Las nueve vidas de Rose Napolitano

Donna Freitas

Fragmento

0. 2 de marzo de 2008. Rose: vida 3
2 de marzo de 2008 Rose: vida 3

Es preciosa.

Me fascina su perfección. El dulce aroma de su piel.

—Addie… —Suspiro—. Adelaide. —Lo intento de nuevo, un susurro débil en un entorno esterilizado—: Adelaide Luz.

Me acerco su cabecita hasta la nariz e inspiro con fuerza durante un buen rato sin prestar atención al dolor agudo de mi vientre. Sonrío mientras admiro la pelusilla suave de su pelo.

¡Cuánto me he resistido a tener a este pequeño ser en mis brazos! Antes del embarazo y del parto me pasé años despotricando sobre la presión que las mujeres sufrimos para tener un hijo. Se lo decía a Luke, a mamá, a Jill, a cualquiera que se prestara a escucharme. A un extraño que viajara a mi lado en el metro, al pobre tipo que caminaba por mi acera. Me enervaba tanto…

¿Y ahora?

La nieve cae con suavidad sobre los cristales de la ventana de mi habitación de hospital, y todo cuanto me rodea queda bañado en sombras grises, casi en penumbra. Me muevo un poco hacia la izquierda en busca de una postura más cómoda. La temperatura desciende y la nieve adopta una textura parecida a la del papel, se torna consistente y reseca como el engrudo. La niña duerme.

Tiene mis ojos.

—¿Cómo pude no haberte querido? —susurro en su orejita curvada, una concha diminuta y perfecta—. ¿Cómo podría darse una vida en la que tú y yo nunca nos conociéramos? Si existe una vida así, no querría vivirla.

Le tiemblan los párpados, pálidos, surcados de venitas, traslúcidos; nariz, boquita y frente se arrugan a la vez.

—¿Has oído lo que acabo de decir, bebé? Solo deberías escuchar la segunda parte, cuando tu madre afirma que no querría vivir una vida sin ti. Es lo único que te hace falta saber.

Primera parte. Rose: vida 1

PRIMERA PARTE

Rose:

vida 1

1. 15 de agosto de 2006. Rose: vida 1

1

15 de agosto de 2006 Rose: vida 1

Luke se ha plantado junto a mi mesilla de noche. Nunca se acerca a ese lado de la cama. En la mano sostiene un frasco de vitaminas prenatales. Lo levanta.

Lo sacude como si fuera un sonajero.

Produce un ruido intenso y sordo, porque el frasco está lleno.

Ahí radica el problema.

—Me lo prometiste —dice Luke en un tono neutro, despacio.

Vaya. Me ha pillado.

—A veces se me olvida tomarlas —admito.

Vuelve a sacudir el frasco, que suena como una maraca en clave menor.

—¿A veces?

La luz que se filtra a través de las cortinas forma un halo sobre la parte superior del cuerpo de Luke, la mano alzada que sujeta el objeto de la afrenta queda perfilada por el sol y resplandece.

Estoy en la puerta de la habitación que compartimos, a punto de sacar la ropa del armario y de los cajones. Lo de siempre. Ropa interior. Calcetines. Una camiseta y unos tejanos. Cualquier otra mañana me habría puesto la ropa sobre un brazo y la habría llevado al cuarto de baño para vestirme después de la ducha. Hoy, en cambio, me paro; me cruzo de brazos y noto que el corazón me late alentado por una mezcla de ira y dolor.

—¿Las has contado, Luke?

La pregunta es como un chasquido en el aire húmedo de agosto.

—¿Y qué pasa si lo he hecho, Rose? ¿Qué pasa si las he contado? ¿Acaso puedes culparme?

Le doy la espalda, abro el cajón donde guardo la lencería, sujetadores, bragas, camisones; revuelvo las prendas y altero el orden, todo se va descontrolando cada vez más. Mi corazón se desboca.

—Me lo prometiste —dice Luke.

Cojo unas bragas grandes, de esas de abuela. Tengo ganas de gritar.

—¿Desde cuándo las promesas significan algo en este matrimonio?

—Eso no es justo.

—Yo diría que sí.

—Rose…

—¡Pues no, no me he tomado las pastillas! No quiero un hijo. Nunca he querido tenerlo, ni lo quiero ahora ni lo querré jamás. ¡Y eso es algo que ya sabías antes de que nos prometiéramos! ¡Te lo dije miles de veces! ¡Y te lo he repetido un millón más desde entonces!

—Dijiste que tomarías las vitaminas.

—Lo hice para que dejaras de agobiarme. —Las lágrimas me arden en los ojos mientras la sangre palpita dentro de mí—. Lo dije para que tuviéramos un poco de paz en esta casa.

—Así que mentiste.

Me vuelvo hacia él. Las bragas se me caen mientras rodeo la cama para enfrentarme a mi marido.

—Tú juraste que no querías tener hijos.

—Cambié de opinión.

—Ah, claro. No pasa nada. —Estoy rodando montaña abajo, ambos lo hacemos, y no sé cómo frenar la caída—. Tú cambiaste de opinión, pero la mentirosa soy yo.

—Dijiste que lo intentarías.

—Dije que me tomaría las vitaminas. Eso fue todo.

—Pero no lo has hecho.

—Tomé algunas.

—¿Cuántas?

—No lo sé. A diferencia de ti, no voy contándolas.

Luke baja el frasco, y mientras lo sujeta con una mano hace presión con la otra para quitarle la tapa; la gira, la hace saltar. Observa el contenido.

—Está lleno, Rose.

Vuelve a mirarme, mueve la cabeza a izquierda y derecha, vertiendo su desaprobación sobre mí.

¿Quién es este hombre que tengo delante, el hombre al que amo, el hombre con quien me casé?

Apenas aprecio el parecido entre esta persona y aquella que solía mirarme como si fuera la única mujer del universo, como si fuera el sentido de su entera existencia. Me encantaba ser eso para Luke. Me encantaba serlo todo para él.

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