Gente que ríe

Laura Chivite

Fragmento

R.A.L.A. (2060)

R.A.L.A. (2060)

En los dos años que llevo viniendo a las reuniones todavía no ha llegado el momento en el que me haya siquiera planteado hablar. Por una mezcla de orgullo y vergüenza, me propuse a mí misma limitarme a escuchar, sentarme en una de las sillas rojas de madera y dedicarme a mirar al resto de la gente intentando entenderles. Escuchar y entender, ese fue el único objetivo que me marqué cuando decidí internarme.

El hecho de que no me apetezca contar mi historia no significa que no me haya relacionado con nadie. Eso lo hice desde que llegué. Comparto mis días sobre todo con Óscar, Berta e Irene. Sus testimonios y motivos por los que están aquí los conozco hasta el punto de que casi los he hecho míos: sus razones son en parte mis razones también. Suelen repetirlas cada vez que alguien nuevo empieza a acudir a las reuniones, y a mí eso me gusta porque me doy cuenta de que siempre cambian algún matiz, es como si al rememorarlas se dieran cuenta de algo nuevo o aplicaran lo que han aprendido. Puedo decir que me he habituado, y la pregunta que me hago es: «¿y ahora qué?». Me he acostumbrado a tener recuerdos, a sentir frío, a sentir calor, a masticar, a no poder conciliar el sueño ciertos días y no poder despertarme otros, a arrancar tomates, a respirar.

El edificio de este centro de R.A.L.A. me gustó en cuanto llegué. Las paredes de ladrillo me recordaban a las del siglo pasado, a imágenes que había visto en disquetes de experiencia o en cabinas de viaje. En realidad, este es un centro de rehabilitación como cualquier otro, con la única diferencia de que aquí no buscamos reincorporarnos a ninguna sociedad, sino mantenernos lo más lejos posible de ella. Podría decirse entonces que es algo así como un centro de supervivencia, una especie de cárcel amable. La verdad es que no creo que ninguna de las personas de los ya noventa centros de R.A.L.A. que hay en el mundo sepa describir muy bien de qué trata este lugar, hasta cuándo estará aquí o con qué fin. Yo lo he intentado. Darle una explicación, quiero decir, y he sacado en claro que lo único que queremos es vivir lo que nos queda de vida de la manera más digna posible. Todos estamos más o menos perdidos, desconcertados, más o menos rotos, con más o menos arrepentimientos. Sin saber muy bien cómo vamos a conseguir un objetivo en el que ni siquiera creemos del todo.

Al primero que conocí fue a Óscar. Llegó una semana más tarde que yo y, a diferencia de mí, no tuvo ningún problema en narrar su historia en la primerísima reunión. La contó de principio a fin, sin preocuparse por dejar hablar al resto. Quería sacarlo todo, eso fue lo que pensé: deshacerse de sus pensamientos cargándonoslos a nosotros. Lo más curioso de las reuniones es que la gente reacciona de maneras sorprendentemente diferentes al escuchar un mismo suceso, todo el espectro de emociones en relación con una misma cosa. Por ejemplo, a mí la biografía de Óscar me pareció fascinante y dotada de una belleza sobrecogedora, mientras que a Berta le pareció terrorífica y a Irene hilarante.

Óscar nació en un pueblo costero de La Coruña en octubre de 2030. Por aquel entonces el uso de lentes de realidad virtual era más que común, fue la época en la que empezaron a grabarse obras de teatro y películas en versión LR y en las grandes ciudades ya apenas se iba al cine. Cerraban comercios, abrían otros, comenzaban a ponerse de moda los locales subterráneos, las barreras personales de metacrilato: la urbe cambiaba a toda velocidad, como lo ha hecho y seguirá haciendo siempre, y la gente cambiaba con ella sin darse cuenta. Óscar, sin embargo, creció ajeno a todo eso. Sus padres se dedicaban a la industria pesquera y él tuvo la misma infancia que habría tenido cualquiera del veinte.

Dijo que había sido un niño anacrónico. Se notó que ya había dicho esa frase otras veces y que, al comprobar que a sus interlocutores les había hecho gracia, había optado por repetirla. Óscar, el niño anacrónico. Desde un punto de vista social, su adolescencia fue bastante mediocre: el olor a pescado mezclado con la falta de recursos no es que sea precisamente el camino perfecto hacia la popularidad, pero no le importó. Desde un punto de vista académico, se le daba bien casi todo y destacó, sobre todo, en tenis.

Siempre me ha sorprendido que a pesar del avance tecnológico y el distanciamiento físico que paulatinamente ha ido sufriendo toda la sociedad a lo largo del siglo XXI, el ámbito de los deportes permanece intacto. Antes de llegar a R.A.L.A. creo que estuve alrededor de dos años sin tocar a nadie, no recuerdo cuándo fue la última vez que acaricié un rostro antes de venir aquí. Sin embargo, ahí siguen, por ejemplo, los futbolistas: chocándose, agarrándose, sudando juntos. Lo que empieza como juego siempre deviene en espectáculo. Es difícil determinar si seguimos viendo partidos porque nos entretiene la táctica y estrategia o porque nos interesa la extrañeza de todos esos cuerpos en contacto.

Cuando llegó el momento de empezar la universidad, Óscar recibió una beca para ir a estudiar a Sudcanadá, al campus de Quebec II, el área donde en otro tiempo estuvo la célebre Stanford. Tal y como era de esperar, le fue bien. Conoció a gente más o menos simpática, sufrió varios agradables e instructivos shocks culturales y su manejo de la raqueta iba en aumento. Al acabar los estudios, pronto le ofrecieron un puesto de trabajo en un centro de alto rendimiento y, como no tenía nada mejor que hacer, aceptó. Contó que pasó gran parte de su vida en una especie de letargo acelerado: nunca estaba quieto, pero tampoco lúcido. Sus años en Galicia y esos padres cada vez más mayores, más cansados, más antiguos, eran como un sueño al que a veces se retrotraía mentalmente. Tuvo amantes, hizo viajes, ganó competiciones, tenía un buen sueldo y no había ningún aspecto que se le hiciera demasiado insoportable.

Todo era fácil y leve hasta que su jefe le obsequió con unas lentes de realidad virtual de última generación. Acababan de salir al mercado y eran las primeras que permitían zoom y sensación táctil y térmica. Su empresa se las regaló para que pudiera observar los movimientos de las manos de sus contrincantes, los patrones repetidos, los ritmos, a fin de conocerlos tanto como a sí mismo y ganar. Ganar siempre. Al principio fue útil y dio resultado, claro. El problema llegó cuando pensó en todas las posibilidades que tenía esa herramienta, los escenarios a los que podía transportarse. A la mayoría de nosotros las lentes de RV nunca nos han parecido tan tentadoras, tan adictivas, pero esto es así porque pocos han tenido una infancia como la de Óscar.

Para describirnos gráficamente cómo fue la primera vez en la que gracias a las lentes se transportó a la costa gallega y volvió a sentir la misma sensación de sal y frío que cuando era pequeño, nos animó a que nos imagináramos a todas las personas a las que hemos amado dadas de la mano y bailando mientras hacían un círculo en el que nosotros estábamos en medio. Sentimiento de pertenencia, paz, alegría inocente. Como era de esperar, se enganchó. Pero no solo como pasatiempo, no de un modo lúdi

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos