Desastres íntimos

Cristina Peri Rossi

Fragmento

cap-2

Los sábados a la tarde, soy la única mujer en el Club de los Fetichistas. Todos los demás son hombres.

Nos reunimos los fines de semana, antes del domingo, estúpido domingo, el día más triste y pesaroso. El domingo es un día clausurado: la realidad está ahí, sin esperanza, sin adornos, es decir, sin arte. A lo sumo, se puede dormir un rato más, entre el ruido de la ducha del vecino, del ascensor cargado de niños (los niños están sueltos los domingos, y nadie sabe qué puede ocurrir con tanta explosión de hormonas) o del teléfono, que siempre suena para anunciar la visita ritual de los suegros, un aniversario olvidado o la enfermedad de la tía abuela que, entre otras cosas, ya tiene ochenta años. El peso de la realidad, eso es el domingo: cuando uno tiene la irremediable comprobación de que el apartamento es pequeño para cuatro personas, de que la falta de espacio crea hostilidad (o la manifiesta), de que se puede comer paella o cordero al horno, de que si se va al cine con el marido una se siente sola, pero si se va al cine sola, se siente sola.

Por eso, los fetichistas preferimos reunirnos el sábado, a la hora del crepúsculo. Los sábados, en cambio, parecen días llenos de posibilidades, de fantasía, de esperanza. Los sábados algunos sueñan con un hombre o una mujer que les despertará una pasión desconocida; otros sueñan con un viaje nocturno por las entrañas subterráneas de la ciudad (lo maravilloso nunca está en la superficie, hay que sumergirse para hallarlo; lo maravilloso es periférico, marginal, oculto, un túnel, un mundo hundido, una zona del limbo), algunos se creen capaces de escribir un libro y, otros, de ganar una fortuna al juego.

Los fetichistas constituimos una sociedad anónima, igual que los alcohólicos o los ludópatas. Somos una sociedad secreta, como se podrían fundar otras: la de los hombres de pene chico, la de los zurdos, los bajitos, los exseminaristas o las admiradoras de Robert Redford. Tener adicción a las tragaperras, al alcohol o a las bragas, admirar apasionadamente a Robert Redford, coleccionar todas sus fotos, los vídeos de sus películas y amar con locura sus discretos mohínes, me parece algo mucho más importante que el trabajo que uno hace (del que se aburre en breve tiempo) o la familia a la que se pertenece, formada por tres o cuatro miembros que se detestan entre sí, aunque finjan lo contrario, que se disputan el dinero, el espacio y el afecto como buitres. Porque la relación que uno establece con su fetiche (sean las medias de nylon negras, las campanas de una máquina llena de luces o un vaso de whisky) es siempre personal, intransferible, solitaria e intensa. Esa relación es lo más íntimo que tenemos, el lugar más auténtico de nuestra subjetividad.

Al principio éramos cuatro, pero luego el grupo creció. Hemos puesto un límite: sólo nos reunimos doce fetichistas por vez. Los nuevos aspirantes tendrán que formar otro club. Nos llamamos a nosotros mismos los fundacionales, la primera generación. Esta célula originaria está integrada por Fernando, ingeniero de caminos; José, oficinista; Francisco, fotógrafo, y yo, que soy la única mujer, me llamo Marta, soy maestra y vivo sola. ¿A quién podría confesarle mi pasión por los cuellos masculinos, sólo por los cuellos, si no es a Roberto, que colecciona zapatos de charol negro, de mujer, que correspondan al pie izquierdo, o a José, que adora los sujetadores, o a Francisco, el fotógrafo, dispuesto a dejarse matar por fotografiar unos ojos estrábicos? De mujer, naturalmente: es del todo insensible al estrabismo masculino. «Ni siquiera una buena bizquera del ojo derecho me hace apetecible esos cuerpos toscos y torpes de los hombres», dice Francisco. A mí me ocurre lo mismo con los cuellos: sólo me atraen los cuellos masculinos; los femeninos, ésos ni los veo. No todos los cuellos: algunos. Ni siquiera cuellos semejantes: a veces, me enloquezco por un cuello largo, estilizado, con forma de pino, esos cuellos que ascienden hasta las alturas y hacen pensar que quien lo porta es un soñador, una criatura romántica; otras veces, en cambio, me siento irresistiblemente atraída por un cuello con una nuez de Adán prominente, que sobresale, como un pene en erección. Ningún hombre, con una nuez de Adán prominente, puede disimular su condición de animal eréctil, primero biológico, después espiritual. En esos casos, creo que amo la contradicción entre el instinto y la cultura, entre el ser que babea, transpira, defeca, contrae enfermedades y ronca cuando duerme, y la construcción imaginaria: un ser que siente, piensa, habla, elige, compra una corbata de Fiorucci, escucha una sonata de Brahms.

Todos tenemos, pues, un secreto. Tener un secreto es algo muy pesado. Cuando me enamoré de Fernando, por ejemplo, ¿cómo explicarle lo que sentía? Fernando tenía treinta años y quería casarse, «constituir una familia», como él decía. Trabajaba en algo, no recuerdo en qué. Ah, sí: en un banco. Siempre sabía muchísimas cosas acerca de créditos, impuestos, Bolsa y todo eso. Estaba orgulloso de su capacidad de administrar el dinero, de hacer inversiones y cosas así. Yo me reí mucho cuando se mostró tan orgulloso de esas capacidades, y él se ofendió. Me acusó de que yo no tenía ningún interés real por su vida. De acuerdo (no pude decírselo): todo mi interés —enorme, por lo demás— estaba concentrado en la manera involuntaria, completamente inconsciente, en que su nuez de Adán subía y bajaba, con independencia de su voluntad. Su nuez de Adán sobresalía y yo concentraba en ella mi mirada. Hablara de lo que estuviera hablando (en general, las conversaciones de los hombres me parecen completamente irrelevantes; hablan de negocios, de política o de fútbol como formas de autoafirmación, dedicados, de manera absoluta y agotadora, a reforzar sus egos), aquella nuez subía y bajaba, rítmicamente, algo puntiaguda, bandera o símbolo de cosas sin nombre, de cosas que yo todavía no sabía, o quizás él mismo no sabía.

—De las cosas de las que se puede hablar, no me interesa hablar —le dije.

—Estás loca —me contestó, muy seguro de sí mismo.

A los hombres les gusta mucho creer, o creer que creen, que estamos locas. Estamos locas simplemente cuando no aceptamos su discurso, o estamos locas cuando no queremos lo mismo que ellos.

—La psicología y la psiquiatría de más de dos mil años no han podido definir todavía lo que es la locura —le respondí, aun a riesgo de que su nuez de Adán desapareciera de mi vista—, pero en cambio tú puedes diagnosticar tan fácilmente la locura. Bravo.

Me gustaba desconcertarlo. Cuando lo desconcertaba, su nuez de Adán subía y bajaba más rápidamente. Pero eso tampoco se lo podía decir: su ego sufriría con ello. Él quería que yo lo amara por su eficacia en los negocios (perdón, en la gestión bancaria), por su propósito de constituir legalmente una familia y todo eso.

Perdí definitivamente su nuez de Adán el día en que llamó a mi puerta, sin avisar, y le abrí, ingenuamente, pensando que se trataba de un vendedor de champú o del inspector del gas. La culpa la tuvo el telefonillo del edificio, que estaba roto, de modo que le abrí la puerta sin saber que era Fernando. Siempre hacíamos el amor en su apartamento de soltero, o en algún hotel, cuando cedía —a regañadientes— a mi afición de amarnos en habitaciones desconocidas.

Tengo reacciones lentas, de modo que cuando Fernando e

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