La voz de entonces

Berta Vias Mahou

Fragmento

cap-1

La última fuga del esclavo Lino

Nací hace diecinueve años. En Begur, en el Bajo Ampurdán. Aunque siendo una niña, emigré con mis padres a la isla de Puerto Rico, en las Antillas. Como tantos otros que huían de la miseria o buscaban una mejor oportunidad. Mi padre pronto hizo fortuna y a mí hace poco más de un año me casaron con su socio, un próspero e impetuoso geltrunense mucho mayor que yo que también vino a parar a estas tierras. Ahora soy el ama de la casa y me encargo de la despensa y de la bodega. La llave, un sofisticado artilugio con la pala retráctil, cuelga de mi cuello.

Con un cordón tan largo que me permite abrir y cerrar las puertas con comodidad. Me paso casi todo el tiempo en la hacienda, encerrada entre cuatro paredes. Debo preservar mi piel pálida. Y, por supuesto, mi virtud intachable, para no dañar la reputación de mi marido. Pero, ¿sabéis lo que han visto estos ojos? ¿Lo que sé, a pesar de mi juventud? Tengo a un esclavo oculto. En un cuarto remoto que no se usa casi nunca. Sí. Habéis oído bien. Llegó el mismo día en que a mí me retrataron en una placa de cobre plateado pulida como un espejo. Horas antes.

De ahí mi pose un tanto desmadejada. Mi aire de muñeca rota. Casi no podía tenerme en pie. Me temblaban las piernas. Y me costaba respirar. El fotógrafo, un francés que vino de La Habana por encargo de varios próceres y propietarios de la colonia para inmortalizar a sus mujeres e hijos, no quedó satisfecho con el resultado, aunque mi marido sí, porque pensó que mi actitud se debía a que por fin estaba encinta, pero yo sé muy bien que no. Aún no. El siervo se llama Lino. Únicamente le dejo salir por las noches, cuando me he asegurado de que todos duermen.

Y le ruego que no haga ruido. Pero a veces, cuando sabe que el dueño, el capataz y el mayordomo no están en la casa, porque se han tenido que ir a la finca de cocoteros que mi esposo posee en Humacao para valorar los destrozos que ha provocado el último huracán o porque otro plantador en la isla ha denunciado la huida de uno de sus esclavos y solicita ayuda para la búsqueda y el apresamiento, le oigo cantar y cantar, hasta caer rendido. Una cuarteta que los de su raza suelen entonar en Cuba y en otros lugares del Caribe, como aquí.

Una copla que dice: Desde el fondo de un barranco, grita el negro con afán: Dios mío, ¡quién pudiera ser blanco, aunque fuera catalán...! Yo le pido que no lo haga. Pueden oírle. Amos y siervos. Cualquiera. Y denunciarle. Por fortuna, los barracones en los que duerme la esclavitud están lejos de la casa principal. Y yo he comprado el silencio de nuestras domésticas. A los oprimidos, le recalco al negro Lino, no se les permite más que cantar en la plantación. Mientras trabajan. Y los días feriados en el horario establecido por el Reglamento para sus diversiones...

Esas leyes inflexibles que dictó hace muchos años el gobernador y capitán general de la isla, don Miguel de la Torre y Pando, primer conde de Torrepando, y que con frecuencia le escucho repetir al dueño, mi marido. Me las sé de memoria. Como él. Hay premios para quienes capturan desertores y castigos para aquellos que asisten en su evasión a los esclavos ajenos, los encubren o simplemente no denuncian a los fugitivos. Y hasta para los que se benefician del trabajo de un siervo evadido. No han olvidado regular nada de lo que de verdad les interesa. Todo. O casi todo.

El esclavo Lino es propiedad de don Juan Vias Paloma, un paisano, natural de San Pedro de Ribas, dueño con un par de asociados, el uno nacido en Sitges y el otro en Tossa de Mar, de un ingenio dedicado a la siembra y molienda de caña de azúcar. La Hacienda Constancia. Cerca de aquí. En Toa Baja. El siervo Lino tiene el cuerpo vigoroso y recio. Los ojos como el carbón. Los labios gruesos. Los dientes blanquísimos. Las manos grandes. El cabello, oscuro y rizado, lo lleva muy corto. Su piel reluce a la luz de la luna. No se le ven señales de tribu en ninguna parte.

Y es que cuando un esclavo se evade, en los avisos y en las órdenes de arresto se detallan los rasgos y las marcas que le caracterizan para facilitar su identificación. Y se anuncian en la Gaceta. El color de su piel. Achocolatado. Mulatadoso. Retinto. O negro claro. El pelo pasa o colorado. Los ojos melados. O negros y tristes. Los adornos en su piel, que llaman galanuras. En realidad, cicatrices. Del pescuezo hasta las espaldas. Una palma del ombligo al cuello. O una estrella en el cogote. Y en la tetilla izquierda una talla diagonal. Rayas en la garganta a manera de cordoncillo.

El pecho labiado a modo de alfajores. Que luce en los extremos superiores de las mejillas cuatro líneas atravesadas. Si lleva las orejas agujereadas. Y una argollita de plomo en una de ellas. Si se ven cortaduras de azotes antiguas en sus cachas. Su hablar también se describe. Claro y calmoso. Si no sabe castellano y, en cambio, sí inglés o francés. Y el aspecto de la nariz, aventada o chata. Si es de carnes regulares. O regordete. Si le falta un dedo. O varias muelas... Hasta sus ropas, el pantalón y la camisa o el camisón de cruda coleta, con frecuencia destrozados, van marcadas.

A Lino lo trajeron de África. Es bozal, como los más rebeldes, aunque habla muy bien. Como los criollos, nacidos aquí, de madre esclava. Tiene una voz formidable. Sus gemidos podrían despertar a alguien. Pero no os confundáis. Gime de rabia e impotencia. Es un hombre levantisco. Un cimarrón. Cimarrones pueden ser los perros, el cacao, la miel, el alhelí... O un lugar. Hay una quebrada en Arecibo, una corriente de aguas frías que serpentea entre bosques bravíos y desaparece bajo la tierra, una torrentera misteriosa, a la que llaman la Cimarrona.

Todo lo que los blancos no entendemos, lo que no se parece a algo conocido o nos da miedo, lo calificamos de cimarrón. Al ganado que huía a la cima de un monte y se asilvestraba se le empezó a denominar así. El esclavo Lino se ha fugado ya en once ocasiones. Como una cabra, un caballo o un gato. Ésta es la duodécima. Huye a la selva. A los manglares. Discurriendo por veredas ocultas. Guareciéndose entre los bejucos, las parras y los arbustos, toda esa maleza que se enreda entre los troncos de los árboles altísimos de esta isla e impide el paso a los rayos del sol.

Abriéndose camino con el machete como otros, tras él, se sirven del sable. Calmando la sed en algún río cubierto de berros y menta. Alimentándose con los frutos y las flores del guaraguao. Y con ñame de guáyaro. Sin más compañía que la de las vacas y los cerdos salvajes. Aunque dicen que en una ocasión se intentó embarcar con una esclava. Que es capaz de todo lo malo y de nada bueno. Que sus antecedentes y su conducta dieron pábulo a que sus anteriores dueños se apresuraran a enajenarlo, a pesar de necesitar brazos para el cultivo de sus fincas. Dicen. Dicen.

Que fue la carencia de mano de obra la que movió a don Juan Vias Paloma a comprar al esclavo. A don Juan Vias y a sus socios, que esperaban que la dulzura en el trato y el esmero en satisfacer sus necesidades corrigieran sus inclinaciones. O al menos eso es lo que alegó el abogado en el suplicatorio que en su nombre elevó el pasado año al entonces gobernador general de la isla, el teniente general don José Lémery e Ibarrola, primer marqués de Baroja, pidiéndole que forzara a obedecer al rebelde. Que les permitiera emplear la fuerza para conseguirlo de una vez.

Afirman que

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos