Introducción
Esta antología recoge quince textos extensos de no ficción, de los cuales catorce son reportajes de largo aliento publicados en el siglo XXI. Seis fueron escritos por mujeres. Todos salieron a la luz después de dos eventos que marcaron su inicio: el holocausto de las torres gemelas en Nueva York el 11 de septiembre de 2001, y la aparición de las fuerzas incorpóreas conocidas como «redes sociales». Esta realidad tal vez explique la cantidad de textos que incluí sin darme cuenta de que hablan de manera oblicua o directa de la muerte. Por otro lado, la preponderancia de reportajes internacionales refleja una preferencia mía, pero también habla de un mundo post 11S, post Atocha, post Bombay. El mundo ahora es uno, unido por el terror. Pero también, es obvio, por el cambio climático y las pandemias, la migración y nuestro consiguiente cosmopolitismo, la abolición de las distancias en el universo virtual y una obsesión por viajar que ya se veía venir en el siglo pasado pero que hoy adquiere síntomas de fiebre. Hay que conocer el mundo antes que se acabe.
En este siglo ansioso hay una categoría explosiva de adictos que necesita consumir información por medio de un bombardeo constante de cápsulas informativas, correspondan estas a la verdad o no. Luego parecería fútil que nuestros autores se dedicaran a componer textos complicados, densos, extensos —crónicas, por ponerles algún nombre— que exigen cuidado y tiempo. Parecería ingenuo confiar en que habrá lectores que le dediquen una hora, o tres, a la lectura de un tema serio. Pero esos lectores existen por millones, porque la crónica de largo aliento es un remedio, un oasis en medio del desierto, un silencio en medio del caos. Pausamos, leemos, imaginamos lo que las palabras nos van contando, pensamos, asimilamos paisajes, personajes, ideas, tragedias, absurdos, maravillas, y al salir de ese espacio narrativo somos imperceptiblemente distintos. Es el milagro de la lectura, y sostengo que, sin ella, la civilización se desmorona. Por eso hacemos falta nosotros, los cronistas.
En la crónica se enlazan una serie de hechos comprobables, y en esto —la obsesión por lo comprobable— se distingue de la ficción y se hermana con el periodismo noticioso, pero las diferencias son importantes. La noticia premia la velocidad, la crónica, la lentitud. No es lo mismo cubrir la entrada a Kabul del grupo rebelde talibán —ante semejante cataclismo hay que llenar el vacío de información minuto a minuto— que ocuparse un mes después de lo que ha acontecido con los afganes [1] que estuvieron en el aeropuerto y no lograron salir del país. Ni es lo mismo armar dispendiosamente el relato de Farwooz, intérprete de las fuerzas de ocupación estadounidenses que sus jefes no se encargaron de sacar del país y que murió en el transcurso de las terribles jornadas del aeropuerto. Cada caso exige un gasto distinto de horas de reportería: en el caso de la crónica del intérprete afgano habrá que disponer de mucho tiempo para buscar la información y que los editores puedan asegurar que los hechos narrados son comprobables. (Sin ese proceso no tendríamos manera de saber, por ejemplo, que la historia de Farwooz me la acabo de inventar completa.)
La crónica es veraz, pero también es literatura: al igual que la ficción usa recursos de contador de historias para alarmar, indignar, emocionar, cuestionar, conmover. Queremos provocar estos sentimientos y reflexiones en ustedes, les lectores, sin que se den cuenta, leyendo como si respiraran, y en ello invertimos semanas y hasta meses del más arduo trabajo. Un problema inmediato: ¿cómo hacer que algún exigente lector se tope con un texto nuestro, lea el primer párrafo, y quiera leer enseguida el segundo? Y otro problema ulterior: ¿cómo lograr que al leer el último párrafo del texto al que le hemos invertido tanto, nuestra lectora se quede con ganas de haber leído más y con la intensa satisfacción de haber viajado por nuestras palabras para por fin llegar a buen puerto? Son dos trabajos distintos los que nos tocan: el de reportear hasta el límite de lo posible datos y detalles, y luego el terrible esfuerzo solitario de escribir, buscando a ciegas el hilo del texto, dejando la emoción a un lado para controlar la narración y emocionar más bien a lectores que imaginamos descreídos e impacientes, llamándolos de vuelta a cada rato porque tenemos pánico de haberlos perdido en el párrafo anterior. Desprevenido lector: si alguna vez te sedujo el texto de una cronista, no dudes que la autora escribió con sinceridad, y a la vez con mañas de carterista.
2
Si en el mundo de habla hispana alguien pregunta quiénes son los grandes de la crónica moderna, la lista suele comenzar con Norman Mailer, Truman Capote, Thomas Wolfe, Hunter S. Thompson... y quedarse allí. Fueron escritores audaces, legendarios, ensalzados por Tomás Eloy Martínez y Gabriel García Márquez hace ya bastante más de medio siglo, y ese solo dato bastaría para explicar por qué hace falta una antología de cronistas estadounidenses de nuestro tiempo. No es un problema de edad sino de sensibilidad. En los años sesenta los abuelos del New Journalism hicieron grandes cosas: proclamaron, en primer lugar, que la realidad puede ser más interesante que la ficción. Y conquistaron un espacio permanente en los medios escritos para la narrativa de no ficción de largo aliento; crónicas de miles de palabras y muy altos vuelos literarios. Aunque casi todos ellos se oponían al establishment, al sistema, a las inacabables guerras del imperialismo, su surgimiento y su fama son inseparables del momento de mayor gloria y poder que ha vivido Estados Unidos: las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Había dinero para todo, hasta para financiar este nuevo producto: papel de impresión, presupuesto para viajes largos de reportería, honorarios que daban para vivir correctamente. Había también una clase media de buen nivel educativo y el ocio indispensable para comprar y leer revistas como Playboy, Esquire, el Village Voice, Rolling Stone y tantas otras. En sus textos, los hombres de la nueva no ficción viajaban, se emborrachaban con escándalo, asumían posturas heroicas, narraban con virilidad para la historia y las graderías. (Mientras tanto, la sola mujer famosa del New Journalism, Joan Didion, fumaba callada en un rincón, tomando apuntes.)
Muchos textos de aquellos cronistas se leen bien hoy, pero sin duda llevan el sello de una época romántica y optimista; y por qué no decirlo de una vez, puesto que llevamos un párrafo entero insinuándolo, también de valores pesadamente machistas. Hoy hay más cronistas que antes, hay menos lugares donde publicar y mucho menos dinero para vivir del oficio, pero el contexto es menos jerárquico. No son tantos los que hoy se paran figurativamente en medio de Times Square para tamborearse el pecho como King Kong, y quizá por eso no se me ocurre un o una cronista que tenga el estatus legendario de Hunter S. Thompson. Es un alivio. La autopromoción funciona, ahí está Donald Trump como prueba definitiva, pero es un valor del que desdeñan los cronistas de este siglo.
