La cría

Pablo Rivero

Fragmento

Las orejas del conejo eran largas y puntiagudas. Tenía los dientes enormes y unos ojos negros y rasgados que daban un aire diabólico a su mirada. La niña lo observaba tímidamente, con el ceño fruncido. Aquel peluche gigante, bajo el que debía de esconderse un actor que no conocían ni su madre ni ella, no parecía encajar con la historia que aquella le llevaba contando desde hacía unas semanas: «Cariño, tengo una sorpresa que no vas a olvidar nunca. Mamá te va a llevar a un sitio muy especial para que conozcas a Sweet Bunny, un conejo enorme de peluche que quiere ser tu amigo. Es muy bueno y le gustan las niñas bonitas como tú, seguro que además tiene muchas chucherías para darte, ¡ya lo verás!».

La niña tragó saliva al ver que Sweet Bunny permanecía parado delante de ella, con la cabeza inclinada, sin decir nada. Su vestido rosa y los tirabuzones perfectos hasta la cintura contrastaban con la actitud amenazante con la que el conejo la examinaba. Parecía que en cualquier momento podía lanzarse a su cuello y arrancarle la yugular de un mordisco. La niña se resguardó entre las piernas de su madre, que temblaron por un momento. Cuando las llevaron al camerino para conocerlo, nadie las avisó de que se trataba de un robot ni nada por el estilo, pero era tal la rigidez de la figura que costaba imaginarse que pudiera haber alguien debajo del disfraz. La madre trataba de mirar a través de las pupilas de plástico del muñeco, para intentar descubrir a la persona que se ocultaba detrás y de la que solo escuchaban una respiración fuerte y entrecortada.

Nos estamos poniendo un poco nerviosas, ¿verdad, mi amor? Amigo Sweet Bunny, teníamos muchas ganas de conocerte, ¿no nos vas a decir nada? —dijo la madre amablemente.

Entonces el conejo estiró el brazo hacia la niña; en la mano tenía una galleta enorme en forma de zanahoria. Sus ojos seguían clavados en ella. Una voz femenina interrumpió el momento:

Bueno, bueno, bueno. Pues parece que habéis hecho buenas migas.

La madre se giró. Apoyada en el quicio de la puerta se encontró a una mujer muy elegante y sonriente de unos setenta y pico años. Sweet Bunny se guardó la zanahoria y se puso de pie.

Soy Elvira —le dijo al entrar en el camerino y estrecharle la mano.

¡Ah! ¡Por fin nos conocemos!

Y tú debes de ser la famosa Judith, nuestra nueva estrella.

La niña miró a la mujer sin saber a qué se refería. La madre asentía con la cabeza de manera eufórica mientras la agarraba de los hombros. Estaba tan nerviosa que no se dio cuenta de que le estaba clavando las uñas. Una sonrisa iluminó su rostro. Llevaba toda la vida queriendo formar parte del mundo del espectáculo y por fin iba a pisar un set de rodaje. Y lo mejor de todo: estaba segura de que sería «el primero de muchos», como le había recalcado Elvira cuando se puso en contacto con ella a través de su representante. Alguien llamó a la puerta, que se había quedado entreabierta.

Elvira, ya está todo preparado para grabar —dijo la auxiliar de dirección que las había acompañado hasta el camerino.

Bien, ha llegado el momento, ¿estás lista, cariño? —preguntó sonriente Elvira.

La niña seguía sin decir nada, perdida entre las miradas furtivas que lanzaba tanto al conejo, que seguía mirándola fijamente, como a aquella señora mayor, que, pese al tono afable con el que se dirigía hacia ella, le era del todo desconocida.

Vamos, bebé —le dijo su madre mientras aflojaba las garras y la empujaba hacia la puerta.

Elvira avanzó mientras los miembros del equipo le abrían paso. La madre y la niña la seguían, contemplando el trasiego de gente que se cruzaba con ellas con material técnico o bien para comprobar que se dirigían al set de rodaje. La joven que las había llamado iba delante de Elvira abriendo puertas. De pronto llegaron a una de gran tamaño. En uno de los laterales se podía apreciar una luz verde encendida similar a la de un semáforo. Cuando la auxiliar abrió la puerta, la niña abrió los ojos como platos. Delante de ellas apareció un decorado rodeado de enormes focos. La madre volvió a apretar los hombros de su hija, deslumbrada. Nunca había visto nada así: el set simulaba el rincón de un bosque, un pequeño claro rodeado de plantas. En el centro, el tronco de un árbol tumbado y alrededor centenares de hojas marrones que manchaban el césped artificial y serpentinas de colores. La estampa parecía sacada de Alicia en el país de las maravillas, era mágica. La emoción de la madre era tal que casi se le saltaron las lágrimas, sentía que estaba dentro de una película. La niña también miraba embelesada los pajaritos que colgaban de hilos transparentes y que parecían volar alrededor del lugar.

Todo resultaba idílico hasta que de la pared de setos artificiales del fondo apareció el conejo. La madre se giró de forma instintiva; hubiese jurado que todo el tiempo, desde que salieron del camerino, había ido caminando detrás de ellas. El conejo se quedó parado frente a las cuatro, totalmente recto, con una mano escondida en la espalda. Sus ojos rasgados y penetrantes desafiaban la inocencia de la menor. Elvira dio un paso y al avanzar los tacones resonaron en el plató. El equipo se giró hacia ella de manera casi acompasada. La mujer se desplazó hacia un lado para dejar paso a la niña, que se quedó plantada en el centro del decorado, bloqueada ante tanta expectación. La madre, sin embargo, no cabía en sí de gozo. Entonces el conejo bajó la barbilla y mostró el brazo oculto, en el que llevaba la enorme galleta de zanahoria. Al ver que su hija no reaccionaba, la madre volvió a empujarla para que caminara. La niña dio un paso tímidamente y, antes de que su madre pudiera acompañarla, el brazo de Elvira se interpuso entre las dos. La criatura levantó la mirada tímidamente, sus ojos mostraban el mismo desconcierto que los de la madre.

Las mamás tienen que esperar fuera, para que las niñas puedan jugar un ratito y divertirse —dijo Elvira, infantilizando su tono de voz y guiñando un ojo a la madre con complicidad.

Elvira agarró a la niña de la mano, la llevó hasta donde estaba el conejo y con un gesto le indicó que se sentara en un tronco cercano. Esta obedeció sin dejar de mirar a su madre, que era incapaz de ver el miedo que tenía su hija porque estaba absolutamente cegada por el que iba a ser su debut artístico.

Tenemos que salir —le indicó la joven auxiliar.

La madre se volvió hacia la puerta tras ver cómo Elvira se alejaba del set y el conejo se sentaba junto a su hija sin decir una sola palabra, ofreciéndole la zanahoria mientras le mostraba sus enormes dientes. Sin embargo, la niña no se fijó en el suculento anzuelo, estaba demasiado ocupada lanzando una mirada de auxilio hacia su madre, que desaparecía tras la puerta que acababan de cerrar.

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