El bolígrafo de gel verde

Eloy Moreno

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Mi historia, su historia

Una tarde de 2007 me senté frente al ordenador con una idea en la cabeza: escribir la novela que a mí me hubiese gustado leer.

Invertí más de dos años en terminarla, miles de horas inventando personajes, capturando pedazos de realidad… En resumen, invertí una pequeña parte de mi vida en crear otras vidas.

Fue a mediados de 2009 cuando la acabé, cuando escribí la última palabra de una novela que llevaría por título El bolígrafo de gel verde. Aquella misma noche, la de la creación final, encendí nervioso el ordenador para comunicárselo. Pulsé sobre el archivo y lo abrí, y allí apareció ella. Me quedé mirándola, pasando páginas sin leerlas, hasta que llegué a la última de las frases, a la última de las palabras: «Estás perfecta», le dije.

Recordé aquellos dos años juntos; todas las horas, las tardes, los días y las noches que habíamos pasado acompañándonos; aquellas madrugadas en las que yo acababa dormido sobre el teclado; todas esas risas y todas esas lágrimas que compartimos mientras la estuve escribiendo. Y, tras el paso de unos minutos en esa, nuestra intimidad, me hizo una pregunta para la que yo no tenía respuesta: «¿Y ahora qué?».

¿Y ahora qué?… Había estado tan inmerso en su creación que no me había planteado qué haría después con ella, qué haríamos. No tenía respuesta. Nunca pensé en su existencia más allá del nacimiento; nunca imaginé que no quisiera quedarse en Nunca Jamás para siempre.

Durante varias semanas, cada noche me acercaba al ordenador, lo encendía y la miraba. En realidad nos mirábamos. Así nos podíamos pasar horas. Y fue durante esas noches cuando me di cuenta de que una novela nace para ser leída.

Así que decidí ser yo mismo quien le devolviera la vida, ser yo quien la publicase. Aún recuerdo la tarde en que se lo dije. Aún recuerdo su sonrisa, sus ganas por salir de aquel ordenador que se había convertido en su cárcel.

LA AUTOEDICIÓN

Opté por editarla yo mismo. Si había sido capaz de estar durante dos años escribiéndola; ¿por qué no iba a poder editarla? Le comuniqué la decisión. «Cariño —le dije—, eres lo mejor que ha salido de mis manos. Te escribí para ser leída y no voy a permitir que nadie te desprecie sin ni siquiera llegar a leerte. Tú no has nacido para eso.»

Y fue así como ella y yo, obra y autor, comenzamos el camino juntos. Trabajamos de nuevo durante meses; días y noches en los que estuve jugando con sus formas, buscándole el mejor formato, el mejor tipo de letra, la distancia exacta entre sus huesos que eran líneas, entre sus órganos que eran párrafos… Le busqué una buena imprenta para dotarle de una piel de papel. Y así fue como, hace quince años, un día de noviembre de 2009, tuve el primer ejemplar entre mis manos.

Ahora ya sólo faltaba distribuirla. Podría haber contratado a una empresa, pero sé que ella nunca se hubiese atrevido a ir sola. Estuvimos demasiado tiempo juntos, así que finalmente decidí acompañarla a todas partes.

Admito que al principio fue difícil, en algunas librerías ni siquiera nos recibieron: «No van ustedes por el canal adecuado», nos decían. Y en las que lo hicieron, tampoco nos tomaron muy en serio, pues dejaban los ejemplares en lugares demasiado escondidos, lugares donde ella no podía lucir aquel traje que tanto le gustaba.

Por eso estuve durante muchos días, durante muchas horas, de pie fuera de las librerías, repartiendo marcapáginas y hablando uno a uno con todos los posibles lectores. Aún recuerdo cada vez que iba a una librería y les intentaba convencer para que me dejasen estar todo el día en la puerta promocionando la novela.

