El arte de la alegría

Goliarda Sapienza

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Cuando en la primavera de 1996 se presentó inesperadamente la posibilidad de publicar en su integridad El arte del placer, Goliarda, al disponerse a revisar la novela al cabo de veinte años de haberla terminado, le antepuso una especie de anotación en la que decía lo siguiente: «Han pasado treinta años desde el primer apunte sobre Modesta. Cuidado, Goliarda, no caigas en la trampa de la autocensura». Temía que dos décadas de rechazos editoriales, y tres de convivencia con la protagonista de la novela, pudieran haber menoscabado la fuerza de la idea original y hacerle cometer un pecado de autocensura, la falta más grave para una escritora como ella. Temía la vergüenza de la traición más estúpida, la de su propia historia.

Cualquiera en su lugar habría tenido razones para dudar. Los dos mejores críticos italianos se habían pronunciado con juicios por el estilo. El primero dijo: «Es un cúmulo de iniquidades. Mientras yo viva no permitiré la publicación de un libro semejante». El segundo, espíritu más elegante y libre, y además un hombre que formaba parte del círculo íntimo de Goliarda, respondió en una ocasión al teléfono algo alterado: «¡Pero qué tengo yo que ver con todo esto!».

El arte del placer estaba llamada a ser una novela maldita, y por ello Goliarda acabó en la más absoluta pobreza y conoció incluso la cárcel. Comenzó a escribirla al año siguiente de aquel primer apunte, es decir, en 1967. Había terminado ya Lettera aperta, que apareció precisamente ese año, e Il filo di mezzogiorno, que vería la luz dos años más tarde. Se trata de las dos primeras novelas de un ciclo autobiográfico de cinco, que Goliarda interrumpió durante nueve años, literalmente poseída por la necesidad de dar vida a su protagonista, Modesta (¡cuánta ironía en el nombre!). Escribía de ordinario por la mañana, comenzando hacia las nueve y media, y seguía hasta la una y media o las dos, todos los días, intentando eludir —cosa que no era fácil— las numerosas invitaciones a almorzar al sol en la Roma de aquellos felices y agitados años. Siempre decía que escribir significa robar tiempo incluso a la felicidad. Descansaba el domingo, como mandan los cánones. Fumaba mucho, un poco como todos por aquel entonces. La jornada de trabajo concluía a menudo con un baño caliente. Mediada la tarde llamaba a la puerta una amiga bastante más joven, Pilú, casi pelirroja, con delicadas pecas en la cara y grandes gafas. Juntas fumaban y bebían, pero sobre todo Goliarda le releía lo que había escrito por la mañana. Creo que la regularidad con la que la escuchó Pilú fue determinante para el progreso de una obra que, ciertamente, no es una fruslería como tantas que se dicen novelas de un tiempo a esta parte. Pilú escuchaba con atención, no de profesional, sino de esforzada y culta lectora. Por otra parte, algunas veces Goliarda hacía leer lo que escribía también a Peppino, el querido, distinguido y sensible portero de la casa de la vía Denza.

Ella y Pilú permanecían así hasta el atardecer, tras lo cual Goliarda preparaba una cena rápida aplicando su extraordinario talento de cocinera. Era capaz de cocinar de todo, con todo, y sobre todo sin hacerse la pretenciosa. Le importaba mucho que se le reconociera ese talento. Se podría decir que era una mediocre escritora, pero no una mala cocinera. Parece que había heredado ese arte de su madre, Maria Giudice, quien, entre revueltas campesinas, huelgas, asambleas y el cuidado de su numerosa prole, no desdeñaba preparar ricas comidas, apreciadas incluso —durante el respectivo exilio de ambos en Suiza— por un Mussolini aún revolucionario y pobretón.

Pero con frecuencia Goliarda y Pilú se sumaban a un grupo de amigos que vivían en la vecina calle de Paolo Frisi, donde acababan la velada bebiendo generosamente después de haber cenado juntos fuera.

A la mañana siguiente, tras el infalible café solo con el que los sicilianos desperezan el estómago, Goliarda volvía al piso de arriba, entre el cielo y las nubes —una curiosa buhardilla ganada a un tendedero, con un inmenso ventanal que daba al mar de pinos somnolientos de villa Glori—, se sentaba en un silloncito bajo de estilo barroco, se ponía sobre las rodillas a modo de escritorio un estuche vacío de cartón, que había guardado viejos discos de treinta y tres revoluciones (las Fantasías de Bach interpretadas, creo, por Gieseking), y se ponía de nuevo a escribir rodeada de una profusión de apuntes esparcidos por todo el parquet. Escribía siempre en hojas corrientes de papel muy grueso dobladas por la mitad, porque, decía, este formato reducido respondía a una idea de medida muy suya —pero creo que era una reminiscencia, la necesidad de volver al tamaño del viejo cuaderno de la infancia—, hojas en las que escribía las palabras con una letra bastante diminuta, en líneas paulatinamente más cortas hasta reducirlas a una o dos palabras, para comenzar de nuevo con una línea completa. El resultado era un curioso dibujo, una especie de electrocardiograma de palabras, sí, una escritura muy cardíaca. Goliarda escribía siempre a mano, pues decía que necesitaba sentir la emoción en el latido del pulso, sirviéndose de un simple bolígrafo Bic de tinta negra y punta fina. Los gastaba por docenas sencillamente porque los iba dejando por todas partes y luego ya no los volvía a encontrar.

Así pasaban los días, los meses y los años sin que ocurriera nada especial, aparte de un viaje a los confines orientales de Turquía (Goliarda, no obstante, nunca fue una gran viajera geográfica) y la publicación mientras tanto de sus dos primeras novelas. En el ínterin se esfumaban los cuadros, los dibujos, las esculturas de muchos buenos artistas, y hacían acto de presencia representantes de la ley, llovían embargos, avisos de desahucio. Hasta que llegué yo. Recuerdo que en uno de los primeros días, cuando ya vivía en vía Denza, mientras subía la escalera me tropecé con un arcón austríaco del siglo XVIII que se llevaban a la subasta. Había sido embargado a raíz de una demanda entablada por la criada, la de todas formas adorada Argia, que llevaba mucho tiempo sin cobrar y a la que Goliarda estuvo siempre agradecida por la ayuda de su inestimable trabajo doméstico en aquellos años consagrados a escribir El arte del placer.

Después de nuestro encuentro Goliarda escribió la cuarta y última parte de la novela, que terminó precisamente en mi casa de Gaeta el 21 de octubre de 1976. Yo mismo puse la fecha en el manuscrito, y juntos comenzamos su revisión, que continué al cabo de algunos meses yo solo; revisión que se prolongó hasta mediados de 1978, año en que viajamos a China después de haber dado a leer la novela, por mediación de un conocido crítico, a uno de los editores más importantes del país. A la vuelta, a finales de aquel año, encontramos la primera de una larga serie de respuestas negativas. La vida se volvió luego cada vez más apremiante. El arte del placer fue dejada de lado, otras obras reclamaban la atención de Golia

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