I
La que sigue ha de ser, por imperativo del tipo de relato que me propongo llevar adelante, la consignación caótica de una serie de acontecimientos más o menos conectados entre sí, más o menos creíbles dentro de un contexto bastante increíble en sí mismo. Puede que haya saltos en la correlación temporal y hasta serias incongruencias porque —aun cuando ahora todo ha terminado— no es fácil para mí reconstruir en detalle los hechos tal como ocurrieron ya que se supone que mi cerebro ha borrado secuencias enteras de ellos debido a una circunstancia singular que en breve pasaré a detallar y que preferí respetar a cuento del interés del lector. De todas maneras, un viejo profesor de práctica forense de la Escuela de Cadetes de la Policía solía decirnos a sus alumnos que la historia de un caso policial no es un simple encadenado de acciones y reacciones regidos por la lógica causal, sino más bien una maraña de ofensas y sus venganzas correspondientes regidos por la lógica del encono, sólo a veces madurado al punto de ebullición del odio. Tal vez siguiendo ese patrón me resulte más sencilla la tarea de reunir las piezas del rompecabezas que fue el caso de los hermanitos Agustini, sin perder de vista —tal como le gustaba rematar a mi profesor— que sólo cuando el odio se ha convertido en saña inteligente podemos tener entre manos un crimen perfecto. Lo cual raramente ocurre.
Eugenia y Ezequiel Agustini, dos hermanos de doce y cuatro años, respectivamente, desaparecieron un buen día —mejor dicho, una mala noche, la misma noche— de dos lugares distintos, sin dejar rastros y sin que nadie pidiera rescate por ellos. Sus padres no hicieron la denuncia de inmediato, pero pocas horas después la noticia del secuestro saltó a la primera plana de los diarios y la Policía empezó a actuar de oficio. Tal vez la opinión pública no se hubiera hecho eco tan pronta y rotundamente del caso si no hubiera sido porque Martín Agustini y Mercedes Arango, padres de los chicos, eran los dueños de uno de los mejores y más clásicos restaurantes de Buenos Aires: la famosa Parrilla de San Lorenzo, frecuentada por empresarios, diplomáticos, estrellas del espectáculo y políticos de toda ralea. Este punto, que fundamentaba el hecho de que se tratara de una familia con un muy buen pasar económico, volvía más inexplicable que los supuestos secuestradores no hubieran exigido en ningún momento una suma de dinero a cambio de su liberación.
A la hora de tomar el caso, yo tenía referencias encontradas sobre Agustini: por un lado, me lo habían descrito como un sujeto refinado y arbitrario y, por el otro, como un cirujano brillante y compasivo que en el pasado había sido objeto de una gran injusticia. Médico pediatra egresado de la Universidad de Buenos Aires con promedio sobresaliente, había ejercido su profesión como director de un hospital público hasta que un escándalo lo obligó a renunciar y decidió viajar a Europa por algunos meses. Regresado de urgencia al país debido a un accidente cerebrovascular que causó la muerte de su padre don Cornelio Agustini, fundador del restaurante, Martín decidió abandonar su profesión y hacerse cargo del negocio familiar. Después de todo, “un buen cocinero es como un cirujano” asegura Philippe (Noiret) en La gran comilona1. Y algo de eso debe haber porque, a partir de que el médico se puso al frente del restaurante, la reputación de la Parrilla de San Lorenzo terminó de consolidarse y el lugar se convirtió en sitio obligado de peregrinación para nativos y extranjeros amantes de la mejor carne argentina. Ubicada en el distrito súbitamente esnob de Palermo Hollywood, que en los años de su fundación todos conocían como “Palermo Viejo sobre el arroyo Maldonado”, la parrilla figuraba desde su apertura en las guías de referencia de los sitios gastronómicos top de la ciudad. Pero Martín Agustini reveló una gran visión comercial al reciclarla por completo y lograr incluirla también en el circuito de visitas de los turistas hospedados en hoteles cinco estrellas, fenómeno reforzado por el boom del turismo en la Argentina, luego de la crisis económica de 2001. Eso había determinado que él y su esposa, profesora universitaria de Historia y autora de varios libros sobre la Antigüedad grecorromana, terminaran de consolidar —tal como ya he dicho— una cuantiosa fortuna.
A diferencia de lo que me pasaba con su marido, sobre Mercedes Arango yo tenía unas pocas referencias más bien irrelevantes, pero guardaba de ella el más singular de los recuerdos. La había conocido cuando los dos éramos demasiado jóvenes —nos cruzamos unas pocas veces a los veinte años— y en las circunstancias menos favorables. No exagero si digo que, al verla por primera vez, debo haber sentido algo muy parecido a lo que sintió Paris al descubrir a la divina Helena en el palacio espartano de su marido Menelao (si se me permite el arcaísmo), un deslumbramiento de esos que no admiten reacción alguna, pero que sobre todo no admiten el olvido. Así como la teoría filosófica de lo sublime trata de explicar, sin conseguirlo, la enajenación que nos causa presenciar el exceso de belleza y el asomo de la perfección, durante mucho tiempo después de conocerla traté de explicarme por qué la suerte (naturaleza, Dios, dioses, genética, destino o como prefiera llamárselo) había sido tan generosa con ella. Mercedes era, con mucho, la mujer más hermosa que había visto en toda mi vida y nunca pude dejar de pensar en su belleza de manera perturbadora. Si la hubieran conocido, se darían cuenta de que cualquier hombre con las cosas bien puestas puede llegar a todo por el amor de alguien como ella, porque su sola presencia tiene el poder de causar adicción y hasta angustia, obsesión, celos y el deseo profundo de hacerle el amor. Sin duda, por una mujer así yo también hubiera marchado a luchar diez años ante los muros de Troya. Pero los hados (para seguir con el símil mitológico) quisieron que, en aquel entonces, Mercedes fuera no sólo la novia de Martín Agustini, sino la mejor amiga de mi novia.
Los hijos del matrimonio Agustini habían sido raptados durante la madrugada del lunes 27 de noviembre de 2006. El pequeño Ezequiel había sido sustraído de su dormitorio en la casa familiar mientras su madre dormía a escasos quince metros de él, en la suite matrimonial, y la chica, Eugenia, había desaparecido del primer piso de la mismísima Parrilla de San Lorenzo, donde se había quedado a pasar la noche luego de regresar del cumpleaños de una amiga y mientras su padre dormía en un cuarto contiguo. Nadie había visto ni oído nada, no había testigos circunstanciales ni el más mínimo indicio de la entrada o de la salida de los captores a ninguna de las dos propiedades. La noche anterior había tenido lugar en el famoso restaurante una gran fiesta privada a la que habían asistido políticos y figuras del espectáculo, lo que hizo que —al tomar estado público el secuestro— se armara un considerable revuelo que llegó a las altas esferas de la seguridad nacional. En cuestión de horas, la Policía se vio enfrentada a toda clase de acusaciones provenientes de los medios de comunicación sobre su incapacidad para controlar la ola de inseguridad que azotaba al país y que cobraba víctimas permanentemente en todos los estratos socioeconómicos.
En lo que a mí se refiere, confieso que nunca me había sentado a una mesa en la Parrilla de San Lorenzo, no tanto porque los precios de su carta no resultaran piadosos al bolsillo de un comisario inspector asalariado de la Policía —motivo no poco relevante—, sino por un par de razones bastante más delicadas y complejas: la primera, mi decisión de no volver a cruzarme con Mercedes Arango al menos hasta que yo alcanzase una edad teóricamente exenta de deseo, decisión íntima y férrea a la vez, que (lo sabrán con el correr del relato) se había convertido en motor de mi vida; la segunda, que Josefina, mi esposa, había estado involucrada en aquel escándalo ocurrido doce años atrás en el Hospital Central de la Ciudad cuando Martín Agustini era su director y, a consecuencia del cual, se vio forzado a renunciar.
Nunca pude precisar si mi mujer, además, acusaba cierta molestia ante la posibilidad de encontrarse cara a cara con los dueños del local o si acaso sentía esa natural inhibición de las personas tímidas cada vez que hablábamos de aquel tema, pero, cualquiera fuese su actitud, era suficiente para disuadirme de la idea de llevarla a comer al restaurante del ¿ex? doctor Agustini. En realidad, lo ocurrido había sido un episodio confuso y muy doloroso para ella —y debo decir que también para mí, aun cuando estuve involucrado sin saberlo—, un asunto que nunca terminó de aclararse del todo y que parece prematuro detallar en este momento. Por otro lado, resulta gratuito aclarar que Josefina nunca llegó siquiera a intuir el impacto que el encuentro con su mejor amiga me había causado varios años antes (para ser exacto, el mismo día que nos conocimos y nos pusimos de novios), si bien ese impacto no fue en absoluto ajeno a la historia de nuestras vidas.
