel mismo abedul mientras iba de camino a casa de Aliide, y no se había atrevido a seguir adelante. Tras volver a su casa, la había telefoneado para preguntarle si todo iba bien, si no era un ovni lo que había en su jardín. Aliide no había notado nada extraño, pero la vecina aseguraba que los extraterrestres se habían parado frente a su casa y también ante la de Meelis, la cual desde entonces no hablaba más que de eso. En cambio, aquel bulto parecía cosa de este mundo, oscuro por la lluvia y bien mimetizado con el terreno, y del tamaño de una persona. Quizá alguno de los borrachos de la aldea había ido hasta allí a dormir la mona. Pero, de ser así, ella habría oído algún ruido bajo la ventana. Aún conservaba un oído muy fino. Y también podía percibir el hedor de aguardiente rancio a través de la pared. El grupito de borrachos que vivían cerca de allí se había paseado hacía poco por delante de su casa montados en un tractor alimentado con gasolina robada. No, ese ruido no pasaba inadvertido. Algunas veces habían estado a punto de llevarse por delante su valla al circular por la cuneta. Allí ya no había más que ovnis, viejos y una pandilla de gamberros descerebrados. Aino había ido en varias ocasiones a quedarse por la noche con ella, cuando los chicos se pasaban de la raya. Aliide no les tenía miedo y les plantaría cara en caso necesario.

Dejó encima de la mesa aquel matamoscas que había hecho su padre y se dirigió sigilosamente a la puerta de la cocina, pero al agarrar el picaporte se acordó de la mosca. Estaba quieta, a la espera de que ella abriese. Aliide decidió volver a la ventana. El bulto seguía en el jardín, en la misma postura que antes. Parecía una persona, y su cabello claro contrastaba con la hierba. ¿Estaría viva? Sintió una fuerte presión en el pecho, el corazón le palpitaba. ¿Debía salir, o sería una imprudente estupidez? ¿Y si era una trampa de unos ladrones? No, no podía ser. Nadie la había atraído a la ventana ni había llamado a su puerta. Si no fuese por la mosca ni siquiera habría reparado en aquel bulto antes de salir de casa. Pero aun así... La mosca permanecía inmóvil, de modo que Aliide se deslizó en la cocina y cerró rápidamente la puerta. Escuchó. El runrún de la nevera rompía en parte el silencio del establo, que se filtraba a través de la despensa. Ya no se oía el irritante zumbido, quizá la mosca se había quedado en la habitación. Encendió un fogón, llenó la tetera de agua y puso la radio, que le devolvió un chasquido de estática. Estaban hablando de las elecciones presidenciales; pronto darían las noticias más importantes, las del tiempo. Quería volver a su rutina diaria, pero aquel bulto, que también se veía desde la cocina, la turbaba. Desde allí presentaba el mismo aspecto que desde la habitación: seguía pareciendo una persona y no llevaba trazas de ir a ninguna parte. Apagó la radio y volvió a la ventana. Reinaba el silencio propio de un día de finales de verano en una aldea estonia a punto de quedarse desierta; sólo cantaba el gallo del vecino. Ese año el silencio era extraño, como el que precede y sigue a la tormenta al mismo tiempo. Algo similar a la imagen de la hierba alta que crecía hasta pegarse al cristal de su ventana. Era húmedo y mudo, tranquilizador.

Aliide se hurgó el diente de oro, donde se le había quedado algo. Se metió la uña en las hendiduras mientras escuchaba, pero sólo oyó el sonido de la uña al raspar, y de repente sintió un escalofrío. Dejó de hurgarse y se concentró en el bulto. Las manchas del cristal le estorbaban, así que las limpió con un trapo que después lanzó al fregadero. Cogió el abrigo del perchero y se lo puso. Se acordó de que su bolso estaba encima de la mesa, así que lo asió, miró alrededor en busca de un buen escondrijo y lo metió en la alacena. Encima del mueble había un frasco de desodorante finés, que colocó en el mismo escondrijo, y tapó un tarro de azúcar del que sobresalía una pastilla de jabón Imperial Leather. Sólo entonces giró despacio la llave de la puerta interior y empujó. Se detuvo en el recibidor y tomó el mango de enebro de la horquilla que le servía como bastón, pero luego lo cambió por su bastón de la ciudad, comprado en una tienda, que también acabó dejando, para elegir finalmente una guadaña. La apo

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