Todas las horas del día

Clara Fuertes

Fragmento

Airas. El encargo

Airas

El encargo

Era consciente de cuán estéril era una vida sin ilusiones. No existe paz sin esperanza.

ALBERT CAMUS, La peste

Una mañana de noviembre del noventa, mi editora me llamó con, según ella, un encargo muy especial para mí. Imagino que mientras me personaba en su despacho eligió estas cuatro últimas palabras para que yo, a quien le asignaban sin preguntar siquiera los artículos más duros o desagradables de la redacción, los que nadie quería o a nadie le interesaban, me sintiera igual de especial que la persona objeto de la investigación. Imagino también que quería que me ilusionara porque ella misma lo estaba. Se le notaba. Le brillaban los ojos. Pero no fue así, al menos no al principio, al menos no hasta que caí… Después todo cambió, pero no quiero adelantarme a mi historia, o, mejor dicho, a la historia del personaje especial.

Mi editora era una mujer transparente, una visión paralizante que imponía silencio; tenía una mirada capaz de llenar cualquier vacío y una conversación de la que era imposible no salir fascinado. Cuando uno iba a verla no podía evitar sentir algo de miedo, pero salía de su despacho rendido a sus pies, seducido por completo. Su manera de hablar, de moverse, de elegir el libro correcto, el tema perfecto, de pronunciar las palabras adecuadas, de dominar cada instante de la entrevista, aceleraba mi pulso. Me hacía vulnerable, como si fuera un niño pequeño aprendiendo una lección nueva cada vez.

—Airas, tienes que hacer un viaje a París —me dijo muy seria. Y a mí se me iluminó la mirada. ¡París!, pensé. ¡París! A continuación añadió, para sacarme de mi ensoñación—: Tienes que entrevistar a María Casares y escribir un artículo sobre su vida.

En aquel momento, ante aquella mujer arrolladora a la que quería deslumbrar desde hacía meses, a la que quería demostrar por encima de todo que contratarme había sido lo justo, lo correcto, que yo lo valía, que era un buen periodista y no solo un enchufado niño de papá, sonreí. Y un segundo después asentí, fingiendo un entusiasmo que estaba lejos de sentir. Tenía que disimular, no quería parecer un inculto. Ganar tiempo, hablar, eso necesitaba, pero era incapaz de pronunciar una sola palabra. Cómo iba a reconocer, sin quedar fatal, que ni siquiera conocía a la tal María. ¿Casares, había dicho? ¿Había oído antes ese apellido? La verdad es que me sonaba bastante el nombre, o puede que solo quisiera sonarme, que me estuviera engañando para complacer a la editora. Intenté hacer memoria. Fue en vano. Sin embargo, el personaje había despertado ya mi curiosidad. Si María Casares era una mujer importante para ella, para mí también lo sería. Iba a darlo todo.

—Quiero que a María se le haga justicia —me dijo antes de que terminara nuestra conversación y me diera su biografía y algunas notas de su vida y de lo que quería que hiciera.

¿Justicia?, ¿había dicho justicia? ¿Quién era María Casares?

—Confío en ti, Airas —añadió—. Lo vas a hacer muy bien.

¿Había dicho que confiaba en mí?, ¿en serio había dicho que lo iba a hacer muy bien?, ¿o quizá lo había soñado? Estaba sudando de la emoción.

Mi editora se quedó un momento callada, mirándome como una madre mira a un hijo a punto de volar del nido, con ternura y algo de pena. Levantaba la ceja derecha. ¿Qué significaba esa ceja arqueada de bruja? ¿Acaso pensaba que igual me quedaba grande el encargo, que había sido un error?

—Si tienes alguna duda este es el momento de preguntar, Airas.

—No, no, de momento nada; si me surgieran, me acercaría a verte.

—¡Perfecto! Mantenme al tanto de lo que vayas haciendo. Quiero ver desde el principio el enfoque que le vas dando.

—¡Claro, claro!

—Pues, si no tienes nada más que preguntarme ni dudas, por mi parte eso es todo, Airas —dijo cortante.

Di un respingo y me giré hacia la salida precipitadamente. Al hacerlo tropecé con una silla y por poco me caigo. El rostro me ardía de vergüenza. Ya en la puerta me volví y le dije en un susurro:

—Muchas gracias por la oportunidad.

—Aún no me las des, Airas. No es un trabajo fácil. Créeme que me gustaría ser yo quien lo escribiera, pero no tengo el tiempo ni la sensibilidad que necesita María. Y si no pensara que tú puedes hacerlo no te lo habría pedido. Espero que no me defraudes.

Nada más escuchar aquellas palabras de la editora sentí un escalofrío y me entraron unas ganas enormes de llorar. ¿Sensibilidad?, ¿me había elegido por mi sensibilidad?, ¿eso había dicho? ¡Por fin!, pensé. Por fin no era motivo de burla ser sensible. Sin embargo, no quería llorar, al menos no delante de ella, y me dije: «Por favor, Airas, no llores ahora, no es el momento», y me lo repetí varias veces mientras me retiraba y cerraba la puerta a mi espalda aliviado. Me apoyé en ella. Las lágrimas ya me caían sin remedio por el rostro. Ni en sueños voy a defraudarte, y menos ahora, pensé. Voy a escribir el mejor artículo del mundo. Te lo debo. Me lo debo. Las piernas me temblaban. Me sequé con torpeza la cara y el llanto fue cesando poco a poco. Pensar en París obró el milagro. ¡París!

En París era imposible que algo pudiera salirme mal, incluso si ese algo era entrevistar a una mujer de la que uno no sabía absolutamente nada. Puede que fuera difícil o que no me resultara interesante el personaje de María Casares, pero no pensaba dejarme intimidar. Haría que aquella oportunidad valiera la pena. ¡Ya lo creo que lo haría!

Iba a darlo todo.

¡Todo!

María. Finisterre

María

Finisterre

Siempre tuve la impresión de vivir en alta mar, amenazado, en el corazón de una magnífica felicidad.

ALBERT CAMUS

Un último guion. Solo uno más. Será el último escenario de mi vida, te lo prometo, Dadé, mi amor. Me despediré a lo grande y después descansaré, iré al médico, me haré pruebas. Ya sabes lo que me gusta actuar. Sin el teatro no habría soportado este luto, esta segunda pérdida; la soledad me marea, se me mete muy dentro, en el centro justo del estómago, y me lastima. El teatro me da esperanza. ¿Recuerdas lo que decía Camus? Lo tengo muy presente hoy: «Donde no hay esperanza debemos inventarla». Y eso hago, Dadé, inventar mi esperanza. Seguir creando. Te añoro tanto, querido mío. Ya, ya sé que lo

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