Y así, con mi insistencia y su calidad, la situación fue mejorando. Y claro, con el aumento de ventas, comenzaron a tratarla con respeto; incluso con cariño, que era más importante. Cada vez estaba más visible, en mejores estanterías y junto a mejores novelas. Tendríais que haber visto su cara el día que la colocaron junto a Saramago

También he de reconocer que tuve mucha ayuda, pues mis padres la adoptaron, como a ese nieto que aún no habían tenido. Y si mi padre se encargaba de recoger los paquetes de libros que iban llegando de la imprenta y llevármelos a la librería en la que estaba de promoción, fue mi madre la que ejerció un papel más sentimental, pues a partir del nacimiento de la novela se dedicó a llevar siempre un ejemplar en el bolso para enseñarla en cualquier pescadería, mercado, frutería y demás establecimientos por los que habitualmente pasaba. Una parte de ella —a la novela me refiero— se acostumbró a vivir al abrigo de una madre que no era biológica, pero sí adoptiva.

Y así, conforme pasaba el tiempo, cada vez más lectores preguntaban por la novela. La buscaban o comentaban sobre su trama sin saber que ella estaba ahí, sobre cualquier estante, escuchándolos.

LA PROMOCIÓN

Posteriormente, en mi rol de padre que quiere ver crecer a su criatura, intenté llevarla a lugares más grandes, como El Corte Inglés, la FNAC, La Casa del Libro... En la mayoría de ellos, al principio me respondieron con negativas: «No va por los cauces adecuados», me decían. Pero yo volvía de nuevo a intentarlo, y volvía y volvía, hasta que finalmente me permitían ponerla a la venta e incluso me dejaban estar por allí promocionándola.

Y así, poco a poco, ciudad a ciudad, creamos lo que ambos denominamos «el TOUR 2010» que, recuperando el espíritu de las bandas de rock, consistía en coger el coche, llenar una maleta con decenas de ejemplares e ir por distintas ciudades dando a conocer la novela. Se trataba de ciudades que normalmente no escogía yo sino los propios lectores, pues ellos con su insistencia convencían a librerías, organizaciones, ferias… para que me dejasen estar allí promocionando la novela.

Finalmente conseguí ponerla a la venta en La Casa del Libro de Castellón. Inmediatamente lo comuniqué en Facebook y cientos de personas escribieron una opinión sobre el libro en su web. Consecuencia: gracias a todas esas opiniones, la novela se situó como la segunda más valorada y ahí comenzó todo lo que vino después.

Esta aventura llegó a oídas de una gran editorial y se pusieron en contacto conmigo para poder distribuir el libro en toda España.

Y finalmente llegó el día, un 13 de enero de 2011 en el que mi primera novela, El bolígrafo de gel verde, se puso a la venta a nivel nacional.

Así nació ella y así nació mi carrera literaria.

Después de toda aquella aventura, de aquel Tour 2010, me quedo, de por vida, con una experiencia que me aportó amigos en muchas ciudades, compañeros de aventura en ferias, lectores que simplemente venían a saludarme, personas que me contaban sus pequeñas o grandes historias mientras hablábamos de libros, cientos de fotografías y millones de recuerdos. Y sobre todo, me di cuenta de que a veces los molinos no son tan grandes como los vemos.

Gracias a todos los que me habéis ayudado a llegar hasta aquí.

Una vida —cualquiera— se resume en una serie de acontecimientos especiales, de puntos y aparte. Puntos que, por más tiempo que transcurra, permanecen intactos en la memoria, remanentes hasta el mismo día en que nos alcanza la muerte.

Si deseamos que aparezcan, basta con pararse a pensar en todo lo que uno ha hecho durante su vida (o en lo que no ha hecho) y la sucesión de esas imágenes, difusas en la mente, son el unir los puntos de nuestra existencia.

No suelen ser hechos trascendentes, sino simples momentos tan insignificantes para cualquier otra persona como especiales para uno mismo: el primer «te quiero», la muerte de un familiar o la muerte de un ser querido, la frontera que traza el primer «usted», el temblor de piernas incontrolable tras un accidente, las noches pasadas en un hospital prometiendo cosas a un dios que después olvidas, el primer beso en los labios o el primer beso en la boca —nunca es lo mismo—, la peor discusión con tu mejor amigo, ver tempranear al sol, la cicatriz más grande del cuerpo, el brotar de una vida, las noches en casa de los abuelos, descubrir que una pesadilla ha sido una pesadilla o la primera vez que comprendes que siempre que alguien quiere comprar hay alguien que, al final, vende.

