Barrio de Maravillas

Rosa Chacel

Fragmento

cap-2

El timbre sonó de un modo particular. Sonaba de un modo particular todas las tardes, pero aquel día se hizo notar más su particularidad. El timbre delataba el titubeo, la duda de quien lo oprimía temiendo que no respondiese la persona llamada, y aquella vez no respondió. Sonó como siempre; primero una vibración apenas audible y luego ya un breve timbrazo sin remedio: ya está, ya sonó, ahora a esperar. No abrió la puerta Elena. Antes de abrirse la puerta fueron acercándose pasos que no eran los de ella, pero ya no era posible retroceder: se abrió la puerta.

—¿Vienes a ver a Elena?

¿Se puede contestar a una pregunta superflua?… ¿Hay motivo para preguntar qué hace al que hace una misma cosa todos los días a la misma hora?… La respuesta afirmativa asume cierta culpabilidad… Sí, claro que sí, ¿por qué negarlo?, como todos los días. ¿A qué otra cosa podría venir?… Toda esto en un mero:

—Sí, señora.

—Pues Elena no está: salió con sus amiguitas.

Entonces una despedida banal, torpe, evasiva como de quien es cogido en falta y media vuelta hacia la escalera; hacia el tramo que sube, pero sin subirlo, con una lentitud en los pies que la mente recorre veloz, en zig-zag, en idas y venidas, en círculos concéntricos expandiéndose al impacto de cada piedra, de cada pensamiento que se deja caer como nunca pensado… Entonces ¿quién soy yo?… Si ellas, las otras —¿qué otras?— son sus amiguitas, yo ¿qué soy?… Yo ¿quién soy?

—¡Isabel!

Una voz vibrante y al mismo tiempo capciosa, desde la enorme estatura que no ha cerrado la puerta.

—Isabel, ¿querrías hacerme un trabajito?

—Sí, señora, lo que usted quiera.

—Entra, entonces.

Entrar sola —sola, sin Elena—, cruzar la antesala oscura, que se llena de luz al abrir la puerta del gabinete y entrar en el gabinete sola; quedarme sola allí unos minutos…

—Mira, ¿ves este trocito de hilo? Es un lino muy bueno, como ya no se hace. ¿Tú sabes sacar hilos?

—Sí, señora.

—A mí ya mis ojos no me lo permiten. Fíjate, está marcado con unas crucecitas. ¿Tú serías capaz?

—Sí, señora, yo sé hacerlo muy bien.

—Ya me figuro, serás tan habilidosa como tu madre.

Mi madre no sabe en este momento lo que voy a hacer y seguramente le gustaría saberlo. Me diría, «A ver si te portas bien»… Yo no sé si a mí también me gusta, pero, me guste o no, quiero portarme bien, quiero demostrar que aunque esté sola…

—Siéntate en esta sillita, junto al balcón. Todavía habrá luz un buen rato.