Como sea, la primera vez que pisé el restaurante habían pasado al menos dos meses desde el secuestro de los chicos Agustini y el caso ya había desaparecido de los periódicos y también del boca a boca de la gente. La Policía estaba desorientada y no había noticia alguna del paradero de los secuestrados (la carátula provisoria era “Secuestro seguido de privación ilegítima de la libertad”). Los dos menores habían sido incluidos en las listas de personas buscadas por redes solidarias nacionales e internacionales, pero no había un solo detenido en la causa. Luego de incontables rastrillajes y allanamientos no se había hallado una sola mancha de sangre ni la más mínima pista que sirviera como punta de un ovillo que ya todos empezaban a suponer invisible, o cuanto menos inhallable. La investigación estaba en un virtual punto muerto y, ante mi insistencia, el comisario general Ortega decidió ponerla en mis manos. El caso me había resultado muy interesante desde la desaparición misma de los dos menores y lo había seguido paso a paso. De Séneca yo había aprendido —gracias a los buenos oficios de mi esposa Josefina, profesora en latín, quien solía desafiarme a traducir frases célebres de esa lengua muerta— que tuta scelera esse possunt, secura non possunt2. Intuía en este caso un desafío a mi condición de investigador, desafío que no era ajeno al pasado que nos ligaba justamente a mi esposa y a mí con los protagonistas del hecho, aun cuando aceptarlo significaba a todas luces quebrantar mi decisión de no volver a cruzarme con Mercedes Arango.
Lo primero que me impactó al entrar a la parrilla fue lo mismo que impactaba a todo el mundo: la reproducción a escala humana de la escultura de San Lorenzo en la retícula (1613) de Gian Lorenzo Bernini que presidía el enorme salón. Recién al verla comprendí que la parrilla del nombre del restaurante no sólo hacía alusión al sitio en que los argentinos nos reunimos a degustar manjares de carne vacuna, sino sobre todo al artefacto de hierro en que fue asado el pobre santo, a quien no en balde Zurbarán pintó con la mismísima parrilla a cuestas. Después sabría que la obra de Bernini había impactado de tal manera a don Cornelio Agustini —cuando tuvo oportunidad de verla siendo apenas un niño en uno de sus primeros viajes a Italia— que muchos años después le inspiró el nombre de su famoso local de comidas.
—Impresionante, ¿verdad?
Me volví para ver quién me hablaba y choqué con los ojos demasiado claros y la sonrisa socarrona de dientes perfectos de un hombre que ingresaba en la cuarentena, impecablemente envarado dentro de un traje color ocre y con un peinado a la gomina un tanto anticuado, aunque sospeché que había sido realizado ex profeso para disimular una calvicie amenazadora. Recuerdo que me resultó particularmente llamativa su nariz de boxeador, cuyo tabique sugería haber sido alguna vez pulverizado y luego reconstruido.
—Es una réplica sobre molde de la obra original que está en la Galleria degli Uffizi. Mi padre se la encargó a un escultor florentino. La hizo traer especialmente para la inauguración del restaurante. —Se acercó y acarició la cabeza del mártir con un gesto beatífico—. San Lorenzo es el santo patrono de los cocineros. ¿De casualidad ha visto aquella deliciosa película sobre la escritora norteamericana que se muda a la Toscana?3
—La verdad que no…
—Quien le vende la casa de campo, le regala a la protagonista una imagen de nuestro patrono. Dicen que el pobre santo no perdió el humor ni siquiera cuando lo estaban asando en la parrilla. Se volvió y les pidió a sus verdugos que lo dieran vuelta porque de ese lado ya estaba listo.
—Una manera sutil de vengarse de sus asadores —observé.
—Sí, lo que se llamaría una venganza in articulo mortis —me aclaró con una leve sonrisa—. Algo muy parecido a lo que hacen los villanos de Paul Verhoeven en sus películas. Piense en el temible Cohaagen de El vengador del futuro4 ya herido de muerte y, a pesar de eso, detonando una bomba para que todo el mundo se muera con él en un planeta Marte sin atmósfera. O piense en el antihéroe de El hombre sin sombra5, ese científico genial que fracasó en su experimento para volverse invisible, cuando ya agónico y convertido en un monstruo toma venganza robándole un último beso a la mujer que amó y que unos segundos después será la causante de su muerte. Lo mismo que el malvado de El libro negro6 encerrado vivo en un ataúd, que suplica por salir pero, al no conseguirlo, consuma su venganza verbal antes de morir…
No entendía demasiado bien de qué me estaba hablando pero también yo esbocé una sonrisa. El hombre se acercó y me extendió su mano.
—Martín Agustini. Me dijeron que preguntó por mí.
Estreché su mano y le mostré mi placa.