Tesoro

Después de casi dos semanas empecinados, con la ilusión como principal motor del esfuerzo, acariciábamos la esperanza de terminarla. Contemplamos, ya durante el anterior verano, la necesidad de construir un lugar donde guarecernos del sol de las tierras manchegas; un refugio donde suavizar una sequedad a la que no acabábamos de acostumbrarnos los que veníamos de la costa.

Podríamos haber esperado a que la tarde estuviera mucho más madura —aunque ahora, desde el recuerdo, no sé si eso hubiese alterado en algo lo que vino después—, pero los días pasaban demasiado rápido y sólo agosto era nuestro.

Aquella tarde comenzamos pronto. Con el postre aún entre los dientes, nos levantamos de la mesa para recorrer, con pasos que casi eran saltos, el largo pasillo que separaba el pequeño comedor de la gran cocina: espaciosa, con nevera de las de congelador arriba; conjunto de horno y encimera de butano; pila de mármol amarillento; dos sillas de las de asiento de mimbre y respaldo de madera; y una mesa, arrinconada en la pared, sobre la cual colgaba, desde hacía años, el mismo calendario: una joven señorita —o no tanto— nos mostraba, enfundada en un mono azul, sus generosos pechos convenientemente embadurnados de aceite: Talleres Garrigo, 1981.

Desde la cocina, a través de una cortina de canutillos, se accedía a la galería: alargada y extremadamente estrecha. La recorrimos en apenas cuatro zancadas para dirigirnos a la escalera —de pendiente acusada, peldaños agrietados y barandilla oxidada— que desembocaba en el patio.

No era aquel patio grande, sino enorme. Tapizado de tierra y de aspecto rectangular, distribuía, a la izquierda, una pequeña piscina junto a medio campo de baloncesto; al fondo, dos portás gigantes; y a la derecha, también al fondo, el rincón donde habíamos estado trabajando durante tantos días.

Aquella tarde de viernes se nos presentaba —como venía siendo habitual— relajada, varada en un agosto tranquilo. El cielo, liso y de un azul despejado, apenas ofrecía obstáculos a un sol que se ensañaba quemando la tierra que pisábamos. El viento ni siquiera era capaz de mover el pequeño molinete colocado en lo alto del único árbol que teníamos. Y el silencio que nos rodeaba era tan intenso que, sin apenas escucharlo, lo oíamos.

Comenzamos los preparativos para otra dura jornada de trabajo, la última si todo iba bien —al final fue la última yendo todo mal—. Colocamos nuestros taburetes de mimbre junto al alto muro de piedra, aprovechando así una pequeña franja de sombra que, a partir de las tres, comenzaba a dilatarse. Nos dividimos el trabajo para localizar de nuevo todo el material necesario: la vieja sierra de mango rojo que apenas serraba; la caja de herramientas repleta de clavos, tornillos y tuercas; los dos martillos; los alicates amarillos y varios destornilladores que abandonábamos cada día aquí y allá.

Y así, sin atisbo de sospecha, una apacible tarde de agosto, en apenas dos horas, se iba a rebelar contra nosotros.

Aquel rincón, el nuestro, en el que nos reuníamos cada día, pasó de ser una madriguera de niños a un nidal de ilusiones. Un lugar que almacenaba —además de ladrillos, maderas, tejas y todo tipo de chatarra— secretos, miradas y conversaciones que en aquellos años no llegamos a compartir con nadie más.

He estado, a lo largo de mi vida, en rincones —nunca esquinas— parecidos, pero en ninguno de ellos he sido capaz de encontrar lo que dejamos en aquel que hace años compartimos.

