A merced de una corriente salvaje

Henry Roth

Fragmento

libro-4

Introducción

Joshua Ferris

A merced de una corriente salvaje es el segundo esfuerzo de Henry Roth, su continuación, después de sesenta años de silencio casi absoluto, de su clásica novela inicial Llámalo sueño. Roth comenzó a escribir su muy autobiográfica A merced en 1979 y la estuvo revisando hasta su muerte en 1995; si hubiera vivido más, probablemente habría seguido escribiendo sobre su vida hasta que las dos —la escrita y la vivida— se hubieran alcanzado mutuamente. El primer volumen, Una estrella brilla sobre Mount Morris Park, se publicó en 1994; el segundo, Un trampolín de piedra sobre el Hudson, un año más tarde. Los dos últimos volúmenes aparecieron póstumamente.

A merced cuenta la historia de Ira Stigman. Como Roth, Ira proviene de inmigrantes judíos de la Galicia austrohúngara. Como Roth, vivió de niño en el Lower East Side de Manhattan y lamentó que su familia se trasladara a Harlem. Como Roth, Ira huye de la miseria y la deriva, y del infortunio y la desesperanza, y del trabajo sin sentido, y de las innumerables calles y callejones sin salida que les esperan incluso a los inmigrantes más trabajadores en aquel «reino dorado», y se convierte en escritor. Lo logra porque es fuerte y astuto, y tiene, por naturaleza, talento literario. El momento culminante de la novela es la salida de Ira de Greenwich Village: atrás deja a su querida madre y a su tiránico padre, y a su hermana, con quien tenía una relación incestuosa, a cambio del abrazo y cuidado de una profesora de la universidad de Nueva York llamada Edith Welles, homóloga imaginaria de Eda Lou Walton, amante de Roth en la vida real.

A merced es una especie de epopeya literaria un poco extraña: una autobiografía que es también una novela histórica. La acción de A merced —situada principalmente entre 1914 y 1927, pero entrelazada con mensajes de los ochenta y los noventa y con reflexiones intermitentes de los años intermedios— abarca la casi totalidad del siglo XX, desde el estallido de la Primera Guerra Mundial hasta la aparición del ordenador. Pero la novela de Roth no es producto de una investigación meticulosa; reconstruyó su mundo perdido simplemente de memoria. Abriéndose camino por su séptima y su octava década —vivió hasta los ochenta y nueve— llenó su bildungsroman de los detalles finamente veteados que cabe esperar de un relato de primera mano.

Roth tenía una memoria fotográfica brillante. Pero no era didáctico; también tenía instinto de novelista. Saber dónde comienzan y terminan la realidad y la ficción en A merced de una corriente salvaje no siempre es fácilmente discernible. El perfil básico de la vida de Ira Stigman que se describe en el libro —su desarrollo durante la adolescencia y su joven edad adulta— reflejan de cerca los de Henry Roth. Pero si A merced está despojada en gran parte del artificio joyceano del libro anterior de Roth y claramente trata de narrar su vida tal y como fue vivida, Roth también sacrifica la verdad autobiográfica en favor de la más acuciantemente emocional según se le ha revelado décadas después. La detallada exactitud de su reconstrucción de Harlem deja pocas dudas, o su generosa evocación de la vida inmigrante en Nueva York en los primeros decenios del pasado siglo, pero aparecen los adornos que sirven a la finalidad artística por la que tanto luchó Roth.

Y sí que lo luchó. Tras escribir Llámalo sueño, Roth vaciló. En la época de la publicación del libro, 1934, estaba profundamente comprometido —como lo estaba mucha gente de la izquierda americana en los años treinta— con el ideal comunista. Se hallaba internamente dividido por la necesidad de reconciliar su talento «burgués» para detallar la rica vida interior del individuo con los mandatos proletarios del arte socialista. Lo afectó desagradablemente la recepción de su primer libro por las publicaciones de tendencia izquierdista, y estaba decidido a escribir algo de lo que el Partido pudiera enorgullecerse. Contó con un anticipo de Maxwell Perkins, que admiraba Llámalo sueño, para hacer exactamente eso, pero fracasó. Después, como todo buen comunista, trabajó en diversos oficios duros de pelar. Formó una familia. Malgastó el tiempo y se le perdió la pista. Hizo falta una profunda desilusión con el comunismo soviético y un largo ajuste de cuentas personal para que Roth volviera a escribir seriamente, para finalmente concluir, tras tantas y tan largas molestias, que durante todo este tiempo solo había tenido una preocupación: él mismo.

Una edición ómnibus de A merced de una corriente salvaje es un acontecimiento emocionante, una posibilidad de presentar el libro a una nueva generación de lectores. Pero incluso los antiguos lectores necesitan echarle una nueva ojeada, ahora que el amplio alcance de la obra de Roth ha quedado plenamente contenido entre dos cubiertas.

A merced de una corriente salvaje se publicó originalmente como cuatro libros distintos. El primero, Una estrella brilla sobre Mount Morris Park, fue artísticamente el de menor éxito de los cuatro. Es probable que Roth tuviera dificultades para encontrar el equilibrio exacto, la envoltura exacta, las tácticas retórica e imaginaria exactas para empezar su monumental empresa. Había mucho que hacer en aquella salva inicial: presentar a Ira, a sus padres y a su familia extensa; presentar también a un Ira actual que vive con su mujer, M., en Albuquerque y que conversa con su ordenador, Ecclesias, sobre los desafíos de componer un libro idéntico a A merced; establecer una dialéctica entre esos dos Iras —tipográfica, retórica, circunstancial y filosóficamente distintos, y separados en el tiempo por casi setenta años— que den forma e informen a los tres volúmenes siguientes; recrear un mundo pasado de inmigrantes que hablaban yidis, instalado en un Harlem desaparecido junto con toda su vibración repiqueteante y amenazadora; situar ese mundo en el contexto más amplio de la Primera Guerra Mundial; y transmitir al lector el drama personal de Ira: su soledad aplastante, su falta de rumbo, su sensibilidad y sus incipientes dotes como escritor. Henry Roth tenía setenta y tres años cuando empezó el libro y había estado más o menos bloqueado durante los cuarenta años anteriores. Competía contra el tiempo y su salud disminuía. Escribir de nuevo, de hecho redimir su vida escribiéndola, debe de haber sido un alivio extraordinario casi indistinguible de la sensación de pánico.

Cuando comienza la epopeya, encontramos a Ira como un muchacho de ocho años. Acaba de trasladarse desde el Lower East Side, donde su vida pasaba con una borrosidad inconsciente porque estaba rodeado de compañeros judíos y porque era muy joven. Los Stigman se trasladan al norte, al 108 de la calle 119 Este —unas manzanas más al norte del enclave judío en Harlem—, porque allí se podían conseguir pisos baratos sin agua caliente y el padre de Ira era un hombre perversamente austero. La nueva vivienda tiene también una ventana que da a la calle, lo que es especialmente importante porque la madre de Ira tiene tendencias depresivas y disfruta de la luz y de las vistas. Pero para Ira la mudanza es nada menos que una expulsión del Edén. La hostilidad del Harlem goyish saca al chico de sus ilusiones: son los «irlandeses» quienes gobiernan la calle y el desprecio, incluso en ese trozo del crisol americano, se reserva especialmente a los judíos.

Al tiempo que cae en la cuenta de la inevitabilidad de ser «un judío pioj

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