—Ulises Guzmán, investigador de la Policía. Me nombró el comisario Ortega en reemplazo de mi colega Pelosi…
—Pelosi era un inútil.
La sentencia me sorprendió nuevamente a mis espaldas con el acento de una voz femenina nítida y educada que, con sólo oírla, me retrotrajo más de trece años, al día de nuestro primer encuentro. Casi a mi pesar, y con una lentitud no libre de temor, me volví para enfrentarme con mi Helena de Troya más de una década después. Y ahí estaba ella, promediando la treintena, pero más inalcanzable que nunca, como si los dones de su belleza fueran capaces de burlar incluso los designios de su abuelo Cronos. La vi acercarse desde la trastienda, enfundada en un atuendo visiblemente caro que reforzaba cierto aire de aristocracia en el porte (como correspondía) y se me ocurrió que ni la verdadera hija de Zeus y Leda podría lucir mejor. Como siempre, me impactó el azul contundente de sus enormes ojos; aunque se veía algo ojerosa y cansada. Desconté que no me reconocería ya que sólo nos habíamos visto en un par de ocasiones a comienzos de los noventa, y además el tiempo había hecho en mi persona todos los estragos que se abstuvo de hacer en la de ella. A juzgar por la expresión plana que mantuvo al verme, creí poder confirmar mi certeza, excepto que al fruncir levemente el ceño y hacer un corto silencio antes de hablarme pude alentar la esperanza de que mi cara le resultara familiar. Sin embargo, venció esa leve vacilación y agregó:
—Desde que denunciamos la desaparición de mis hijos, Pelosi no hizo más que perder el tiempo. —Se plantó frente a mí con un gesto entre desafiante y abrumado—. ¿Usted los va a encontrar?
—Le prometo hacer todo lo posible, señora Agustini.
Acto seguido me preguntaron si yo tenía hijos (les contesté que no, lo cual tal vez no fuera rigurosamente cierto) y luego hablaron del desconsuelo que sentían ante el secuestro de los suyos, aunque percibí en ambos un vago aire de resignación. Observé que cada súplica de Mercedes para que se los devolviera sanos y salvos iba seguida de una acotación del esposo tratando de morigerar la demanda, pero no pude distinguir si el del médico era un intento por mostrarse civilizado al punto de tomar cierta distancia de los hechos, si era un intento por no hacerme sentir excesivamente responsable de la tarea que me habían asignado, o incluso, si era un modo de expresarme en forma subliminal su escepticismo respecto de que yo pudiera encontrarlos. Al contrario de lo que podía sugerirme la actitud del padre, de pronto me sobresaltó comprobar que había lágrimas en los ojos de la madre al hablarme del pequeño Ezequiel; por primera vez parecía desesperada y debo aceptar que las lágrimas de Helena no pudieron dejar de conmoverme. Me dijo que soñaba cada noche con que él la llamaba y le pedía por favor que fuese a buscarlo. Pronto, el padre me habló en otro tono en relación con su hija mayor: me dio a entender que la chica ya era una adolescente y que él temía algo así como un secuestro con fines sexuales. La esposa no estuvo de acuerdo, aunque enseguida advertí que la horrorizaba la idea de que sus hijos hubieran caído en manos de un depravado.
Para cambiar de tema, desvié la conversación hacia el sitio de donde cada uno de sus hijos había desaparecido —la casa familiar y el restaurante— y creo que también les mencioné con cierta extrañeza el hecho de que no hubieran denunciado de inmediato las desapariciones. Me sentí bien al comprobar que los había puesto en un pequeño aprieto, si bien salieron airosos explicándome que la situación los había sorprendido de tal manera, “tan intempestivamente”, dijeron, que superó la capacidad de reacción de ambos. Para cuando reaccionaron, según trataron de asegurarme, el país entero ya conocía su desgracia y la Policía había tomado cartas en el asunto. Me quedé un momento en silencio pensando en esa palabra que uno de los dos acababa de emplear: “intempestivamente”, y traté de pensar qué condimento podría tornar “oportuno” el secuestro de dos hijos. Creo recordar que no tuve tiempo de buscar una respuesta porque ya estábamos hablando otra vez de mi asombro por la ambientación del local, cuya monumental imposición de la estatua a la entrada había empezado a producirme cierta sutil inquietud (me animo a decir que la causa de eso no era otra que la inevitable asociación de la marmórea, pero humana, carne del santo asada en la parrilla con la carne vacuna que se estaba asando más adentro para consumo de los clientes).