Ahora ya el estar sola tiene cierto no sé qué, cierto mérito… El mérito militar es el valor, dicen… El valor tiene mérito; estar aquí sola y hacerlo bien para que digan… Me conformo con que no digan, con que no puedan decir que lo hice mal. Ahora sola, con la puerta cerrada —no sé por qué la habrá cerrado, pero me alegro— no tengo miedo. Tampoco tengo ganas de curiosear las cosas porque Elena me las ha enseñado una por una y, además, esto de sacar hilos me entretiene sin impedirme pensar en lo que quiera. Si las marcas no están justas —y me parece que no lo están— yo sé corregirlas. Será doña Eulalia quien las ha marcado; si hubiera sido Elena no fallarían en un hilo. Su abuela podría haberle pedido a ella que se los sacase… pero Elena tenía que salir con sus amiguitas… ¿Cómo son?… Sé cómo se llaman, Elena las nombra a veces. Por cómo las nombra casi se puede saber cómo son: yo aseguraría que las desprecia a todas. Para ella, todas son Fulanita, Menganita… A mí no me llama nunca Isabelita; a ellas, Pilarcita, Encarnita… A ésta la detesta, no me cabe duda porque un día llegó a llamarla Encarnacioncita. ¡Qué burrada de nombre!… Y con qué cara lo dijo. Las caras que pone Elena cuando suelta una de esas… Y hasta cuando no las suelta: sólo con lo que piensa parece que puede matar a alguien… Matar o todo lo contrario —no sé qué es lo contrario de matar, pero en fin, sí, se puede decir. Lo que pasa es que es difícil saber cuándo es algo bueno lo que piensa y cuándo es algo malo… Es lo que me pasó a mí el primer día. Y mi madre sin querer hacerme caso… Yo diciéndole, mamá, esa chica se ha enterado de todo y ahora va con el cuento… Qué tontería, no puede haberse enterado de nada… Te lo aseguro, mamá, te lo aseguro… Había subido los escalones de dos en dos —a mí me pareció de cuatro en cuatro—, como una araña, estaba en los huesos, con el vestido colorado, tan bonito que a mí me costaba trabajo decir ¡qué chica tan horrible!… Claro que ella también me pareció guapa, pero al mismo tiempo…, bueno, horrible no. Sólo se me ocurría decir ¡Mamá, mamá, esa chica!, ¿te has fijado en esa chica?… Ahora va con el cuento… Y nos quedamos las dos calladas, esperando que pasase algo. No esperamos mucho, pero yo me di prisa a pensar, me hice mis propósitos, tomé mis decisiones… Esa chica, nunca habrá nadie en el mundo a quien yo pueda odiar más… Y volvió en seguida, otra vez de cuatro en cuatro como yo había predicho. A mí ni me miró; le dijo a mi madre que si quería bajar un momento a su casa… Mi madre estaba sin aliento y ella la tranquilizó como si creyera que fuese por miedo a perder tiempo. Un momento nada más, le dijo, para hablar con mi tía. Echó a correr escaleras abajo, sabiendo que mi madre iría detrás. Y claro que fue, como un cordero, quitándose el delantal, recogiéndose los pelillos que se le escapaban del moño… Cuando volvió, con el corazón en la garganta… ¿Ves qué mal pensada eres?… Y yo, ¿Cómo que soy mal pensada, no fue con el cuento?… Sí, pero no con el que tú te figuraste: la señora va a decir al albañil que blanquee también nuestra habitación. Qué desconcierto me entró; me quedé sin saber qué hacer con el odio… Y me daba rabia, una rabia atroz. Eso que llaman un desengaño debe de ser una cosa así… No sé cuánto me duró, pero mantenía aquel sentimiento como si no quisiera dejármelo quitar. Aunque las cosas cambiaban tanto de pronto… Luego ella subía a veces y hablábamos, no sé de qué, de cualquier tontería, pero me costaba trabajo mirarle a la cara: me parecía que iba a adivinar lo que estaba pensando. Y lo adivinaba, aunque no la mirase… Yo volvía del colegio y ella estaba en el cuartito de al lado, con sus cosas. Siempre me decía algo y yo procuraba que no durase mucho la conversación. Hasta el día en que todo se hizo diferente… Mira mi jardín, dijo. Yo no pasaba de la puerta, pero señaló a la ventana de la tronera y me decidí a mirar cómo daba el sol en la plantita de jaramago nacida entre las tejas… Las dos nos quedamos embobadas, mirando, cuando vino el pájaro a picotearla y salió volando en seguida… ¡Era un verderón!… Cuando lo dijo, yo entonces la miré a ella… Su cara se había transfigurado como… qué sé yo, como si echase luz, como si el pájaro verde… No, como si el verde del pájaro hubiera llenado el cuarto. Entonces pensé, nunca habrá nadie en el mundo a quien yo pueda querer más… Pero también procuré no mirarla para que no lo notase. No sé si lo notaba, de todos modos a veces me parecía que era que no le daba importancia, que era como lo que por sabido se calla… Y luego fue como si hubiéramos olvidado que jamás hubiera pasado algo… Bueno, nunca pasó nada: a mí, dentro de mi cabeza, sólo me pasaban aquellas cosas de si

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