El bolígrafo de gel verde

Eloy Moreno

Fragmento

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Una vida —cualquiera— se resume en una serie de acontecimientos especiales, de puntos y aparte. Puntos que, por más tiempo que transcurra, permanecen intactos en la memoria, remanentes hasta el mismo día en que nos alcanza la muerte.

Si deseamos que aparezcan, basta con pararse a pensar en todo lo que uno ha hecho durante su vida (o en lo que no ha hecho) y la sucesión de esas imágenes, difusas en la mente, son el unir los puntos de nuestra existencia.

No suelen ser hechos trascendentes, sino simples momentos tan insignificantes para cualquier otra persona como especiales para uno mismo: el primer «te quiero», la muerte de un familiar o la muerte de un ser querido, la frontera que traza el primer «usted», el temblor de piernas incontrolable tras un accidente, las noches pasadas en un hospital prometiendo cosas a un dios que después olvidas, el primer beso en los labios o el primer beso en la boca —nunca es lo mismo—, la peor discusión con tu mejor amigo, ver tempranear al sol, la cicatriz más grande del cuerpo, el brotar de una vida, las noches en casa de los abuelos, descubrir que una pesadilla ha sido una pesadilla o la primera vez que comprendes que siempre que alguien quiere comprar hay alguien que, al final, vende.

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TESORO

TESORO

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Después de casi dos semanas empecinados, con la ilusión como principal motor del esfuerzo, acariciábamos la esperanza de terminarla. Contemplamos, ya durante el anterior verano, la necesidad de construir un lugar donde guarecernos del sol de las tierras manchegas; un refugio donde suavizar una sequedad a la que no acabábamos de acostumbrarnos los que veníamos de la costa.

Podríamos haber esperado a que la tarde estuviera mucho más madura —aunque ahora, desde el recuerdo, no sé si eso hubiese alterado en algo lo que vino después—, pero los días pasaban demasiado rápido y solo agosto era nuestro.

Aquella tarde comenzamos pronto. Con el postre aún entre los dientes, nos levantamos de la mesa para recorrer, con pasos que casi eran saltos, el largo pasillo que separaba el pequeño comedor de la gran cocina: espaciosa, con nevera de las de congelador arriba; conjunto de horno y encimera de butano; pila de mármol amarillento; dos sillas de las de asiento de mimbre y respaldo de madera; y una mesa, arrinconada en la pared, sobre la cual colgaba, desde hacía años, el mismo calendario: una joven señorita —o no tanto— nos mostraba, enfundada en un mono azul, sus generosos pechos convenientemente embadurnados de aceite: Talleres Garrigo, 1981.

Desde la cocina, a través de una cortina de canutillos, se accedía a la galería: alargada y extremadamente estrecha. La recorrimos en apenas cuatro zancadas para dirigirnos a la escalera —de pendiente acusada, peldaños agrietados y barandilla oxidada— que desembocaba en el patio.

No era aquel patio grande, sino enorme. Tapizado de tierra y de aspecto rectangular, distribuía, a la izquierda, una pequeña piscina junto a medio campo de baloncesto; al fondo, dos portás gigantes, y a la derecha, también al fondo, el rincón donde habíamos estado trabajando durante tantos días.

Aquella tarde de viernes se nos presentaba —como venía siendo habitual— relajada, varada en un agosto tranquilo. El cielo, liso y de un azul despejado, apenas ofrecía obstáculos a un sol que se ensañaba quemando la tierra que pisábamos. El viento ni siquiera era capaz de mover el pequeño molinete colocado en lo alto del único árbol que teníamos. Y el silencio que nos rodeaba era tan intenso que, sin apenas escucharlo, lo oíamos.

Comenzamos los preparativos para otra dura jornada de trabajo, la última si todo iba bien —al final fue la última yendo todo mal—. Colocamos nuestros taburetes de mimbre junto al alto muro de piedra, aprovechando así una pequeña franja de sombra que, a partir de las tres, comenzaba a dilatarse. Nos dividimos el trabajo para localizar de nuevo todo el material necesario: la vieja sierra de mango rojo que apenas serraba; la caja de herramientas repleta de clavos, tornillos y tuercas; los dos martillos; los alicates amarillos y varios destornilladores que abandonábamos cada día aquí y allá.

Y así, sin atisbo de sospecha, una apacible tarde de agosto, en apenas dos horas, se iba a rebelar contra nosotros.

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Aquel rincón, el nuestro, en el que nos reuníamos cada día, pasó de ser una madriguera de niños a un nidal de ilusiones. Un lugar que almacenaba —además de ladrillos, maderas, tejas y todo tipo de chatarra— secretos, miradas y conversaciones que en aquellos años no llegamos a compartir con nadie más.

He estado, a lo largo de mi vida, en rincones —nunca esquinas— parecidos, pero en ninguno de ellos he sido capaz de encontrar lo que dejamos en aquel que hace años compartimos.

Comenzamos allí, arrinconados, lo que en breve supondría el final del verano, y a su vez, el final de todos los veranos juntos. Habían pasado ya los días de trazar la planta, de dise

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