Nostalgia de otro mundo

Ottessa Moshfegh

Fragmento

libro-1

Me estoy cultivando

Mi clase estaba en la primera planta, al lado de la sala de las monjas. Por las mañanas, vomitaba en su baño. Una de ellas limpiaba siempre el asiento del inodoro con polvos de talco. Otra le ponía el tapón al lavabo y lo llenaba de agua. No entendí nunca a las monjas. Una era vieja y la otra era joven. La joven a veces me hablaba, me preguntaba qué iba a hacer el puente, si iba a ver a mi familia en Navidad y esas cosas. La vieja volvía la cara y se retorcía el hábito con los puños cerrados cada vez que me veía llegar.

Mi clase era la antigua biblioteca del colegio. Estaba vieja y desordenada, con libros y revistas desparramados por todos lados y un radiador sibilante y ventanas enormes y empañadas que daban a la calle 6. Junté dos pupitres para montarme una mesa al frente de la clase, cerca de la pizarra. Tenía guardado un saco de dormir con relleno de plumas en una caja de cartón en la parte de atrás, tapado con periódicos viejos. Entre clase y clase, lo sacaba, cerraba la puerta y dormía la siesta hasta que sonaba el timbre. Por lo general, seguía borracha de la noche anterior. Algunas veces me tomaba en el almuerzo un botellín de cerveza fuerte de trigo en el restaurante indio de la esquina, para poder seguir en pie. La cervecería McSorley’s estaba cerca, pero no me gustaba nada todo ese aire nostálgico, aquel bar me sacaba de quicio. Rara vez bajaba al comedor del colegio, pero cuando lo hacía, el director, el señor Kishka, me paraba y me decía con una gran sonrisa:

—Ahí viene la vegetariana.

No sé por qué se creía que era vegetariana. Del comedor me llevaba trocitos de queso envasados, nuggets de pollo y panecillos de leche grasientos.

Tenía una alumna, Angelika, que se venía a la clase conmigo a comerse el almuerzo.

—Señorita Mooney —me llamaba—. Tengo un problema con mi madre.

Era una de las dos amigas que tenía. Hablábamos y hablábamos. Le dije que no engordas por que te eyaculen dentro.

—Se equivoca, señorita Mooney. Esa cosa te deja gorda por dentro. Por eso las chicas se ponen tan gordas. Son unas putas.

Angelika tenía un novio al que visitaba en prisión los fines de semana. Todos los lunes traía alguna historia nueva sobre sus abogados, sobre lo mucho que lo quería y todo eso. Siempre tenía la misma cara, como si ya supiera todas las respuestas a sus preguntas.

Tenía otro alumno que me volvía loca. Popliasti. Era uno de segundo enjuto, rubio, con acné y mucho acento.

—Señorita Mooney —decía mientras se ponía de pie en su sitio—. Permítame que la ayude con el problema.

Me quitaba la tiza de la mano y dibujaba en la pizarra una polla y dos huevos que se convirtieron en una especie de insignia de la clase. Aparecía en todas las tareas, en los exámenes, la grababan en todos los pupitres. A mí no me importaba. Me hacía reír. Pero con Popliasti y sus constantes interrupciones perdí los estribos unas cuantas veces.

—¡No os puedo enseñar nada si os comportáis como animales! —gritaba.

—No podemos aprender si se pone como loca gritando y con esos pelos revueltos —decía Popliasti, mientras corría por toda la clase y tiraba los libros que había en el alféizar de la ventana. Me las podría haber arreglado muy bien sin él.

Pero los del último curso eran todos muy respetuosos. Me encargaba de prepararlos para entrar en la universidad. Me venían con preguntas legítimas de matemáticas y vocabulario que me costaba mucho contestar. Unas cuantas veces en cálculo admití mi derrota y me pasé la hora de clase parloteando sobre mi vida.

—Casi todo el mundo ha probado el sexo anal —les dije—. No pongáis esa cara de sorpresa.

