La captura de Macalé

Andrea Camilleri

Fragmento

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2

La escuela primaria elemental estaba casi pegada al muelle del puerto. A Michilino, que iba con su mejor ropa y con la correa de la cartera cruzándole el pecho, lo acompañó su madre, que mientras lo peinaba le había dicho que el maestro se llamaba Attilio Panseca y que era una buena persona. Las aulas de los más pequeños se encontraban en la planta baja; Michilino estaba en la A, la más cercana a la entrada. El maestro Panseca, con la camisa negra y la insignia fascista en el ojal, permanecía de pie en la puerta con una hoja en la mano. Hizo el saludo romano, y Michilino y su madre lo imitaron.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el maestro. Pero debía de saberlo, porque le dirigió una sonrisita a su madre.

—Michelino Sterlini —contestó él.

El maestro consultó la hoja.

—El primer pupitre, junto a la ventana. Acompáñelo usted, señora.

El pupitre era de dos plazas, y su compañero aún no había llegado. Su madre lo hizo sentar en la silla que había junto a la ventana, desde la cual se veía un barco atracado y a los estibadores que subían a las barcazas cargando a hombros unas cajas que colocaban en la bodega. Su madre le dio un beso en la frente.

—Cuando termine la clase espérame aquí, que vendré a recogerte. Y no le des confianzas a nadie.

Su compañero de pupitre llegó cuando su madre salía. A él también lo había acompañado su madre; se llamaba Birtino Scuderi, era extremadamente delgado y llevaba gafas. Michilino miró alrededor. Había diez pupitres, la pizarra y una tarima con la mesa del maestro. En la parte superior de la pared, detrás de la mesa, había un crucifijo entre dos fotografías: la de la izquierda era de su majestad Víctor Manuel y la de la derecha, de su excelencia Benito Mussolini. En cuestión de un cuarto de hora la clase se llenó, pero nadie armaba alboroto, nadie hablaba, todos permanecían inmóviles, mirando al frente. En cierto momento sonó un timbre y entró el maestro Panseca, que cerró la puerta, se sentó a su escritorio y abrió el registro.

—Ahora pasaré lista. Cuando oigáis vuestro nombre, os ponéis en pie, hacéis el saludo romano, contestáis «presente» y volvéis a sentaros. Empecemos. Abbate, Filippo.

Filippo Abbate no tuvo tiempo de levantarse, pues se abrió la puerta y apareció un cuarentón mal vestido y de cara amarillenta, sujetando de la mano a un chiquillo rubito que parecía asustado.

—Ya ha sonado el timbre —dijo el maestro con sequedad—. Llega con retraso. Podría no admitir a su hijo, pero como es el primer día haré una excepción. ¿Cómo te llamas?

—Alfio Maraventano —contestó el chiquillo casi temblando.

—Siéntate en el último pupitre. Estarás solo.

Alfio Maraventano echó a andar con la cabeza gacha entre las dos hileras de pupitres.

Su padre, en cambio, permaneció de pie junto a la puerta.

—Señor maestro, ¿puedo permitirme darle un consejo?

El maestro Panseca lo miró con ceño.

—De usted no acepto consejos. De todos modos, dígame.

Maraventano padre señaló la pared, detrás del escritorio del maestro.

—Debería desplazar el crucifijo.

—Y eso ¿por qué?

—Porque de esa manera parece Jesús entre los dos ladrones.

El maestro enrojeció de rabia, se levantó de su asiento temblando de tal modo que parecía a punto de darle un ataque y alargó el brazo señalando la puerta.

—¡Fuera de aquí, comunista de mierda! ¡Fuera!

El señor Maraventano se retiró muy tranquilo. El maestro se sentó, volvió a levantarse, bajó de la tarima y salió al pasillo.

—¡Hoy mismo presentaré una denuncia! —gritó.

Volvió a entrar, se sentó, aún temblando, y se secó la frente con el pañuelo.

—¡Y tú no llores! De lo contrario, te echaré de aquí a patadas, ¿está claro?

Todos se volvieron hacia el último pupitre, donde Alfio Maraventano, solo y desconsolado, se había echado a llorar cubriéndose los ojos con el brazo.

Después de pasar lista, el maestro preguntó:

—¿Sabéis por qué los niños de Italia se llaman balillas?

Y se puso a contar una historia según la cual en Génova, en la época en que los austriacos gobernaban y los genoveses sufrían bajo el yugo de aquellos grandísimos malnacidos, Giambattista Perasso, un chiquillo al que llamaban Balilla, se rebeló y lanzó una pedrada contra los invasores. Entonces el pueblo siguió su ejemplo y logró echar al enemigo. Pero aquel cuento Michilino ya lo conocía, y por eso, de vez en cuando, se daba la vuelta hacia el último pupitre, donde Alfio Maraventano mantenía la frente apoyada en el tablero.

—Papá, ¿qué quiere decir comunista?

Estaban comiendo y la pregunta de Michilino les provocó un sobresalto a su padre y a su madre, que se miraron.

—¿Quién te ha enseñado esa palabra? —preguntó el padre.

—Nadie. Se la ha dicho el maestro Panseca al señor Maraventano.

—¡Ah! ¿El hijo de Maraventano está en clase contigo?

—Sí, papá.

—Cuéntame qué ha pasado.

Michilino se lo contó.

—Tú a ese compañerito tuyo, a ese Alfio Maraventano, no debes darle ninguna confianza, ni siquiera tienes que hablar con él. ¿Me lo prometes?

—Sí, papá. Pero ¿qué quiere decir comunista?

—Los comunistas son personas muy malas. Y no comprendo cómo permiten que los hijos de esa gente vayan a la escuela con los hijos de la gente honrada.

—Papá, ¿los comunistas son peores que los abisinios?

—Mucho peores, porque los abisinios por lo menos son unos negros salvajes, pero los comunistas son gente que se parece a nosotros y, en cambio, son muy distintos. No creen en Dios ni en la Virgen ni en Jesús, no creen en la Patria, insultan al rey y a Mussolini y nos quieren ver a todos los fascistas muertos y colgados de las farolas.

—Y además defienden el amor libre —suspiró la madre.

Su marido se enfadó.

—¿Por qué le cuentas esas cosas al chiquillo? Él no entiende nada de eso.

—Si me lo explicáis, lo entenderé —dijo Mi

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