Purgatorio

Jon Sistiaga

Fragmento

Capítulo 1

1

Viernes

Si empezaba a escribir, seguramente pasaría el resto de su vida en la cárcel. Cerró los ojos y volvió a pensarlo por última vez, apretando fuerte el bolígrafo con la mano derecha. Si confesaba, estaría redactando su propia sentencia y a lo mejor su epitafio como persona, pero también saldaría viejas cuentas con todos sus demonios y algún que otro antiguo amigo. La tenue luz que colgaba del techo iluminaba la primera página de una pequeña libreta de cuero negro en la que iba a escribir esa condena. Sentado allí, en el rincón preferido de su restaurante, junto al pasillo que lleva a los baños, este hombre abatido ya hacía tiempo que había puesto su alma en la cola de espera del purgatorio.

El último de los empleados del Toki-Eder se extrañó de que todavía estuviera por allí: «Agur, Josu, hasta mañana. Cierras tú, ¿verdad?», le gritó desde la puerta antes de salir. No tenía la sensación de haber sido mal jefe durante todos los años que el restaurante llevaba abierto. Prácticamente el personal era el mismo desde el principio y esa fidelidad debía de significar algo. Su proyecto de casa de comidas, de lugar de encuentros culturales y sociales, había funcionado. Josu Etxebeste tenía un don con el público. Su clientela, entre la que no faltaban escritores, actores, empresarios o políticos, había dado al Toki-Eder fama de ser un lugar donde se comía muy bien y siempre pasaban cosas interesantes.

El edificio, una vieja fundición de hierro, tenía más de un siglo. Josu lo había comprado en ruinas y lo restauró manteniendo la planta original y las robustas paredes de piedra. En la parte exterior del complejo todavía resistía en pie uno de los antiguos hornos que fundían el mineral extraído de las cercanas minas de Ibarla. Una cascada de hiedra verde lo cubría entero, dándole un cierto aire fantasmal y misterioso. Toki-Eder estaba situado a las afueras de Irún, en uno de los últimos meandros que trazaba el río Bidasoa antes de diluirse en el Cantábrico. A Josu le gustaba contar a sus clientes que ese río tan barojiano abrazaba y bendecía a su restaurante y que el aventurero Zalacaín, del que siempre hablaba como un personaje real, había pasado por allí en alguna de sus correrías.

Josu, pelo canoso y abundante a sus cincuenta y cinco años, vestido siempre con vaqueros y camisetas oscuras que le daban un cierto aire de artista abstraído, era el alma de todo aquello, pero ahora, inclinado contra esa mesa, estaba a punto de romper con su pasado y destrozar su presente. Su popularidad y su éxito como restaurador se habían construido sobre una mentira miserable y atroz. Abrió los ojos y miró con melancolía las mesas vacías del restaurante después de un viernes trepidante de trabajo. Le dio mucha pena perderlo todo, pero empezó a escribir con pulso firme en el diario.

En Behobia, 35 años después…

No sé por qué quiero contarlo. Ni por qué ahora. Supongo que necesito sacar todo este pus de dentro. Esta pena honda que me pudre.

No quiero tachar nada de lo que escriba en este cuaderno. Lo que salga será lo que siento. Y de lo que me avergüenzo. Así que «pena honda» no es seguramente la mejor expresión. Debería decir la vileza que me pudre desde hace tiempo. Y la CULPA. Con mayúsculas. La CULPA por haber sido un canalla y seguir siendo un cobarde.

Ya está bien de callar.

Ya casi nadie recuerda a Imanol Azkarate, excepto la familia y los amigos que acuden a su homenaje en cada aniversario. Su hija…

Yo fui uno de los que le secuestraron hace 35 años.

Yo fui el encargado de meterle un tiro en aquel bosque húmedo y oscuro, cuando la Dirección nos comunicó que había problemas para cobrar el rescate.

También fui yo el que le habló, cocinó y entretuvo aquellas dos semanas angustiosas. El único del comando que tenía humanidad para charlar con él y jugar a las cartas durante largas horas, y el único con cojones para matarlo. Mi primer muerto. Mi último muerto. Para los periódicos, otro de los asesinatos sin resolver de la banda…

¡Así es como hay que llamarlo! Asesinato. Ni acción armada, ni ejecución, ni atentado, ni ekintza. Por su nombre: ASESINATO… Supongo que entonces eso me convierte, por fin, en lo que siempre he sido: un asesino

La mano de Josu se detuvo al acabar de redondear con el bolígrafo la última letra. Ni siquiera añadió el punto final. Perfeccionó esa o repasándola una y otra vez y luego fijó la mirada en la palabra que acababa de escribir: «asesino». Y volvió a cerrar los ojos, cansado de su silencio, de su impostura, profundamente triste, porque sentía en ese momento que llevaba toda la vida ocultándose de sí mismo. Escondiéndose de Josu. Del otro Josu, de aquel al que llamaban Poeta por su afición a leer. ¿De qué le sirvió tanta lectura? ¿Tanta filosofía y tanta novela? Matar es un acto mecánico. Una suspensión temporal de humanidad. Se deja de ser persona. En realidad, se deja de ser humano. Da igual la formación, los estudios, los valores. Cuando se hace, cuando se mata, se iguala en inhumanidad a otros asesinos. Pero cuando esa suspensión temporal finaliza, se vuelve al Yo. Al de antes. Y eso es lo que Josu, a diferencia de otros asesinos como él, no había sabido asimilar.

Poeta fue solo un alias, un sobrenombre, un nom de guerre, como le gustaba decir entonces con cierta arrogancia. En la Organización no había nombres ni apellidos. El alias era lo primero que te daban en el ritual de iniciación, en la primera cita. Una ceremonia rápida y furtiva en la que el aspirante pasaba a convertirse en miembro de esa comunidad de elegidos. Poseer un alias te permitía desdoblar tu personalidad. Ser el de siempre ante los de siempre, y el héroe arriesgado y entregado a la Causa para los partidarios de esa causa. Ser Josu para la familia y para los amigos de la cuadrilla, y Poeta para los compañeros de lucha. Una nueva y rutilante identidad clandestina.

En realidad, Poeta era solo un mote. Un simple mote para despistar a la policía y ganar tiempo en los interrogatorios sin identificar a otros. Josu lo sabe. Si es que algún día la tuvo, hace años que se despojó de cualquier épica revolucionaria. Incluso le fastidia encontrarse de vez en cuando por el restaurante con ciertos conocidos de aquella época, antiguos miembros de la Organización que van saliendo de las cárceles y que mantienen todavía, orgullosos, el alias de entonces, tratando de aferrarse a su pasado y conservar así una notoriedad o un reconocimiento del que ahora, acabada la lucha, perdidas la guerra y la esperanza, carecen.

Muchos de ellos, pensaba Josu, son solo títeres extraviados que añoran los tiempos en los que se alistaron como candidatos a mártires. Al menos, entonces se creían alguien. Y los suyos les hacían sentirse importantes. Ahora, muchos de ellos estaban sin trabajo. En una Euskad

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