Y:

—Mi novio y yo no usamos condón. Eso pasa cuando confías en alguien.

Por alguna razón, el director Kishka se mantenía alejado de aquella antigua biblioteca. Creo que sabía que, si alguna vez ponía el pie en ella, tendría que encargarse de limpiarla y de librarse de mí. La mayoría de los libros no servían, eran enciclopedias obsoletas desparejadas, biblias ucranianas, novelas de Nancy Drew. Hasta me encontré unas revistas con fotos de chicas. Estaban debajo de un mapa antiguo de la Rusia soviética doblado en un cajón con la etiqueta HERMANA KOSZINSKA. Uno de los grandes descubrimientos que hice fue una vieja enciclopedia sobre gusanos. Era un tomo del grosor de un puño sin cubiertas y con páginas de papel quebradizo con las esquinas dobladas. Intentaba leerlo entre clase y clase, cuando no podía pegar ojo. Lo metía en el saco de dormir, lo abría, dejaba revolotear la vista por las pequeñas letras llenas de moho. Cada entrada era más increíble que la anterior. Había gusanos intestinales y gusanos foronídeos con forma de herradura y gusanos con dos cabezas y gusanos con dientes como diamantes y gusanos grandes como gatos, gusanos que cantaban como los grillos o se podían camuflar como piedrecitas o lirios o dilatar las mandíbulas para que les cupiera dentro un bebé humano. ¿Qué basura les dan de comer a los niños hoy en día?, pensaba. Me dormía y me levantaba y enseñaba álgebra y volvía al saco de dormir. Me lo cerraba por encima de la cabeza. Me refugiaba en lo hondo y apretaba los ojos. La cabeza me latía y sentía la boca como papel de cocina mojado. Cuando sonaba el timbre, salía y allí estaba Angelika con su almuerzo dentro de una bolsa de papel marrón diciendo:

—Señorita Mooney, tengo algo en el ojo y por eso estoy llorando.

—Vale —le decía yo—. Cierra la puerta.

El suelo era de linóleo ajedrezado de colores pis y negro. Las paredes brillantes y resquebrajadas estaban pintadas de color pis.

Yo tenía un novio que no había terminado todavía la universidad y llevaba la misma ropa todos los días: unos pantalones de trabajo de color azul y una camisa fina como papel de fumar de estilo vaquero con botones a presión irisados. Se le transparentaban los pelos del pecho y los pezones. Yo no le decía nada. Era guapo de cara, pero tenía los tobillos anchos y el cuello blando y lleno de arrugas. «Hay un montón de chicas en la universidad que quieren salir conmigo», solía decir. Estaba estudiando para ser fotógrafo, cosa que yo no me tomaba nada en serio. Me imaginaba que después de licenciarse trabajaría en alguna oficina, estaría agradecido de tener un trabajo de verdad, se sentiría contento y se jactaría de que lo hubiesen contratado, tendría una cuenta en el banco a su nombre, un traje en el armario, etcétera, etcétera. Era adorable. Una vez vino su madre de visita desde Carolina del Sur. Él me presentó como a «una amiga que vive en el centro». Su madre era horrible, una rubia alta con tetas postizas.

—¿Qué crema te pones por la noche? —me preguntó cuando el novio fue al baño.

Yo tenía treinta años, un exmarido, pensión alimenticia y un seguro médico decente gracias a la Archidiócesis de Nueva York. Mis padres, que vivían al norte del estado, me mandaban paquetes llenos de sellos y de té sin teína. Llamaba a mi exmarido cuando estaba borracha y me quejaba de mi trabajo, de mi piso, del novio, de mis alumnos, cualquier cosa que se me ocurriese. Se había vuelto a casar, vivía en Chicago. Trabajaba en algo de leyes. No entendí nunca su trabajo y él nunca me explicó nada.

El novio iba y venía los fines de semana. Bebíamos juntos v

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