No es casualidad que el autor que más ha influido sobre los jóvenes cronistas de hoy sea mujer. Joan Didion caminaba por el mundo como una gata entre vidrios rotos. Aportó al siglo XXI un estilo antimacho, parco, meticuloso, irónico y self-conscious, de un humor delicado y negro. El feminismo moderno transformó su entorno: hoy día la mitad de cualquier redacción está integrada por mujeres. Son mujeres las que dirigen algunos de los medios más importantes, desde Vanity Fair, The Guardian, The Washington Post, El País y hasta la agencia de noticias Associated Press. Son mujeres las que descubren y narran la vida de otras mujeres, una «mitad del cielo» tradicionalmente ignorada por la crónica y el periodismo diario. Y como veremos en esta antología, son mujeres las que se lanzan por el mundo al igual que los hombres, consumidas por el deseo de entender la vida —toda— y escribir grandes textos que la expliquen a los demás.
3
Se entenderá en vista de lo anterior que esta antología no representa a los quince mayores narradores de no ficción de nuestros tiempos: no existe ese criterio ya, ni ante la inmensidad del panorama de la crónica actual habría como escogerlos. Ni siquiera hay aquí una selección de los cronistas que más me gustan, porque en ese caso tendrían que estar estos y varias docenas más. Por un lado, he buscado a narradores que hablen de temas nuevos, o que hablen de temas eternos con un enfoque y estilo nuevos, o que, en algunos casos, simplemente hayan logrado prodigios de reportería, ciñéndose a las normas clásicas, en condiciones de gran dificultad. He buscado temas que produzcan asombro en les lectores. Por encima de todo, he escogido crónicas que he podido releer una y otra vez sin dejar de disfrutar cada párrafo. El primer texto, En busca del corazón del complejo internético gato-industrial, asombra, intriga y hace sonreír desde el título, se lee con agradecimiento, es un gran reportaje internacional, y lo puse al principio porque está escrito desde una sensibilidad posinternet sobre el tema del internet. El último texto lo puse al final porque... bueno, ya se verá por qué. En medio quise que la selección abarcara la vida entera.
Lamento enormemente no haber podido incluir más selecciones de las pequeñas revistas regionales que en Estados Unidos se dedican a publicar textos maravillosos. Hay algunas, como el Oxford American o el California Sunday Magazine —hoy desgraciadamente extinto—, que han batido récords de terquedad y excelencia, y muchas veces sirven de puerta de entrada a escritores nuevos. Varios de esos textos estuvieron en la selección final, pero porque duplicaban un tema, o no acordaban con el tono del resto de las crónicas, o por otras varias razones, quedaron fuera; qué frustración. Tal vez algunes notarán la ausencia del amor como tema. No di con algún/a cronista que escribiera algo maravilloso sobre el amor. Quizá anda por ahí el texto y no lo vi, o tal vez sea un tema que solo la ficción resuelve.
Dije al inicio de esta presentación que eran quince textos, de los cuales catorce son crónicas. El decimoquinto viene a manera de introducción a los demás, y no es propiamente una crónica sino un extracto del libro más reciente de Robert Caro, quien lleva casi cincuenta años absorto en un solo reportaje histórico, la biografía de Lyndon B. Johnson, presidente número treinta y seis de Estados Unidos, dividido en lo que serán finalmente cinco tomos de más de quinientas páginas cada uno. Hizo un pequeño paréntesis en su labor para contar en un exquisito libro breve, Working, cómo ha sido su vida en el oficio, y es con un extracto del libro que arranca La vida toda. Que disfruten toda la vida.
Robert A. Caro
Fuera de Estados Unidos es prácticamente desconocido, pero en su país Robert Caro es leyenda, best seller, ideal inalcanzable de los reporteros y ganador de todos los premios. A sus ochenta y seis años Caro va, según sus cálculos, más o menos por la mitad del quinto y último tomo de su monumental biografía de Lyndon B. Johnson, presidente de Estados Unidos en los tumultuosos años sesenta, protagonista y testigo de algunas de sus peores tragedias y de sus logros más nobles. Su editor, Robert Gottlieb, tiene noventa años y dice, sin muchas esperanzas, que desea que la vida les dé a los dos para terminar con esta maldita gesta antes de que se le apague a alguno la vela.
Yo he leído tres de los cuatro tomos ya publicados de The Years of Lyndon Johnson y espero tener la calma para arrancar con el cuarto como quien está a la mitad de una película de Hitchcock cuando se va la luz. En medio del quinto tomo, tal vez urgido de un descanso, Caro quiso recordar y reflexionar sobre su vida de reportero. Agradezco con todo el corazón contar con un extracto de Working, el librito que resultó de esa reflexión. Es una delicia de texto y una lección de reportería de principio a fin.
Los secretos de los archivos de Lyndon Johnson.
Tras el rastro documental de un presidente
EL SEÑOR HATHWAY
En 1959, cuando me fui a trabajar al Newsday en Long Island, el jefe de redacción era Alan Hathway, un periodista veterano de los años veinte. Parecía un personaje salido de la Primera plana; un hombre de espalda ancha y barriga prominente que, aunque parecía blanda, no lo era. Su cabeza exhibía una calvicie brillante, con una tonsura tipo monje bastante roja, muy roja después de que comenzaba a beber a la hora de la comida y continuaba el resto del día. Vestía camisas de color marrón con corbatas blancas y camisas negras con corbatas amarillas. Tenía un profundo prejuicio contra los graduados de universidades prestigiosas, de hecho, nunca estuvimos seguros de si se había graduado o si había siquiera asistido a la universidad, y durante sus años en Newsday jamás había contratado a ninguno, mucho menos de Princeton, como yo. A mí me contrataron para gastarle una broma mientras se encontraba de vacaciones. Estuvo tan enojado de encontrarme allí que durante mis primeras semanas se negó a reconocer mi presencia en la redacción. Yo le decía: «Qué tal, señor Hathway» o «Hola, señor Hathway» cuando pasaba junto mi escritorio, pero jamás asintió siquiera. Ignorarme le resultaba fácil porque, como yo era el novato de la redacción, nunca trabajaba en artículos lo suficientemente relevantes para requerir su participación.
En esa época el Newsday no circulaba los domingos, así que, como reportero de menor jerarquía, trabajaba los sábados por la tarde y por la noche, de manera que, si llegaba alguna historia, podía poner la información en un memo y dejar la verdadera escritura a los reporteros de verdad, que trabajaban los domingos.
Un sábado, bien entrada la tarde, sonó el teléfono de la redacción y, al contestar, escuché la voz de un funcionario de la Administración Federal de Aviación (FAA, por sus siglas en inglés) que llamaba desde su oficina en el entonces aeropuerto Idlewild (porque John F. Kennedy aún no había sido asesinado). Newsday había publicado una serie de artículos sobre Mitchel Field, una base de la Fuerza Aérea que los militares estaban desmantelando, en medio del condado de Nassau, en Long Island. Sus cuatrocientas ochenta y cinco hectáreas eran el último gran espacio abierto del condado, por lo que su destino era importante. La FAA pretendía convertirlo en un aeropuerto civil. Sin embargo, Newsday consideraba que debía destinarse a fines públicos, en particular para la educación; permitir la expansión de la Universidad Hofstra y crear un campus para la universidad pública de Nassau, la única universidad pública en todo Long Island, que en ese momento tenía su sede temporal en el juzgado del condado de Mineola. Las aulas de clase ya estaban tan suficientemente llenas que no podían acomodar a los estudiantes que provenían, en su mayoría, de la numerosa comunidad de bajos recursos del vecino poblado de Hempstead. Educación pública para los pobres: por aquello que valía la pena luchar.
Yo no había intervenido en ninguno de los artículos sobre Mitchel Field, pero ese sábado, de repente, tenía a un funcionario de la FAA al teléfono, que me dijo algo así como «me gusta mucho lo que estáis haciendo sobre Mitchel Field, y estoy solo en las oficinas de la FAA, y si enviáis a alguien, sé qué carpetas deberíais revisar».
Estaba solo, era la única persona en la redacción. Casualmente, era el día del gran pícnic anual de verano del Newsday, en la playa de Fire Island. Casi todos se habían ido, menos yo. Ninguno tenía móvil, por supuesto, porque no existían. Llamé al editor que era mi superior inmediato, y luego a su jefe, pero no pude contactarlos. Cuando, después de muchas llamadas, conseguí comunicarme con un editor, me dijo que llamara al reportero estrella de investigación del periódico, Bob Greene, pero tampoco logré dar con él ni con ninguno de los otros periodistas a los que me pidieron que llamara. Por último, el editor me dijo que tendría que ir yo mismo.
Jamás olvidaré esa noche. Fue mi primera noche revisando archivos. El funcionario me recibió en la entrada del edificio y después me condujo a una sala de reuniones con una mesa en el centro en la que había una enorme pila de capetas de archivo. De alguna extraña manera, sentado allí, revisándolas, me sentí como en casa. Mientras examinaba memos, cartas y actas de reuniones pude notar un patrón que revelaba la verdadera razón por la que la Administración quería que el terreno se convirtiera en un aeropuerto civil: altos ejecutivos de distintas corporaciones con oficinas en Long Island, al parecer bastante cercanos a funcionarios de la FAA, querían entrar y salir de Long Island en los aviones de sus compañías sin el inconveniente de tener que conducir hasta los aeropuertos Idlewild o La Guardia. Entonces seguí buscando alguna hoja en la que alguien lo dijese claramente, pero no la encontré; todo lo que pude encontrar solo hacía alusiones al tema. No obstante, entre todos esos papeles logré identificar oraciones y párrafos que, en conjunto, esclarecían bien el asunto.
Hay ciertos momentos en la vida en los que de repente comprendes algo sobre ti mismo. Me encantó revisar esos archivos, hacer que me revelaran sus secretos. Y allí había uno concreto y fascinante: que ejecutivos de grandes empresas estaban persuadiendo a un organismo gubernamental para que les ahorrara tiempo a expensas de que un niño pobre pudiese recibir educación y una mejor oportunidad en la vida. Cada descubrimiento que hacía, que contribuía a demostrarlo, era emocionante. No sé por qué los archivos sin procesar tienen ese efecto en mí. En parte, quizá porque son más fieles a la realidad, son más auténticos; no están filtrados ni expurgados a través de artículos de prensa o, años después, en libros. Esa noche trabajé sin percatarme del paso del tiempo. Cuando terminé y abandoné el edificio, estaba saliendo el sol, ya era domingo y eso fue una sorpresa para mí. Regresé a la oficina y, antes de irme a casa, escribí un memo sobre lo que había descubierto.
Había trabajado antes en un periódico de New Jersey y mi esposa Ina y yo aún no nos habíamos mudado a Long Island. El lunes, mi día libre, el teléfono sonó temprano en la mañana, era June Blom, la secretaria del señor Hathway.
—Alan quiere verte de inmediato —dijo.
—Estoy en New Jersey —respondí.
—Bueno, quiere verte tan pronto como puedas llegar aquí —terció.
Esa mañana conduje hasta Newsday convencido, cada kilómetro del camino, de que iba a ser despedido.
Me encontré con June apenas entré en la redacción; con un gesto me indicó que fuera directamente al despacho de Alan. Antes de entrar, observé a través del panel de cristal la gran cabeza roja inclinada sobre algo y, cuando entré, vi que estaba leyendo mi memo.
No levantó la vista. Después de un rato dije vacilante:
—Señor Hathway. —No me salió el «Alan».
Me hizo señas para que me sentara y siguió leyendo. Finalmente, levantó la cabeza.
—No sabía que alguien de Princeton pudiera escarbar de esta manera —me dijo—. A partir de ahora harás trabajo de investigación.
Con mi savoir faire habitual, le respondí:
—Pero no sé nada sobre periodismo de investigación.
Alan me miró, según recuerdo, durante largo rato.
—Solo recuerda esto —me dijo—: Voltea cada página. Nunca asumas nada. Voltea cada maldita página.
Se puso a mirar otros papeles sobre su escritorio, y, al rato, yo me levanté y me fui.
LA BIBLIOTECA
En 1976, volé a Austin, Texas, para comenzar mi investigación con el fin de escribir la biografía del expresidente Lyndon Baines Johnson. Lo primero que vi al entrar en la Biblioteca y el Museo Presidencial de Lyndon B. Johnson fue la larga limusina negra de su periodo presidencial. Pregunté a la recepcionista dónde podía encontrar los documentos del expresidente y me contestó que los vería si caminaba hasta el final de la primera fila de exposición y doblaba la esquina.
Eso hice.
Frente a mí había una ancha escalera de mármol. En la parte superior se observaba una pared de cristal de cuatro pisos de altura. Detrás del cristal, en cada uno de los cuatro pisos, había filas de cajas rojas —ciento setenta y cinco filas de ancho, cada una con seis cajas apiladas que determinaban la altura—. El lomo de cada caja exhibía un círculo dorado que, según supe después, era una réplica del sello presidencial. Mientras subía las escaleras aparecían más hileras de cajas que se extendían, hasta donde alcanzaba la vista, hacia la penumbra.
Tomé un ascensor hasta el décimo piso de la biblioteca, donde me entrevistó una archivera, quien me dio una tarjeta de acceso a la sala de lectura de la institución, en la que los investigadores tenían sus escritorios. La tarjeta era válida por un año y debía renovarse una vez caducada. La archivera me preguntó si creía que necesitaría renovarla, a lo que respondí que era probable.
Pregunté si podía echar un vistazo a uno de los cuatro pisos donde estaban las cajas y, por desgracia para mi tranquilidad mental, me concedieron la petición. Fue como pedirle a un médico que sea honesto y te dé todas las malas noticias y que haga justo eso. Comencé a caminar por un pasillo entre paredes de cajas más altas que yo. Aquel pasillo se me hizo interminable.
Según me dijo la archivera, había unas cuarenta mil cajas, cada una con capacidad para ochocientas páginas, aunque, en su opinión, algunas estaban atiborradas mientras que otras no estaban completamente llenas. En total eran treinta y dos millones de folios. Era consciente de que investigar sobre un presidente sería muy diferente a indagar sobre Robert Moses, el protagonista de mi libro anterior, The Power Broker, pero no me esperaba nada igual. Tuve un mal presentimiento; durante todos esos años desde que Alan Hathway me había dado aquel primer consejo —«Voltea cada página. Nunca asumas nada. Voltea cada maldita página»—, jamás lo había olvidado, lo llevaba grabado en la mente. No obstante, allí no se voltearían todas las páginas.
Pero ¿cuáles voltear?
Aún se me revuelve el estómago al recordar el tiempo que me tomó responder ese interrogante. Comencé por revisar las «Herramientas de búsqueda» de la biblioteca, una suerte de catálogo, en cuadernos negros de hojas sueltas, que listaba los títulos de las carpetas de archivos contenidas en cada caja. Solamente los «Documentos de la Cámara de Representantes» de Johnson, los archivos generales de sus once años en ese cuerpo antes de pasar a ser senador y luego presidente, ocupaban trescientas cuarenta y nueve cajas. Y esas no eran las únicas que contenían cartas, memorandos, informes, borradores de discursos, etcétera, vinculados a ese periodo. Estaban, por ejemplo, los archivos LBJA, que incluían documentos que el personal de Johnson, en varias ocasiones, había movido de los «Documentos de la Cámara» generales a otros grupos (la biblioteca los llamaba «colecciones»), como los archivos de «Nombres seleccionados», que contenían correspondencia y otros materiales con «Asociados Cercanos». Por suerte yo no estaría volteando las páginas solo. Trabajando a mi lado en la sala de lectura tendría a Ina, en cuya minuciosidad y perspicacia había aprendido a confiar.
Aquello funcionaba así: llenabas un formulario de préstamo con las cajas que querías consultar y más o menos una hora después llegaba una archivera a la sala de lectura empujando un carrito con las cajas y las colocaba en otro carrito junto a tu escritorio; cada caja caía con un impresionante y deprimente golpe sordo. En el carrito solo cabían quince cajas, y yo siempre solicitaba más de quince, así que cuando devolvía una caja y aparecía un hueco, este enseguida se volvía a llenar con otra caja.
Solicitamos muchas cajas, examinamos muchas carpetas de archivos que, según su descripción en las «Herramientas de búsqueda», se suponía que no contenían nada útil para mí; sin embargo, la sabiduría del consejo de Alan quedó demostrada una y otra vez. Espero que algún día pueda dejar constancia de al menos algunas de las muchísimas veces en las que eso sucedió; en cualquier caso, algunas podrían resultar de interés para otros historiadores. Por ahora, os daré solo un ejemplo. Había decidido que entre las cajas en las que al menos ojearía cada una de las páginas estarían las de los «Documentos de la Cámara» de Johnson, que contenían los archivos de sus primeros años en el Congreso, puesto que quería esbozar una imagen de cómo había sido de joven legislador. Y mientras lo hacía, mientras leía o al menos ojeaba cada carta y cada memo y volteaba cada página, comencé a tener una sensación: algo había cambiado en aquellos primeros años.
Durante algún tiempo, tras la llegada de Johnson al Congreso, en mayo de 1937, sus cartas a los presidentes de los comités y a otros congresistas de alto rango tenían un tono acorde con un nuevo congresista sin poder; el tono de un joven que imploraba un favor a un superior o le pedía, tal vez, algunos minutos de su tiempo. Pero, en las mismas cajas, también había cartas y memos de congresistas de mayor jerarquía en las que eran ellos quienes suplicaban y le pedían a él unos minutos de su tiempo. ¿Cuál fue el motivo del cambio? ¿Había sucedido en algún momento específico?
Cuando revisé nuevamente mis notas, las puse en orden cronológico, y al hacerlo fue fácil ver que, en efecto, tal momento existía, un único mes: octubre de 1940. Antes de ese mes la correspondencia de Lyndon Johnson había sido invariablemente la de un subalterno a un superior. Después de ese mes el tono era, a menudo, el opuesto; y mientras ordenaba más y más papeles, resultaba cada vez más claro que fue después de una fecha exacta: el 5 de noviembre de 1940, el día de las elecciones. Y no solo pasaba con congresistas influyentes. Tras esa fecha, los archivos de Johnson también contenían cartas de congresistas de nivel medio y de otros tan jóvenes como él, escritas en tono suplicante, mientras que antes de esa fecha tales cartas no existían, no pude encontrar ni una. Era obvio que las elecciones tenían algo que ver con el cambio. Pero ¿qué?
Por aquel entonces volaba constantemente entre Austin y Washington. Los documentos no mueren, la gente sí, y mi prioridad era entrevistar a los hombres y las mujeres que, en la década de 1930, habían sido miembros de un círculo de iniciados del New Deal en el que el joven congresista de Texas había sido admitido.
Uno de los miembros de ese círculo era Thomas G. Corcoran, un irlandés vivaz con apariencia de duende que tocaba el acordeón y era conocido como Tommy el Corcho. Corcoran había sido asesor de Franklin Roosevelt y desde entonces se había vuelto leyenda en Washington como un asesor político y recaudador de fondos inigualable. Me encantaba entrevistar a Tommy el Corcho. Contaba casi ochenta años, y cuando nos cruzábamos en el vestíbulo del edificio ubicado en K Street, donde tenía su despacho, mientras yo esperaba el ascensor, me decía: «Te veo arriba, chaval», mientras abría la puerta de las escaleras. Y muchas veces, al llegar al undécimo piso donde estaba su despacho, me lo encontraba parado allí sonriéndome cuando se abrían las puertas del ascensor. El hombre era, en el mejor sentido de la palabra (ciertamente el mejor para un entrevistador ansioso por conocer los secretos más recónditos de las maniobras políticas), totalmente amoral. No le importaba nada. Una mañana en la que teníamos una entrevista programada, mientras desayunaba en mi habitación del hotel encontré su nombre en los principales titulares del Washington Post; me leí el extenso artículo sobre su papel en un escándalo verdaderamente sórdido de Washington. Y a la hora de nuestra entrevista, mientras me conducían a su despacho, esperaba encontrarme a un hombre devastado, o al menos abatido. En cambio, me dirigió una amplia sonrisa (tenía una sonrisa muy contagiosa) y al darse cuenta de que, aunque yo no hablaba del artículo lo tenía en mente, me dijo: «Es solo publicidad gratis, chaval, publicidad gratis. Basta con que deletreen bien mi nombre».
Cierta vez Tommy me contó una de sus técnicas más eficaces para recaudar fondos. Cuando el hombre al que le pedía dinero le escribía un cheque y lo ponía sobre el escritorio, el señor Corcoran, sin importarle la cantidad, sin importarle que fuese más de lo que había esperado, lo miraba con desdeño, lo ponía de nuevo en la mesa y, sin decir palabra, caminaba hasta la puerta. Ni una sola vez, me dijo (estoy seguro de que exageraba, pero ¿cuánto?), lo habían dejado llegar a la puerta sin que le pidieran que regresara, rompieran el cheque y le dieran uno nuevo por una cantidad mayor. Ahora, cuando le pregunté al señor Corcoran qué había cambiado el estatus de Johnson en octubre de 1940, me dijo: «El dinero, chaval, el dinero». Y luego añadió: «Pero no podrás escribir sobre eso». Le pregunté por qué no. «Porque nunca encontrarás nada por escrito», afirmó.
Durante algún tiempo temí que el señor Corcoran tuviese razón. Por lo que ya sabía sobre la obsesión de Johnson con los secretos, estaba dispuesto a creer que, en esa área particularmente sensible, él se había asegurado de que no hubiese nada que encontrar. Y Tommy el Corcho también tenía razón en otro asunto: sin nada por escrito, o sea, sin documentación, aunque descubriera lo que había sucedido, no podría incluirlo en mi libro. No obstante, el cambio de estatus de Johnson, el hecho de que en octubre de 1940 el joven congresista hubiese sido elevado a un lugar de cierta relevancia en la Cámara de Representantes, me hacía sentir que era imperativo descubrir y documentar lo que había acontecido ese mes.
Las palabras de Alan resonaban en mi mente. Solo había revisado las carpetas de los «Documentos generales de la Cámara», pero tal vez esas no eran las únicas cajas que abarcaban los primeros años de su carrera en el Congreso. También estaban, por ejemplo, las carpetas LBJA que contenían cartas y memos entre él y sus «asociados cercanos». Ni siquiera había comenzado a voltear esas páginas.
Corcoran me había dicho que la respuesta a mi pregunta era el dinero, y si se trataba de dinero, el lugar para comenzar a indagar era la compañía Brown & Root, una empresa de construcción de carreteras y presas de Texas cuyos directivos, Herman y George Brown (Root había fallecido años antes) habían sido los financistas secretos, pero principales, de los primeros años de la carrera de Johnson. Ya en 1940, Brown & Root había empezado a recibir contratos federales gracias a la mediación de Johnson. Cuando se trataba de dinero, no había asociados más cercanos que Herman y George. No tenía muchas esperanzas de encontrar nada por escrito, pero esas otras carpetas contenían páginas que, no obstante, debí haber volteado.
Y a ello me dispuse. Solicité la caja 13 de la colección «Nombres seleccionados» de LBJA y saqué las carpetas de archivos sobre Herman. Había mucho material fascinante en sus doscientas treinta y siete páginas, pero nada acerca del cambio de 1940. La correspondencia de George estaba en la caja 12. Había unas doscientas treinta páginas en su archivo. Me senté allí mientras volteaba las páginas, una por una, y pensaba que probablemente estaba desperdiciando más días de mi vida. Y entonces, de repente, al levantar otra carta inocua para echarla a un lado, el siguiente documento no era una carta sino un telegrama de la Western Union, ya de color marrón después de décadas desde que fue enviado, el 19 de octubre de 1940. Estaba dirigido a Lyndon Johnson, firmado por «George Brown» y decía en las letras mayúsculas que la Western Union utilizaba en sus mensajes: «SE SUPONÍA QUE TENDRÍAS LOS CHEQUES PARA EL VIERNES... ESPERO QUE HAYAN LLEGADO DEBIDAMENTE Y A TIEMPO».
También nombraba a las personas que supuestamente enviaron los cheques, seis de los socios de negocios de Brown & Root. Tommy Corcoran se había equivocado: Lyndon Johnson, por una vez, había puesto algo por escrito; adjunto al telegrama, había una copia de su respuesta a George: «SE HA SABIDO DE TODA LA GENTE CON LA QUE HABLASTE —decía—. NO ACUSARÉ RECIBO, ASÍ QUE ASEGÚRATE DE DECIRLES A TODOS ELLOS QUE SUS CARTAS HAN SIDO RECIBIDAS... TU AMIGO, LYNDON B. JOHNSON». Y había añadido a mano: «La cosa está superando mis expectativas. El Jefe está escuchando mis sugerencias, gracias a tus incentivos».
Ahí estaba la prueba de que Johnson había recibido dinero de Brown & Root en octubre de 1940 (y de que esto le había permitido algún tipo de contacto con «el Jefe», que era como él llamaba al presidente Franklin Roosevelt). Pero ¿cuánto dinero habían enviado esos seis contribuyentes? ¿Por qué no lo había enviado la propia compañía? Y lo que era aún más importante, ¿qué había pasado con el dinero? ¿Cómo lo usó Johnson? ¿Cuál fue el mecanismo de distribución? No había ninguna pista en el telegrama ni en su respuesta. Pero el dinero había llegado de Texas, y yo sabía que George y Herman tenían amigos que habían contribuido, por insistencia de los Brown, a las primeras campañas de Johnson. Me habían dicho que la mayoría de los contribuyentes eran magnates del petróleo, big oilmen, como se dice en Texas.
Comencé a solicitar las carpetas de los magnates petroleros. Y, en efecto, había una carta fechada en octubre de uno de los principales magnates del petróleo, Clint Murchison. Murchison trataba con senadores o con Sam Rayburn, el presidente de la Cámara y líder de la delegación de Texas; este apenas conocía al joven congresista; en su carta a Johnson, había escrito mal su nombre, «Linden». Sin embargo, era obvio que estaba siguiendo el ejemplo de Brown & Root. «Adjuntamos a la presente el cheque de Aloco Oil Co... por 5.000$ pagaderos al Comité Demócrata del Congreso», rezaba la carta. Otro magnate fue Charles F. Roeser, de Forth Worth: la suma que se mencionaba en su carta era de nuevo cinco mil dólares, con el mismo beneficiario.
El beneficiario era el Comité de Campaña del Congreso Demócrata, que antes no había sido más que un subsidiario moribundo del Comité Nacional Demócrata. Había una gran cantidad de carpetas de archivos en las cajas 6, 7, 8 y 9 de los «Documentos de la Cámara» de Johnson con la etiqueta «Comité Nacional Demócrata». En conjunto, las cajas contenían tres mil doscientas páginas. Algunas de las carpetas tenían títulos nada atractivos. «General-Desordenados», por ejemplo, era una carpeta abultada de papeles que habían sido apiñados con descuido. Al sacarla, recuerdo haberme preguntado si de verdad tendría que examinar una carpeta con ese nombre. Pero Alan podría haber estado orgulloso de mí; no me había adentrado mucho en la carpeta cuando, sin duda, le estuve agradecido. Una de las seis personas que, según George Brown, había enviado cheques se llamaba Corwin. En «General-Desordenados», no en orden alfabético, sino intercalado, había una nota de J. O. Corwin, un subcontratista de Brown & Root, que decía: «Adjunto a la presente mi cheque por 5.000$ pagaderos al Comité de Campaña del Congreso Demócrata». Cinco mil dólares. ¿Acaso los seis hombres que se mencionan en la carta de Brown habían enviado la misma suma?
El archivo «Desordenados» contenía carta tras carta con detalles que sabía que podía utilizar. Y en otras carpetas encontré misivas en las que se mencionaba la misma cantidad: por ejemplo, de E. S. Fentress, que era el socio de Charles Marsh, el mecenas de Johnson. Sabía que uno de los más grandes magnates y de mayor astucia política era Sid Richardson. Busqué por el apellido Richardson una y otra vez en muchas carpetas de varias colecciones, pero no tuve suerte. ¿Cómo se llamaba ese sobrino suyo a quien Richardson, soltero y sin hijos, permitía que se ocupara de algunos de sus asuntos de negocios? Lo había oído en algún lugar. ¿Cómo era? Bass, Perry Bass. Encontré el nombre y la donación, «Perry R. Bass, 5.000$», en otra de las cajas de «Documentos de la Cámara».
Dispersas en todas esas cajas se encontraban las cartas de muchos magnates del petróleo de Texas de los años cuarenta, quienes necesitaban garantías de que el Congreso no eliminaría la compensación fiscal por agotamiento del petróleo y de que no se afectarían otras exenciones fiscales más arcanas otorgadas por el Gobierno federal. Y todas las contribuciones a las que hacían referencia fueron por un valor de cinco mil dólares. Por supuesto, tenía que ser así. De repente recordé lo que debí recordar antes. En virtud de la ley federal de 1940, el límite para las contribuciones individuales era de cinco mil dólares. ¿Cómo es que había tardado tanto en comprenderlo? Bueno, ahora lo entendía. La contribución de la compañía Brown & Root al Comité de Campaña del Congreso Demócrata, canalizada a través de los asociados de negocios de la empresa, había sido de treinta mil dólares, una suma sustancial en la política de esa época y, de hecho, más dinero del que el Comité de Campaña había recibido del Comité Demócrata Nacional, que era su organización matriz. ¡Y hubo muchas otras contribuciones de cinco mil dólares provenientes de Texas!
Ahora bien, la pregunta siguiente era: ¿cómo es que ese dinero provocó un cambio tan radical en el estatus de Johnson en el Congreso? ¿Cómo había trocado esas contribuciones en poder para sí mismo? En aquel entonces, él no tenía ningún título ni posición formal dentro del Comité de Campaña del Congreso Demócrata; lo había intentado pero, según supe por otros archivos, había sido rechazado.
Encontré la respuesta en los archivos LBJA. Johnson había hecho que George Brown diera instrucciones a cada uno de los contribuyentes de Brown & Root, y el resto de los contribuyentes de Texas recibieron la misma orientación, de adjuntar a sus cheques una carta que dijera: «Me gustaría que este dinero se gastara en relación con la campaña de los candidatos demócratas al Congreso según la lista adjunta». Por supuesto, el propio Johnson había compilado la lista, y aunque los cheques recibidos por los afortunados candidatos podrían haber sido emitidos por el Comité de Campaña del Congreso Demócrata, cada uno recibió un telegrama de Johnson que decía que el cheque había sido enviado «COMO RESULTADO DE MI VISITA AL COMITÉ DEMÓCRATA HACE UNOS MINUTOS».
Antes de que se acabara la campaña y tan solo en ese y octubre de 1940, Lyndon Johnson había recaudado en Texas, y distribuido a los candidatos al Congreso, fondos de campaña a un nivel que rara vez, o nunca, se había alcanzado para los candidatos demócratas al Congreso, fondos todos provenientes de una misma fuente. Los documentos en aquellas cajas de los «Documentos de la Cámara» de Johnson lo demostraban.
A medida que volteaba las páginas de aquellas cajas encontraba otros documentos. La carpeta «General-Desordenados» contenía otro listado. Sus trece páginas estaban divididas en dos columnas mecanografiadas por John Connally o por Walter Jenkins, ambos asistentes de Johnson; cada uno me dijo más tarde que había sido él mismo quien los había mecanografiado. En la columna de la izquierda estaban los distritos de los congresistas que le habían pedido dinero al Comité Demócrata; en la segunda columna estaban los nombres de los congresistas y la cantidad que cada uno había pedido (pequeñas sumas en comparación con épocas posteriores) y, en las propias palabras de los congresistas, para qué las necesitaban. «DEBO TENER $250 EL JUEVES POR LA NOCHE PARA LA PUBLICIDAD DEL ÚLTIMO NÚMERO», por ejemplo. O «350$ PARA EL JUEVES. HE ESTABLECIDO UN MECANISMO PARA ALCANZAR 11.000 VOTANTES MÁS». Otros querían quinientos dólares «PARA LOS OBREROS DE LOS DISTRITOS HISPANO E ITALIANO», o «1.000$ EL 1 DE NOVIEMBRE PARA CONTRATAR OBSERVADORES ELECTORALES», o escribían «BUENAS POSIBILIDADES... SI AHORA MISMO PODEMOS CONSEGUIR $14 PARA CADA UNO DE LOS CINCO PERIÓDICOS DEL CONDADO Y $20 PARA EL TITUSVILLE HERALD».
Había una tercera columna en la página, o más bien anotaciones escritas a mano en el margen izquierdo, notas relacionas con la petición de cada congresista. La letra de esa columna era de Lyndon Johnson. Si estaba coordinando para que al candidato se le diera una parte o la totalidad de lo que había pedido, escribía: «OK-500$», o «OK-200$», o cualquiera que fuese la cantidad que había decidido dar. Si no quería que se le diera nada, escribía «Nada». Y al lado de algunos nombres había escrito «Nada-Fuera». (¿Qué quería decir con eso?, pregunté después a John Connally. «Significaba que el candidato nunca recibiría nada —me dijo Connally—. Lyndon Johnson jamás olvidada y jamás perdonaba»).
Johnson había identificado una fuente de financiamiento para las elecciones al Congreso de todo Estados Unidos que en el pasado se había usado principalmente para el beneficio de candidatos a la presidencia o al Senado: el dinero de Texas. Haciendo uso de la influencia del poderoso presidente de la Cámara, Sam Rayburn, se había asegurado de que el dinero solo llegara a través de él. En 1940, cuando los funcionarios del Comité de Campaña del Congreso Demócrata intentaron saltárselo e ir directos a la fuente y les escribieron a los magnates del petróleo para solicitarles contribuciones, estos le habían preguntado a Rayburn a quién enviar el dinero, y luego, siguiendo sus instrucciones, no respondían al Comité sino a Lyndon Johnson, con palabras como las de Charles Roeser: «HE DECIDIDO MANDARTE MI CONTRIBUCIÓN... A TI... TE DEJO A TI DECIDIR LOS DISTRITOS DONDE ESTOS FONDOS SERÁN DE MAYOR UTILIDAD». Y Johnson no solo determinaba qué candidatos recibirían el dinero, sino que se aseguraba de que supieran que procedía de él. «Quiero verte ganar», les decía en cartas y telegramas. Y «Aquí hay algo de dinero para ayudar». Para cuando los congresistas regresaron a Washington en noviembre, después de las elecciones, y conversaron entre ellos, ya se había corrido la voz. Había mucha gratitud por lo que Johnson había hecho, contó Walter Jenkins: «Era el héroe».
Además, los congresistas necesitarían dinero para futuras campañas y habían aprendido que una buena forma de conseguirlo, y a veces la única, era a través de Lyndon Johnson. «La gratitud —escribiría más tarde— es una emoción tan efímera en Washington como en otras partes, pero... no era mera gratitud sino una emoción quizá algo más fuerte y perdurable, el interés personal, lo que dictaba que estuviesen en buenos términos con él». Solo en un mes, Lyndon Johnson, de treinta y dos años y con apenas tres en la Cámara, se había establecido como un congresista con cierto grado de influencia sobre otros congresistas, como un congresista que había dado su primer paso en firme hacia el poder nacional que ejercería durante los siguientes treinta años. Para alguien como yo, interesado en las fuentes del poder político, aquellas cajas de la Biblioteca Johnson contenían pruebas irrefutables del uso que se le podía dar al poder económico para generar poder político.
En mi opinión, solo me quedaba una pregunta por contestar y solo había un hombre que podía responderla. Tal vez ya conocía la respuesta, pero saberla no es lo mismo que demostrarla. Herman Brown había muerto antes de que comenzara a escribir mis libros sobre Johnson. Así pues, tenía que hablar con George.
Sabía que no sería fácil. George y Herman se habían sentido orgullosos de su actitud hacia los periodistas; a menudo alardeaban, con alguna exageración, de que ninguno de los dos había concedido nunca una entrevista y que jamás lo harían. Había intentado hablar con George desde que comencé con Lyndon Johnson, sin conseguir resultados, ni respuesta. Cuando llamaba y dejaba el recado a su secretaria, nunca devolvía mis llamadas; cuando le escribía cartas, no había respuestas. Después de hacerme amigo del principal cabildero de muchos años de Brown & Root, Frank «el Pijo» Oltorf, le pedí que intercediera, cosa que hizo en varias ocasiones, luego me dijo en términos bastante firmes que el señor Brown nunca hablaría conmigo. Si no lo hacía, me iba a costar mucho trabajo demostrar en mi libro la razón por la que Brown & Root había dado el dinero, o, de hecho, por qué en las décadas posteriores a 1940 le había dado a Lyndon Johnson tal cantidad de respaldo financiero.
A veces un pensamiento fortuito logra el objetivo. Un día, me encontraba en el pequeño poblado tejano de Burnet. En Courthouse Square, entre los abatidos escaparates de los comercios, había una elegante edificación nueva que se anunciaba como la Biblioteca Pública Herman Brown.
Me vino una idea de golpe. George había amado e idolatrado a su hermano mayor, que en realidad había sido más como un padre para él. Desde la muerte de Herman, George había construido monumentos públicos en su honor por todo Texas; no solo bibliotecas públicas con su nombre, sino también la Sala de Ciencias Matemáticas Herman Brown, en la Universidad Rice.
Había una cabina telefónica cerca. Desde allí telefoneé a Oltorf y le pedí que llamara a George una vez más. Me contestó que no iba a hacerlo.
—Solo te pido que lo llames una vez más —insistí— y quiero que le digas una sola oración: dile que «no importa en cuántos edificios ponga el nombre de Herman Brown, dentro de unos años nadie va a saber quién fue Herman Brown si no aparece en un libro».
No recuerdo la respuesta de Oltorf, pero es obvio que hizo la llamada. A la mañana siguiente, muy temprano, antes de que me despertara, sonó el teléfono. Era la secretaria del señor Brown para preguntarme a qué hora me convenía reunirme con él.
En la reunión me pareció que el señor Brown y yo nos llevamos muy bien. Cuando me hicieron pasar a su despacho me encontré con un hombre de setenta y nueve años, casi ciego, pero aún vigoroso y de mente clara. En la década de 1930, después de que Herman y él hubiesen comenzado a construir la presa Marshall Ford, el proyecto más grande en el que se había embarcado Brown & Root, y de haber invertido gran parte del dinero de la empresa en él, debido a una peculiaridad de la ley, la presa resultó ser «ilegal», según las propias palabras de Brown.
—Ya habíamos construido el teleférico. Aquello costó varios cientos de miles de dólares, que les debíamos a los bancos... Habíamos puesto un millón y medio de dólares —me explicó.
Se suponía que el Gobierno federal consignaría el dinero para la presa en su sesión de 1937, pero se había descubierto que cualquier consignación sería ilegal. Los Brown se enfrentaban a la bancarrota. Johnson, a pesar de ser nuevo en el Congreso, ideó una estratagema para legalizar el proyecto de la presa. Y los Brown se lo agradecieron. («Recuerda que estoy contigo, tengas o no razón, y no importa si pienso que tienes o no razón. Si tú lo quieres, yo estoy cien por cien a favor», le escribió George en otra carta que encontré). Y Johnson había hecho más cosas por los Brown; se había encargado de que recibieran el contrato más grande que jamás habían conseguido: construir la Estación Aérea Naval de Corpus Christi. Luego se ocupó de que se les otorgaran más contratos (por valor de cientos de millones de dólares) para construir cazasubmarinos y destructores para la Marina de Guerra, a pesar de que, como me dijo el señor Brown, «no sabíamos diferenciar la popa del fre..., o sea, de la proa del barco».
Al final de la entrevista, que duró un día entero, el señor Brown me dijo que la había disfrutado y que le gustaría que nos volviéramos a ver. Contesté que sí y nos fuimos a comer al Ramada Club. Después me llevó a ver la legendaria suite «8-F» del hotel Lamar en Houston, donde los principales magnates del petróleo y contratistas de Texas se reunían para trazar el futuro político del estado.
EL SENTIDO DEL LUGAR
La importancia del sentido del lugar es comúnmente aceptada en el mundo de la ficción; me gustaría que también fuera cierto para el género de la biografía y la historia; de hecho, para la no ficción en general.
En el caso de Lyndon Johnson, dos escenarios tuvieron una importancia crucial para ayudarme a captar la esencia de este hombre y entender su función en la historia; para comprender cómo llegó al poder y cómo lo ejerció: el lugar de donde provenía, Texas Hill Country, y el lugar al que se fue cuando aún era un joven, Capitol Hill en Washington D. C.
El primero me fue realmente difícil de entender. Soy neoyorquino. Me había pasado la vida en las calles abarrotadas y los salones concurridos de la ciudad, con teatros, conciertos y conversaciones animadas todo el tiempo; hasta cierto punto, comprendo ese mundo.
Al rememorar mi trabajo sobre Johnson, pienso que me di cuenta en mi primer viaje a Hill Country, o debí de haberme dado cuenta, de que estaba entrando en un mundo que en realidad no entendía y para el que no estaba preparado. Todavía lo recuerdo: uno conducía rumbo al oeste al salir de Austin y unos sesenta y seis kilómetros después llegaba a la cima de una colina. Cuando llegué a la cumbre, de repente algo frente a mí me hizo aparcar al lado de la carretera, salir del coche y quedarme allí, mirando hacia abajo. Estaba viendo algo que nunca había visto: desolación, una vasta desolación. Después descubrí que era un valle, el valle del río Pedernales. Tiene unos ciento veinte kilómetros de largo por veinticuatro de ancho.
