La perfección del tiro

Mathias Enard

Fragmento

La perfección del tiro

Lo más importante es el aliento.

La respiración tranquila y lenta, la paciencia del aliento; primero hay que escuchar el propio cuerpo, escuchar los latidos de tu corazón, la calma de tu brazo, de tu mano. El fusil tiene que convertirse en una parte de ti, en una prolongación de ti.

Antes incluso que el blanco, lo importante es uno mismo. Hay que organizar el espacio, tanto si te encuentras en un tejado como detrás de una ventana, en cualquier lugar, tienes que controlarlo, hacerlo tuyo. Nada más molesto que el paso de un gato a tu espalda o el vuelo de un pájaro. Hay que ser uno mismo y nada más, con el ojo en el visor, el brazo metálico tendido hacia el blanco, para alcanzarlo. Desde mi tejado recorro las aceras, exploro las ventanas, observo vivir a la gente. Puedo alcanzarlos con una presión en el gatillo. No es sencillo, muy al contrario, es un oficio difícil que exige precisión y concentración. La gente piensa solo en el disparo y en el resultado del tiro. Ignoran que he escuchado los latidos de su corazón a través del mío, que he contenido cualquier emoción, que he dejado de respirar, justo antes de apretar el gatillo, como suele decirse, pero yo no aprieto nada, sino que libero un percutor metálico que va a golpear un punto que inflama una pólvora que propulsa un proyectil hasta mil doscientos metros y que os mata. O no. A veces, por mucho que hagas el disparo más hermoso del mundo hay imponderables, obstáculos que se levantan entre tú y el blanco que debes alcanzar; una ráfaga de viento puede hacer temblar imperceptiblemente el arma del tirador, un ruido en la calle te distrae, una explosión o el rumor de un coche te sorprende. Pero el propio tiro nunca se pone en duda. Solo disparo a tiro hecho. Disparo poco. Algunos días hago caer un pájaro en la calle tras haberlo observado dando vueltas por el cielo durante una hora, el tiempo de prepararme, prever sus desplazamientos, comprender los movimientos de la masa de aire bajo sus alas, evaluar su distancia, su vuelo. Por lo general apunto al ala y lo veo caer girando, o intento rozar al pájaro sin tocarlo, peinarlo con un disparo. Y cae igualmente. Cuando están bastante arriba algunos se recuperan antes de llegar al suelo, pero la mayoría están aturdidos y se estrellan. Es un buen entrenamiento. Nadie dispara tan bien como yo, porque disparo poco. Nunca más de diez cartuchos al día. Y no es que me haya marcado un límite. Sencillamente, solo disparo a tiro hecho. Todo el trabajo se hace antes.

No sé por qué, pero recuerdo todos mis tiros. No los confundo, son todos distintos. Solo elijo los difíciles. Al comienzo, cuando era un principiante, jugaba como todo el mundo; pero lo hacía para ocultar mi mediocridad. Solo elijo los tiros difíciles porque el placer es mayor. Los que no me comprenden y disparan contra todo lo que se mueve son idiotas.

* * *

Tengo la impresión de que disparo desde siempre, sin embargo apenas hace tres años y, cuando pienso en mis comienzos, me avergüenzo. Todo se aprende. Mi primer disparo fue un hombre al volante de un taxi, a comienzos de la guerra. Creí haberle dado, pues el coche se fue directo contra una pared. Esperé por si el conductor se bajaba, yo estaba temblando, movía el fusil en todas direcciones para ver si se acercaba alguien a ayudarlo, lancé dos balas al azar contra la puerta delantera izquierda, evidentemente no iba a bajar y nadie se acercaba. Yo tenía lágrimas en los ojos, no sabía qué hacer, ni siquiera veía al hombre sangrando por culpa de la cubierta del coche que me tapaba la vista, comencé a sentir pánico, en mi edificio a quinientos metros. Es el efecto de la mirilla. Tenía la impresión de estar allí y ya no era yo mismo. No sabía ya si era el que disparaba o el que recibía los tiros. Tenía miedo, estaba pegado a mi fusil como para arrancarme un ojo. Para más dificultad, había una casa bastante alta a la derecha del coche, me ocultaba la puerta del acompañante. Alguien más se acercó de pronto, corriendo hacia mi ángulo muerto, disparé por reflejo contra el movimiento y, evidentemente, fallé y alcancé el coche, porque no había comprendido aún que con el visor se evalúan mal las distancias que separan los objetos. Me vi obligado a cargar y perdí de vista la escena; como no había prestado demasiada atención al lugar donde apuntaba, tardé más de un minuto en descubrir el coche entre los edificios, por culpa del pánico. Sudaba, hacía calor, era verano, el comienzo de la guerra, y el sudor que me corría por la frente me impedía ver por la mirilla. Cuando recuperé el lugar esperé un cuarto de hora pero nadie salió por el lado opuesto del coche. Me sentía frustrado, ignoraba si el hombre estaba muerto, si lo había matado yo o el accidente. Fue entonces cuando me dije que yo era un cobarde, porque había elegido el disparo más difícil, un hombre cubierto en sus tres cuartas partes dentro de un coche en movimiento. En el fondo, creo que quise darle una oportunidad, y eso es una cobardía. O se dispara o no se dispara. Hay que elegir, o se es un cobarde. Pero eso solo lo comprendí más tarde.

* * *

En silencio, observo la ciudad. Hay que llegar hasta el final. Pocos saben hacerlo. Se detienen en el camino, a veces sin querer, atrapados en el hueco de la mira por una última intuición. Todos ven la sangre y el dolor sin comprender que hay algo más, un misterio tembloroso como un umbral, una pasarela de cuerda que el viento balancea suavemente. Estoy allí, en ese instante. Vivo en el intervalo, entre la acción sobre el gatillo y la llegada del proyectil. Me desvanezco en el aire, entre yo mismo y otro, soberano. Esa desaparición es fecunda. Es un placer inmenso, hay que ser digno de él, saber hacerlo llegar.

Cuando la miraba, yo sabía que en el fondo ella tenía miedo. Solo veía el resultado del tiro, la muerte y todo lo que sigue. Pero todo el mundo muere, ¿qué puedo hacer yo? Ahora siento su pulso, con menos fuerza y precisión que detrás de la mirilla, solo tengo contra mí su cuerpo y ella huye, su rostro demasiado próximo casi desaparece. No puede imaginar la tensión, la fuerza, el deseo detrás del arma. No comprende. Tal vez ser incomprendidos sea el destino de los grandes artistas. No lo sé.

Al principio de la guerra yo tenía aquel fusil ruso que en realidad no me gustaba, pero era el único que me habían encontrado. Ni siquiera sabía ajustar el punto de mira, me costaba darle a un blanco inmóvil a cien metros, que ya es decir. Pero soy inteligente, de modo que aprendí. Ajusté aquel jodido fusil tal vez doscientas veces antes de comprender. Y luego, uno o dos meses después, cuando los combates se generalizaron y vieron que era un tirador extraordinario, me dieron un arma de verdad. A cambio, el oficial que me la entregó me pidió que matara a alguien que, según decía, le tiraba los tejos a su mujer, una señora gorda a la que nadie sensato hubiera querido. Un buen disparo, con el viejo ruso porque el nuevo no estaba aún ajustado. Le di en pleno pecho, justo por debajo del hombro izquierdo, delante de su puerta.

Por aquel entonces, mis únicos amigos eran mi fusil, el mar y Zak, en ese orden de importancia. Pasaba

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