Comenzamos allí, arrinconados, lo que en breve supondría el final del verano; y a su vez, el final de todos los veranos juntos. Habían pasado ya los días de trazar la planta, de diseñar los bocetos y de colocar los ladrillos; había pasado ya el difícil momento de sostener el hueco de la entrada, de alinear las paredes y de equilibrar el conjunto. Todos esos días, con sus horas y sus minutos, con sus goces y sus disputas, habían pasado. Y tras el pasar de aquellos momentos, llegó el día más importante: nos restaba colocar el techo.

Ocupamos la mañana de aquel viernes seleccionando tablones: carcomidos a decenas, aceptables apenas ocho o nueve; pero tuvimos suficientes. Cuatro y cuatro, ese fue el reparto; primero Toni y después yo; y después él y después yo otra vez. Y así, suavemente, temblando tanto como se balanceaba el conjunto, los fuimos colocando.

La tarde la ocupamos buscando tejas. Había muchas, pero casi todas rotas. Pasó más de una hora hasta que conseguimos reunir una veintena aceptable. Las limpiamos a fondo con un trapo, haciendo enloquecer a las tijeretas que las habitaban: la mayoría, en su huida, nos subían por los brazos.

Con cuidado de cirujano sobrio, las colocamos sobre toda la estructura —un peso demasiado exagerado para unas débiles maderas—, rehusando la idea de añadirle pendiente, eso no era tan importante. Allí, en verano, apenas llovía.

Serían casi las cinco de la tarde cuando colocamos la última teja en su lugar: la obra estaba acabada.

Silencio, esa fue nuestra alegría, nuestra recompensa. Un silencio prolongado, generoso, íntimo, de los que permiten ser recordados con el paso de los años. Un silencio irrepetible, ruidoso al fin y al cabo. Entre ambos, sólo hubo silencio. Y esa ausencia de sonidos fue el principio del final.

Era, a nuestro parecer, perfecta: unos dos metros de ancha, unos tres de larga y casi dos de alta. Todo —ladrillos, maderos y tejas— estaba unido con ganas, con ilusión, pero con nada más.

A ninguno de los dos se le pasó por la cabeza que una leve brisa podría hacerla caer; a ninguno de los dos se le pasó por la cabeza que aquella casa tenía demasiadas similitudes con la del primer cerdito. Pero es que con doce años hay cosas que a uno no se le pasan por la cabeza.

Las vacaciones de verano siempre fueron especiales, seguramente porque su duración dejaba a la Navidad o a la Semana Santa en meros descansos. Eran casi tres meses sin pisar la escuela, tres meses por delante que se nos antojaban eternos. Y aun así, aun a pesar del desahogo que ofrecían, a partir de la tercera semana de agosto los días se precipitaban sin remedio hacia el nuevo curso.

A finales de julio nos preparábamos para iniciar las vacaciones en el pueblo. El ritual era todos los años similar: a las siete nos levantábamos, desayunábamos y, con la ilusión por sangre, sacábamos al pasillo todos los bártulos para que mi padre, a modo de porteador, los fuera colocando en la vieja furgoneta. En unos minutos, el vehículo iba hasta los topes con todo lo que podía necesitar una familia para pasar un mes completo de vacaciones: numerosas bolsas de comida —latillas, leche y todo aquello que aguantara semanas—, varios juguetes, libros de repaso y maletas repletas de ropa: ropa corta, ropa larga, ropa de baño, ropa de pies, ropa de deporte, ropa de vestir y ropa de abrigo, porque en el pueblo nunca se sabe.

Así pues, con todo aquel bagaje, partíamos en nuestra vieja furgoneta granate —que tenía que aprovechar al máximo las bajadas para poder coger carrerilla en las subidas— hacia tierras conquenses con la ilusión de iniciar, al estilo Cuéntame, nuestro mes de vacaciones en el pueblo.

—¿Cuánto falta para llegar? —preguntaba yo a discreción mientras mi madre chupaba medio limón para no marearse y mi hermana no paraba de decir que tenía pis.

—Ya hemos pasado dos toros, así que sólo queda uno… Cuando lo veas, ya casi habremos llegado —me contestaba mi madre a la vez que le daba otro mordisco al limón, agriando la cara de tal modo que no podíamos dejar de reír.