Entre los dos me llevaron a recorrer las instalaciones. Les pregunté si había un circuito cerrado de cámaras de seguridad dentro del salón y me dijeron que no, que siempre se habían negado a instalarlo porque preferían preservar la intimidad de los comensales, muchos de ellos personajes públicos. En ese punto, Agustini comentó, como al pasar, que mi antecesor Pelosi ya había hecho una inspección exhaustiva del lugar e interrogado a todos los empleados que trabajaban allí. Luego, con evidente orgullo, me explicó que él se había ocupado personalmente de la última remodelación del local. Me dijo que habían agregado, a la ya famosa parrilla para asar a la vista del público, un gran horno a leña contiguo a la cocina que permanecía encendido las veinticuatro horas.
Acto seguido, Mercedes —de cuyo rostro apenas si yo lograba por momentos apartar la mirada— me llevó al sector de mesas, que habían confinado a un desnivel junto a un gran ventanal. A ambos lados del prolijo cortinado color púrpura refulgían altísimas paredes blancas donde se alineaba una gran cantidad de afiches de películas de todos los tiempos referidas a temas gastronómicos: desde La quimera del oro7 hasta Súper tamaño8. Supe entonces que Agustini era fanático del cine y entendí su observación del principio —que, para ser sincero, me había parecido un poco fuera de lugar— sobre la escritora norteamericana radicada en la Toscana y sobre los personajes que ejecutaban su venganza in articulo mortis. La pared enfrentada a la de los afiches, también blanca, parecía usarse como pantalla dado que un gran proyector colgaba del techo y se enfocaba hacia ella. Luego supe que servía para proyectar videos musicales y breves avances promocionales de películas, todos relacionados con la comida y la bebida. Deduje que esa presencia de séptimo arte, videoclips musicales y publicidad intentaba ser el corolario moderno de una especie de mise en scène artística que inundaba todo el lugar de un presunto olor a originalidad.
Cuando, amparado en la singularidad del caso, traté de hurgar en los antecedentes del matrimonio (en secuestros de esta naturaleza los primeros en ser investigados son los progenitores), Mercedes esbozó una sonrisa triste para decirme que con su marido se habían conocido cuando ella todavía estaba en el colegio secundario, pero que habían formalizado su relación a principios de los noventa en el cine recién abierto de un shopping. Al respecto, Agustini se limitó a agregar que añoraba las matinés de los domingos en aquellos cines de barrio que acabaron demolidos o transformados en sucursales bancarias, supermercados o templos de la Iglesia Universal del Reino de Dios. Les dije que mi mujer y yo también nos habíamos conocido en una fila de boletería para ver Gatica, el Mono9. Entonces observé que Mercedes Arango se quedó un momento pensativa y quizá algo sorprendida, como si mis palabras le despertasen algún recuerdo ligado con su propia vida, pero no hizo ningún comentario.
En cambio, me invitó a acercarme a los afiches y me indicó que leyera un curioso cartelito metálico al pie de cada uno de ellos: allí estaba la versión en latín del nombre de la película. Agregó que en cada servilleta que se entregaba a los comensales estaba bordado uno de esos nombres —uno distinto en cada una— y que un divertimento típico de los habitués era aprenderse de memoria cómo se decía en latín clásico el nombre de su película favorita. No necesité preguntarle quién había sido la autora de la idea, que incluía la posibilidad de comprar, en la tienda de merchandising del local, una reproducción de cada uno de los afiches con el título estampado en la lengua de Horacio. “Si uno cuida al cliente, el negocio se cuidará a sí mismo”, agregó Agustini con la sonrisa del que todo lo sabe. Le respondí que esa frase me sonaba conocida y me concedió que era posible: “Pertenece a Ray Kroc, el fundador de McDonald’s. Quizá la recuerde porque es el epígrafe de Súper tamaño10”. Le concedí que su erudición en materia de películas sonaba inobjetable.
—Nuestro concepto del cliente es lo único que tenemos en común con los restaurantes de fast food. Por todo lo demás, estamos en las antípodas. Creemos que la ingesta de alimentos debe ser una ceremonia íntima, relajada, creativa, recóndita, en la que el paladar pueda ser incentivado por el entorno para degustar cada ingrediente. Todo lo contrario de un espeto corrido o un tenedor libre. Es fundamental lo que se come, pero igual de importante es cómo y dónde se come. En Comer, beber, amar11, el señor Chu es maestro chef en un megarrestaurante taiwanés muy lujoso. Personalmente, ése es el tipo de comedero multitudinario que detesto y en el que jamás podría sentarme a probar bocado —remarcó con ánimo de dejarme en claro sus preferencias. Y señalando los afiches, completó—: En La fiesta de Babette1