Dientes blancos

Zadie Smith

Fragmento

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1

El extraño segundo matrimonio de Archie Jones

Primera hora de la mañana, último cuarto del siglo, avenida Cricklewood. A las seis y veintisiete del 1 de enero de 1975, Alfred Archibald Jones se encontraba de bruces sobre el volante de un familiar Cavalier Musketeer inundado de dióxido de carbono, vestido de pana y confiando en que no fuera muy severo el juicio que le aguardaba. Tenía la mandíbula laxa y los brazos en cruz como un ángel caído; en un puño (el izquierdo) apretaba sus medallas al mérito militar, y en el otro (el derecho), su certificado de matrimonio, ya que había decidido llevar consigo sus errores. Ante sus ojos parpadeaba una lucecita verde, anunciando un giro a la derecha que Archibald había decidido no hacer. Estaba resignado. Estaba preparado. Había lanzado al aire la moneda y acataba con entereza su veredicto. Era un suicidio a cara o cruz. En realidad, era un propósito de Año Nuevo.

Pero, mientras iba faltándole el aire y se le nublaba la vista, Archie era consciente de que parecería raro que hubiera elegido la avenida Cricklewood. Se lo parecería a la primera persona que distinguiera a través del parabrisas su figura postrada, y a los policías que redactaran el informe, y al gacetillero a quien encargaran hilvanar cincuenta palabras, y a los parientes y amigos que las leyeran. Y es que Cricklewood, con un imponente multicine de cemento a un extremo y un gigantesco nudo viario al otro, no era ningún sitio digno de mención. No era un lugar para ir a morir. Era un lugar al que se acudía para ir a otros lugares, por la A41. Pero Archie Jones no quería morir en medio de un bosque lejano ni en un risco festoneado de tierno brezo. Archie opinaba que la gente del campo debe morir en el campo y la de ciudad, en la ciudad. Lo normal. Así en la muerte como en la vida, etcétera. Era lógico que Archibald muriera en esa fea vía urbana en la que había acabado viviendo, a los cuarenta y siete años, solo, en un apartamento de un dormitorio, encima de una freiduría de patatas abandonada. No era hombre que hiciera planes minuciosos, como dejar una nota aclaratoria o instrucciones para el entierro; Archie no era un tipo pretencioso. Sólo necesitaba un poco de silencio, un poco de tranquilidad, para poder concentrarse. Quería la paz y el sosiego de un confesionario vacío, o la que media en el cerebro entre el pensamiento y la palabra. Y quería suicidarse antes de que abrieran las tiendas.

En las alturas, una bandada de voladores bicharracos del barrio despegó de una base oculta, inició un picado y, en el último momento, cuando parecía que se estrellaba contra el techo del coche de Archie, remontó el vuelo con un espectacular giro sincronizado, describiendo una elipse tan elegante como la de una bola de críquet lanzada por una mano maestra, y fue a posarse en la tienda de Hussein-Ishmael, renombrado carnicero musulmán. Archie estaba ya demasiado mareado para festejarlo, pero observaba con regocijo interior cómo los animalitos aliviaban el intestino dejando churretes amoratados en las blancas paredes, y cómo estiraban el cuello para mirar hacia el sumidero de Hussein-Ishmael por el que se escurría la sangre de todas aquellas cosas muertas —pollos, vacas y corderos—, colgadas como abrigos de los ganchos dispuestos por toda la carnicería.

Los desgraciados. Aquellas palomas tenían un instinto infalible para descubrir a los desgraciados, y por eso se desentendieron de Archie. Porque, aunque él lo ignoraba, y a pesar del gas venenoso que una manguera de aspiradora conectada al tubo de escape le lanzaba a los pulmones desde el asiento de al lado, esa mañana la fortuna sonreía a Archie. Una fina capa de buena suerte lo cubría cual baño de rocío. Mientras el conocimiento se le iba y le volvía con intermitencias, la posición de los planetas, la música de las esferas celestes, el temblor de las diáfanas alas de una mariposa tigre en el África Central y un puñado de esas cosas «que mueven los resortes» habían decidido que le correspondía una segunda oportunidad. En algún sitio, quién sabe cómo o por qué, alguien había decidido que Archie tenía que vivir.

La carnicería Hussein-Ishmael era propiedad de Mo Hussein-Ishmael, un hombretón que se peinaba con tupé sobre la frente y cola de pato en el cogote. Mo opinaba que con las palomas había que ir a la raíz del problema, que no es el guano sino la paloma. La mierda no es la mierda (éste era el mantra de Mo): la mierda es la paloma. Por ello, la mañana de la casi muerte de Archie empezó en la carnicería Hussein-Ishmael como todas las mañanas: Mo se asomó a la ventana, apoyó el vientre en el alféizar y, blandiendo el cuchillo, describió un mortífero arco para cortar el goteo amoratado.

—¡Fuera! ¡Fuera, cagonas de mierda! ¡Ajá! ¡SEIS!

En el fondo era críquet, el deporte típicamente inglés, en su versión adaptada por inmigrantes: seis era el máximo de palomas que uno podía cargarse de una pasada.

—¡Varin! —gritó Mo hacia la calle, levantando el cuchillo ensangrentado con ademán triunfal—. Ahora te toca batear a ti, chico. ¿Listo?

Debajo de él, en la acera, estaba Varin, un obeso muchacho hindú con presunta y no demostrada experiencia laboral, procedente de la escuela de la esquina. Miraba hacia arriba con aire compungido, como un gran punto bajo el signo de interrogación de Mo. La tarea de Varin consistía en subir por una escalera de mano, meter las palomas troceadas en una bolsa de plástico, atar la bolsa y llevarla a los contenedores situados al otro extremo de la calle.

—¡Vamos, gordinflón! —gritó uno de los dependientes de Mo, acompañando cada palabra de un escobazo en el culo de Varin—. Mueve tu gordo trasero hindú de dios elefante Ganesh y saca de ahí toda esa paloma picada.

Mo se enjugó el sudor de la frente, resopló y paseó la mirada por Cricklewood, contemplando las butacas viejas y los trozos de alfombra que componían salones al aire libre para uso de los borrachos del barrio; los locales de máquinas tragaperras, las grasientas cucharitas de plástico y los taxis sin licencia: todo, cubierto de mierda. Llegaría el día, Mo no lo dudaba, en que Cricklewood y sus residentes le agradecerían su diaria escabechina; el día en que los hombres, mujeres y niños del vecindario no tuvieran que seguir mezclando una parte de detergente y tres de vinagre para limpiar la inmundicia que caía sobre el mundo. La mierda no es la mierda —repetía Mo solemnemente—: la mierda es la paloma. Mo era el único que lo veía claro. En este tema se sentía muy zen, muy benévolo con el prójimo, hasta que distinguió el coche de Archie.

—¡Arshad!

Un individuo flaco y nervioso, con mostacho de guías retorcidas y la ropa de cuatro tonos de marrón, salió de la tienda con las manos ensangrentadas.

—¡Arshad! —Mo, que contenía el furor a duras penas, apuntó al

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