Desde nuestra casa hasta el pueblo —y así es como yo medía entonces las grandes distancias en los viajes— había exactamente tres toros. Tres toros de esos gigantes y negros, de los que alteran el horizonte a lo lejos, cercanos a la carretera. Toros que, durante el resto del trayecto, me dedicaba a buscar sobre una planicie infinita, cubierta de colores pardos, verdes y azafranados que, perfectamente cuadriculados, hacían de La Mancha un lugar como jamás he vuelto a ver. De vez en cuando, mi vista se confundía entre los mantos de girasoles desplegados a orillas de la carretera. Todos con la coreografía aprendida, como la mayoría de las personas que conozco. Más de cien veces los miré y nunca llegué a entender el sentido de sus movimientos: yo siempre los vi cabizbajos, como con ánimo de siesta.

Y de pronto, en algún punto perdido del viaje, por fin la localizaba: una mancha negra en una Mancha de recuerdos. Una mancha que al acercarse a mí se transformaba en toro. Una mancha que en unos minutos se alejaba y se me escapaba de nuevo… faltaba un poco menos.

Una mirada recta, paralela al asfalto que, de vez en cuando, ondulaba verticalmente. Una mirada con la que, en los puntos más elevados, conseguía distinguir el conjunto de casas que formaban el pueblo en el que íbamos a pasar el verano juntos. Aquel, el último.

Cada verano invertíamos los dos primeros días de nuestras vacaciones en arrancar el manto de malas hierbas y cardos —de los de hasta metro y medio— que, aprovechando nuestra ausencia, habían cubierto todo el patio. Era aquel un trabajo duro, «de los que joden la espalda», como decía mi padre.

La tarde del segundo día —jamás recuerdo que se hubiera alargado a un tercero— decidíamos, la mayoría de veces unilateralmente, que las obligaciones habían finalizado.

Y así, con todos los yerbajos, cardos y papeles amontonados en el centro del enorme patio, encendíamos nuestra falla particular.

Alrededor de aquella hoguera se formaba un corro variopinto: los niños —derrotados o simulando estarlo—, sentados en el suelo, daban buena cuenta de sus bocadillos de Nocilla negra; la madre, de pie junto al fuego, acercaba las manos desde lejos; el padre, apoyado en el muro de piedra, disfrutaba del enésimo cigarrillo de la tarde. La abuela, desde la galería, miraba encantada —disfrutando como sólo las personas mayores pueden hacerlo— a toda la familia. Y el abuelo… el abuelo casi siempre estaba ocupado en otros asuntos: sus asuntos.

La pequeña humareda gris niebla que, tras apagar los restos de la hoguera, se difuminaba en el cielo nos indicaba que habían empezado nuestras vacaciones.

Por las noches, aprovechando el pequeño «hoy parece que refresca» que nos regalaba el pueblo, nos vestíamos de domingo y salíamos a festear por el Riato. Una gran avenida que, contrastando con el resto de calles del pueblo —estrechas y saturadas de recodos—, trazaba una perfecta recta repleta de árboles, farolas y bancos de madera. Una avenida donde los bares hacían resucitar, con sus papas, sepias y zarajos, a una población que en invierno hibernaba.

Agosto era la víspera de las fiestas patronales, del montar de los feriantes, de los guachos y las guachas acariciándose las manos, del alcahueteo de las ancianas y del madrugar de los domingos para poder conseguir churros recientes. Eran los días de la reapertura del único cine del pueblo —dedicado a poner películas que hacía meses se habían estrenado en las capitales—, del ensordecedor ir y venir de las motos por las calles, de los cansinos «¿y tú de quién eres?» y de las interminables tardes en los billares jugando a máquinas donde los mejores se permitían el romántico detalle de escribir tres iniciales —la del medio siempre era una Y— en los high scores.

Era la época en la que la zona del Carrascal, un futuro parque en construcción provisto ya de algunos bancos, césped a medio rasurar, columpios —básicamente toboganes y ruedas de camión atadas con cadenas— y un quiosco abastecedor de chucherías, servía de testigo de amores de verano, de reuniones hasta la madrugada y del pasear pausado de los ancianos que se advertían, mutuamente, continuamente, que las cosas estaban cambiando en el pueblo.

