La familia y otros líos

Marian Keyes

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Johnny Casey estalló en un enérgico ataque de tos: se le había ido un trocito de pan por el otro lado. Pero la charla en torno a la larga mesa siguió como si nada. Qué bonito. Si se muriera ahí mismo, si se muriera de verdad, en su cuarenta y nueve cumpleaños, ¿repararían siquiera en ello sus hermanos, sus cuñadas, su esposa Jessie o alguno de los niños?

Jessie era su principal esperanza, pero estaba en la cocina preparando el siguiente de sus elaborados platos. No le quedaba otra que confiar en vivir lo suficiente para poder comérselo.

El sorbo de agua no ayudó. Le caían ríos de lágrimas por las mejillas y, por fin, Ed, su hermano mediano, preguntó:

—¿Estás bien?

Sacando pecho, Johnny le restó importancia.

—Pan. Se me ha ido por el otro lado.

—Por un momento pensé que te ahogabas —dijo Ferdia.

«¿Y por qué no has dicho nada, maldito inútil? ¡Veintidós años y te preocupan más los refugiados sirios que la posibilidad de que tu padrastro la palme!»

—Sería una pena. —Johnny carraspeó—. Morir el día de mi cumpleaños.

—No te habrías muerto —dijo Ferdia—. Uno de nosotros te habría hecho la maniobra de Heimlich.

«Ese uno tendría que haberse percatado primero de que estaba muriéndome.»

—¿Sabéis qué le sucedió no hace mucho? —preguntó Ed—. Al señor Heimlich. El hombre que inventó la maniobra de Heimlich. Que al final, a los ochenta y siete años, tuvo la oportunidad de hacérsela a alguien.

—¿Y funcionó? ¿Lo salvó? —Era Liam, el pequeño de los hermanos Casey, sentado al final de la mesa—. Sería un poco humillante que le hubiera hecho la maniobra y el otro la hubiera palmado.

Liam tenía el don de añadir el toque sarcástico a las situaciones, pensó Johnny. Ahí estaba, repanchingado en la silla con esa elegancia desenfadada que hacía que a Johnny le rechinaran los dientes. A sus cuarenta y un años, Liam seguía abriéndose paso en la vida gracias a su cara bonita y su desparpajo, nada más.

Menuda facha, con ese pelo de surfista y la mitad de los botones de la arrugada camisa desabrochados.

—Como el señor Segway —dijo Ferdia—. Inventó el Segway, dijo que era cien por cien seguro y la palmó conduciendo uno.

—Para ser justos —puntualizó Ed—, lo único que dijo fue que no podías caerte de uno.

—¿Qué ocurrió? —Pese a su resquemor hacia todos los presentes, a Johnny le picó la curiosidad.

—Se cayó por un acantilado.

—Cielos. —A Nell, la mujer de Liam, le entró la risa—. ¿Empezó a creerse su propia publicidad? O sea, ¿eran un poco seguros y acabó pensando que eran infalibles?

—Se fumó la marihuana que le daba de comer —dijo Ferdia.

—Habló el experto. —Liam clavó una mirada sombría en su sobrino.

Este lo fulminó a su vez.

«¿De nuevo en guerra esos dos? ¿Qué habrá pasado esta vez?»

Se lo preguntaría a Jessie. Siempre estaba al tanto de las diferentes alianzas y discordias entre los Casey. Le daban vidilla. Por cierto, ¿dónde estaba? Ah, por ahí llegaba. Con una bandeja llena de cosas que parecían sorbetes.

—¡Sorbetes! —anunció—. De vodka…

—¿Y nosotros? —aulló Bridey. Tenía doce años y actuaba como sindicalista de los cinco primos menores. Velaba por sus derechos con gran celo—. Nosotros no podemos tomar vodka, somos demasiado pequeños.

—Y limón —terminó Jessie.

Todo bajo control, pensó Johnny. Bravo por Jessie. Nunca la pillaban en falta.

—Para vosotros, limón a secas.

A veces Johnny no entendía cómo lo conseguía Jessie. Aunque Bridey era su primogénita, a veces le parecía insufrible.

Bridey impartió instrucciones a los más pequeños: si sus sorbetes «sabían raro», debían desistir de comerlos con efecto inmediato.

Esas fueron, de hecho, las palabras que utilizó. «Desistir». Y «con efecto inmediato».

En ocasiones así, Johnny Casey se preguntaba sobre la conveniencia de enviar a los niños a colegios caros. Creaban verdaderos monstruos.

Jessie ocupó de nuevo su lugar en la cabecera de la mesa.

—¿Estáis todos servidos? —preguntó.

Se alzaron animados murmullos de asentimiento, porque así funcionaban las cosas en el mundo de Jessie.

Pero cuando la algarabía amainó, Cara, la mujer de Ed, dijo:

—Tengo que decirlo, me muero de aburrimiento.

Hubo algunas risitas afables y alguien murmuró:

—Eres la monda.

—No bromeo.

Varias cabezas se levantaron bruscamente de los sorbetes. Las conversaciones cesaron de golpe.

—En serio, ¿sorbetes? —preguntó Cara—. ¿Cuántos platos más tenemos que tragarnos? ¿No podríamos haber comido una simple pizza?

De acuerdo, Cara tenía algún que otro problemilla interior, por decirlo de una forma suave. Pero era un encanto, una de las personas más bondadosas que Johnny había conocido en su vida. Miró a su hermano Ed: le correspondía a él mantener a su mujer bajo control. A menos que esa fuera una idea tremendamente machista, y sí, debía reconocer que lo era.

Ed parecía desconcertado.

—Pero ¿qué dices? —preguntó—. ¡Jessie, lo siento!

Ella se había quedado muda del shock.

En un intento de recuperar la normalidad, Johnny adoptó un tono desenfadado.

—Venga, Cara, con todo lo que se ha esforzado Jessie…

—¡Pero si ella no ha hecho nada! ¡Lo ha hecho el catering!

—¿Qué catering? —inquirieron varias voces.

—Siempre encarga las cosas a un servicio de catering.

«Jessie jamás utilizaría un servicio de catering. Es una experta cocinera.»

El escándalo y la conmoción recorrieron la mesa.

—¿Cuántas copas has bebido? —preguntó Ed a Cara.

—Ninguna —dijo—. Por ese golpe que…

—¡En la cabeza! —terminó Ed por ella y su alivio fue audible—. Esta tarde recibió un golpe en la cabeza. El rótulo de una tienda se desprendió y le dio en…

—Eso no fue lo que ocurrió…

—Pensábamos que estaba bien…

—Queríais que estuviera bien —dijo Cara—. Yo sabía que no lo estaba.

—¡Tenéis que ir a urgencias! —Jessie intentaba recuperar su personalidad por defecto de cuidadora y mandona—. Está claro que tienes una conmoción cerebral. Marchaos ya. ¿Por qué habéis venido siquiera?

—Porque Ed necesita que Johnny le preste el dinero —dijo Cara.

Al instante, Jessie inquirió:

—¿Qué dinero?

—El de la otra cuenta corriente —contestó Cara. Luego—: Dios mío, no debía decirlo…

—¿Qué cuenta? —preguntó Jessie—. ¿Qué préstamo?

—Cara, vámonos ahora mismo al hospita

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