La primera vez que estuve allí, observando ese espacio inmenso durante algunos minutos, no vi ni una sola señal de vida humana. Entonces sucedió algo, tal vez una nube se apartó, y de repente, en medio de aquella desolación, el sol destelló sobre un pequeño grupo de casas. Aquello era Johnson City. Cuando Lyndon Johnson crecía en ese pueblo, vivían allí trescientas veintitrés personas; a mi llegada solo había unos cientos de más. Parado en aquella colina, me di cuenta de que estaba mirando y a punto de chocar con algo muy diferente a todo lo que había visto antes, en su desolación, su soledad y su aislamiento.
En aquel tiempo, Ina y yo trabajábamos en la Biblioteca Johnson. Investigábamos de nueve a cinco, cuando cerraba la biblioteca, y luego salía a toda prisa en mi coche hasta Hill Country para entrevistar a alguno de los hombres o las mujeres que habían crecido con Lyndon Johnson.
Johnson murió a los sesenta y cuatro años. Cuando comencé a escribir su biografía, habría tenido sesenta y siete. Por lo tanto, la mayoría de las personas que fueron al instituto o a la universidad con él aún estaban vivas y, de hecho, todavía vivían en Johnson City o sus alrededores. Si Truman Fawcett, uno de sus mejores amigos del instituto, había vivido en ese entonces al otro lado de Courthouse Square, bueno, Truman Fawcett aún vivía al otro lado de Courthouse Square. Kitty Clyde Ross, su primera novia (hasta que sus padres la obligaron a dejar de verlo por ser «un Johnson») ahora era Kitty Clyde Leonard, todavía vivía en Johnson City y estaba dispuesta a conversar (y a que le preguntara qué le había parecido el paseo que Lyndon le había dado en el Air Force One cuando era presidente).
Me había hecho la idea de que solo tendría que escribir uno o dos capítulos sobre la juventud de Johnson, y que no necesitaría investigar mucho al respecto. En el momento en que comencé, ya había siete biografías de Johnson publicadas, y todas narraban las mismas anécdotas que describían al joven Lyndon como una suerte de héroe de Hill Country, a lo Horatio Alger, sonriente y popular, que había ascendido en la vida gracias a su ambición y arduo empeño. Fantásticas anécdotas, algunas. El chico pobre abriéndose paso en el mundo. Creía que, gracias a esos libros, ya conocía la historia básica de su juventud. Si bien carecía de detalles suficientes o de una noción más completa sobre Hill Country, pensaba que podría proporcionar esa información mediante algunas entrevistas, y eso era todo lo que tendría que hacer.
Sin embargo, las entrevistas me resultaron inesperadamente difíciles, muy difíciles, de hecho. Algunos de los que habían conocido a Lyndon vivían en ranchos o granjas apartadas. Conducía unos ciento diez kilómetros por carretera («Busca el portón de ganado a tu izquierda») y luego me desviaba para entrar en algún camino de tierra que podía extenderse otros veinticinco o treinta kilómetros. Al final habría una casa, la única en varios kilómetros a la redonda, y en ella una pareja (o una viuda; al parecer había un número desproporcionado de viudas en Hill Country) que no estaba acostumbrada a mantener largas conversaciones con desconocidos.
No se trataba de una simple barrera de timidez que con el tiempo podría derribar. En sus conversaciones conmigo había una suerte de reticencia, de contención, una cualidad lacónica. Eran también realmente honrados. Jamás contarían una mentira. Si les hacías una pregunta, siempre te decían la verdad. Pero también sentían, muy adentro, que era incorrecto decir algo despectivo sobre un hombre que había llegado a ser presidente de Estados Unidos. Les repetía las maravillosas anécdotas que aparecían en las otras biografías y lo máximo que alguien se aventuraba a decir era «Bueno, eso no fue exactamente así». No me contaban qué era en realidad lo que había sucedido, y se mostraban muy reacios a darme detalles. Comencé a percibir una profunda renuencia a contarme toda la historia, o incluso la verdadera, a revelarle a un forastero cómo había sido en realidad Lyndon Johnson de joven. Igual de inquietante era el hecho de que cuanto más hablaba con ellos, más cuenta me daba de que no era solo al joven Lyndon a quien no entendía; me ocurría lo mismo con esas personas. Tampoco las comprendía, ni su cultura, ni sus costumbres, y no sabía cómo atravesar el muro.
Noté que parte del problema era que ya habían hablado con demasiada gente como yo. Durante la presidencia de Johnson, periodistas de todas partes de Estados Unidos, de todas las revistas y los periódicos importantes (y muchos de los menos relevantes) habían ido a Hill Country, se habían pasado tres o cuatro días, y hasta una semana, y habían vuelto a casa para explicar aquel remoto lugar al resto del país. La gente de Hill Country tenía un calificativo para ellos: «Periodistas portátiles». Y era básicamente eso lo que pensaban de mí; yo también era un periodista portátil.
—No estoy entendiendo a esta gente y, por lo tanto, no estoy entendiendo a Lyndon Johnson. Vamos a tener que mudarnos a Hill Country y vivir allí —le dije a Ina.
—A ver, ¿y por qué no haces una biografía de Napoleón? —me respondió.
Pero Ina es siempre Ina: leal y auténtica. Me dijo, como de costumbre:
—Vale.
Alquilamos una casa en las afueras de Hill Country, donde vivimos gran parte de los tres años siguientes.
Eso lo cambió todo. Tan pronto nos mudamos allí, tan pronto los lugareños se dieron cuenta de que estábamos allí para quedarnos, su actitud para con nosotros se suavizó; comenzaron a hablarme de otra manera. Empecé a escuchar los detalles que no habían incluido en las anécdotas que me habían contado antes y me contaron otras anécdotas e historias que nadie me había mencionado siquiera; historias sobre un Lyndon Johnson muy diferente al joven que se había descrito con anterioridad: sobre un joven muy peculiar y muy inteligente, un ser muy ambicioso, inescrupuloso y bastante despiadado, que no era bien visto y que era incluso despreciado; hasta casi temido por quienes lo conocían particularmente bien.
SAM HOUSTON JOHNSON
Vivir en Hill Country también me permitió conocer al hermano menor de Lyndon, Sam Houston Johnson.
Ya había entrevistado a Sam Houston varias veces, por supuesto, cuando aún vivíamos en Austin. Se había ganado una reputación no solo por su serio problema con la bebida sino por su bravuconería, pedantería y exageraciones que rayaban en la mentira; descubrí que su reputación estaba totalmente justificada. No mejoraba mis sentimientos hacia él el hecho de que encarnara el estereotipo tejano: un sombrero inmenso, grandes botas y una botella de tabasco que siempre lle