Recuerdo, a menudo, cómo la tranquilidad se alojaba en nuestras vidas sin apenas darnos cuenta. Los días se sucedían sin agobios y cualquier referencia al estrés parecía sacada de una película americana. Cuando nos tumbábamos un rato después de la comida, no se nos pasaba por la cabeza ponerle límite a su duración, el cuerpo ya lo haría. Si había alguna prisa en el despertar de las mañanas, yo no la recuerdo. Esa tranquilidad llegaba a rozarnos los huesos cuando, por las noches, tumbados sobre el césped húmedo, con un manojo recién arrancado entre los dedos, mirábamos al cielo esperando ver la fugacidad de una estrella que nos permitiera pedir un deseo.

Creo que nunca pedí el adecuado.

—¿Quién entra primero? —dije con miedo, como si el hecho de hacer la pregunta me evitara tener que ser yo quien la inaugurase.

—Tú mismo —me contestó Toni.

Y con más miedo que ilusión, con más recelo que ansiedad, entré lentamente en nuestra cabaña de ladrillo, madera y teja.

A pesar de su altura, tuve que entrar gateando: el hueco de la puerta era demasiado pequeño. Conforme accedía a su interior iba notando un agradable frescor que, después de tantas horas trabajando a pleno sol, reconfortaba enormemente.

—¡Toni, entra! —le grité, ya posicionado en mi sitio, en un sitio.

Y Toni entró, también gateando, con prudencia, con mesura y desconfianza. Me fijé en sus ojos de mirada aún temerosa. Pero al verme allí, sonriente, sentado con las piernas cruzadas y los pies descalzos, se animó. Lentamente, se sentó junto a mí.

Nos mantuvimos en silencio. Acostumbrando nuestros ojos a la oscuridad del mediodía y nuestro tacto a la tierra fría; degustando el resultado de casi trece días de duro trabajo.

Allí, juntos, sentimos un intenso aprecio mutuo, un amor de niños, de hermanos, que nos unió aún más como amigos. Un sentimiento que intuí eterno. Un sentimiento que el tiempo se encargaría de amplificar, pensé. No podía andar más desencaminado.

Brazo contra brazo, rozándonos la piel, ninguno pensó en cómo podía mantenerse toda aquella estructura en pie. Lo único que importaba era que, por fin, teníamos un lugar donde poder descansar cuando el sol se cebara con nosotros. Y lo habíamos conseguido juntos, sin ayuda de adultos, con nuestras propias manos.

En ningún momento presentimos lo que se nos iba a venir encima —qué crueles pueden ser a veces las palabras— aquella tarde.

No es posible prever que en unos minutos la vida pueda virar tan bruscamente; que todos los planes apalabrados para esa misma tarde, para el día siguiente o para el resto del verano, puedan, en un instante, escabullirse de golpe.

Y así mudó una tarde calurosa de agosto en tierras manchegas. Una tarde que llevaba trazo de ser anónima entre otras tantas. Una tarde cuya línea parecía ya dibujada en nuestras manos. Una tarde anodina donde los dos chiquillos se entretenían en el patio; donde el padre echaba la siesta, merecida después de estar, desde bien temprano, arreglando desperfectos de la casa; donde la madre y la abuela se enfrascaban frente a la tele con la novela de turno, descubriendo, arrojadas en el sofá, que «los ricos también lloran»; y donde el abuelo deambulaba ocioso, en busca de oficios o pretextos. Una tarde que debía pasar del todo desapercibida en unos minutos se rebeló contra nosotros, en unos minutos se sobresaltó como lo hace un gato asustado en una habitación oscura: de lado a lado hacia no se sabe bien dónde; como lo hace un cocodrilo: de improviso, con una violencia brutal.

Pasada casi una hora, allí permanecíamos los dos, sentados, jugando con la arena entre los dedos o con los dedos entre la arena, haciendo especialmente nada, cuando escuché cómo mi madre nos llamaba:

—¡A merendar! ¡Niños, a merendar! —gritaba, como siempre lo hacía cuando hablaba—. ¡Niños! —insistía, y eso también era normal en ella.

Podríamos haber salido sin más, podríamos haber ido hacia su voz, hacia la galería, hacia arriba; y allí, merendar juntos. Seguramente, si hubiésemos seguido como hasta aquel día, sin comentar la existencia de nuestra cabaña, habríamos confundido al destino. Aquello lo habría cambiado todo o, lo que es lo mismo, no habría alterado nada.

—¡Aquí, mamá! —grité mientras asomaba mi cabeza por la pequeña puerta—. ¡Aquí, en la cabaña que hemos hecho, aquí! —Y ese fue mi error: olvidar la razón por la que habíamos estado ocultando nuestro trabajo hasta entonces.

Con medio cuerpo fuera y agitando la mano, le animé a que bajase a vernos. Lo hice con esa ilusión del niño que desea demostrar a su madre que ya es capaz de ir en bici, «mírame, mamá, mírame»; con esa ilusión del niño que se tira por el tobogán —de cabeza— y parece que no tenga validez si los padres no lo miran, «mírame, mamá»; con la ilusión del niño que aprende a lanzarse en bomba a la piscina. Mírame cuando salto en las camas elásticas, cuando monto en los autos de choque y cuando tiro la peonza, «mírame, mamá»; mira cómo nado, cómo controlo la cometa, cómo hago el columpio con el yoyó. Con esa ilusión incontenible, llamé a mi madre esperando su reconocimiento por la cabaña que habíamos hecho, pero no recibí lo que esperaba.

Ella nos oía, pero no nos localizaba. Después de insistir dos o tres veces más, bajó hasta el patio para averiguar lo que ocurría.

La observé acercándose por la parte del muro que arrastraba sombra. Y, desde unos diez metros, sin querer enfrentarse al sol, me detectó: su hijo estaba con medio cuerpo fuera de lo que parecía una pequeña cabaña.

—¡Salid de ahí! —nos gritó desde la distancia. Un grito que venía con disfraz de amenaza: su tono se elevó aún más de lo habitual—. ¡Salid de ahí inmediatamente!

Algo no marchaba bien: noté en su grito esquirlas de miedo. Sin pensármelo, en una edad en la que aún no se buscan explicaciones, me revolví hecho un manojo de nervios. Arrastrando las rodillas por el suelo, gateé apresuradamente para salir lo antes posible del origen de las preocupaciones de mi madre.

—¡Salid de ahí! —continuaba gritando a la vez que abandonaba el sombrío burladero para venir a por mí, a por nosotros.

Me encontraba casi fuera de la cabaña cuando el pie izquierdo se me enganchó en uno de los ladrillos que formaban la base de la entrada; definitivamente, era demasiado pequeña.

Mi madre seguía chillando mientras se acercaba, o se acercaba mientras seguía chillando, no lo recuerdo exactamente; sólo recuerdo que sus movimientos me ponían aún más nervioso. No pensé, lo único que me importaba era salir de allí cuanto antes. Arrastré mi pie a la fuerza, no pensé en retroceder diez centímetros y sacarlo limpiamente; no pensé en que podía hacerme daño, en que podía hacernos daño. Y así, sin pensar, de un solo tirón, arrastré el pie desnudo hacia afuera. Noté un pequeño desgarro en la piel: sangre.

Fue aquella misma fuerza —la de la huida del pie encarcelado— la que movió un ladrillo, dejando la edificación aún menos estable que antes. Esta vez, ni siquiera hizo falta la visita del lobo. En dos segundos —suficientes para girar la cabeza y cerrar los ojos—, la cabaña se vino abajo.

Oí dos gritos, simultáneos. Uno que se acercaba, un grito en movimiento, de miedo. Otro inmóvil, a mi espalda, seco, apagado, pero no de dolor —eso vendría más tarde—, sino de pánico. Dos gritos y un silencio envuelto en una nube de polvo.

Mi madre se abalanzó sobre mí en el mismo instante en que la cabaña colapsaba. Me cogió tan fuerte, me agarró tan fuerte, me apretó tan fuerte… que aún hoy en día, cada vez que lo recuerdo, noto sus uñas clavadas en mis brazos desnudos. Descubrí aquella tarde la sensación de seguridad más intensa: el abrazo de una madre asustada.

Comencé a llorar sin saber exactamente el motivo; había tantos: la sangre en mi pie izquierdo, los dos gritos simultáneos, la recién estrenada sensación de incertidumbre, la nube de polvo que envolvía el momento, la sospecha de que se acababa el verano…

Lo que vino después fue un caleidoscopio de imágenes, movimientos y sonidos. Recuerdo a mi madre soltándome con la misma intensidad —casi violencia— con la que me había cogido para comenzar a quitar escombros; recuerdo los ojos de mi padre —que había venido corriendo al oír los gritos— indicándome, mientras ayudaba también a desenterrar a Toni, un «después hablaremos tú y yo»; recuerdo una niebla que desaparecía por momentos; recuerdo haber deseado que no desapareciera; recuerdo la humedad en mis mejillas…

Toni era el único hijo de los Abat, los mejores amigos de mis padres. Ana y José Antonio formaban una pareja curiosa, como sacada de un cómic. A ella la recuerdo muy delgada y alta, como Olivia la de Popeye. Él era un tipo más parecido a Brutus, con una barba que raramente dejaba ver sus labios. Los cuatro se conocían desde la época del pandilleo, cuando nació una amistad que se fue afianzando con los años. Sus vidas parecían viajar más o menos en el mismo vagón: ambas parejas se conocieron en la misma época, ambas se casaron en el mismo año y, ambas también, nos tuvieron a los dos con apenas unos meses de diferencia. Yo era el mayor.

Los Abat eran de esas amistades a las que te unes con vínculos más fuertes que los de la propia familia. Amigos de reuniones hogareñas de sábado noche; de viajes de fin de semana; de días de playa con sombrillas, toallas, neveras portátiles y todos los accesorios imaginables; de excursiones a la montaña para ver cómo la nieve asomaba por unos lugares donde raramente lo hacía. Amistades de «¿te quedas hoy con Toni y mañana te recojo yo al tuyo?» y de «¡no sabes el favor que me hiciste!».

Cada verano, yo solía pasar las dos o tres primeras semanas de julio en la casa que los Abat tenían en el Pirineo leridano; y en agosto, era Toni quien venía con mi familia a pasar todo el mes en la casa del pueblo.

Recuerdo con añoranza la casa de la montaña —así es como yo la llamaba— de los Abat. Era, en realidad, un conjunto formado por tres casas que el padre de Toni había comprado por un precio muy ajustado.

Una de ellas, seguramente la que en su época fue la principal, se encontraba totalmente abandonada. Apenas le quedaban los cuatro muros de piedra encargados de sostener un precioso techado de pizarra que, pese al deterioro del tiempo, no se había hundido. Tenía puerta y ventanas permanentemente cerradas y sólo pudimos acceder a ella un verano. Su padre, hastiado por los insistentes «¿qué hay dentro de la casa vieja?» o «¡esta noche hemos oído ruidos en la casa vieja!», nos acompañó una tarde para enseñarnos todo lo que no había en su interior: no había fantasmas, no había un señor gigante que salía por las noches a encender los farolillos y no había animales secretos que hablaban entre sí; en realidad, no había prácticamente nada. Una casa abandonada a su suerte, sin apenas mobiliario y con un suelo que se apartaba para dejar paso a las yerbas que buscaban hueco para continuar creciendo. Una casa que permanecía a la espera del «algún día me pondré con ella».

La más pequeña, situada a unos veinte metros de la anterior, había sido rehabilitada por el padre de Toni y servía ahora de pequeño refugio para toda persona que lo necesitase. Sus padres eran así propietarios de una generosidad que rara vez he vuelto a ver. Apenas tenía una habitación con dos literas, un pequeño baño con ducha y unas mantas. Lo suficiente para cualquier montañero que tuviera que pasar la noche.

El conjunto lo completaba la

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