La isla del árbol perdido

Elif Shafak

Fragmento

cap-1

Isla

Recuérdase una vez, en los confines del mar Mediterráneo, había una isla tan hermosa y azul que los muchos viajeros, peregrinos, cruzados y mercaderes que se enamoraban de ella deseaban o no dejarla nunca, o intentar remolcarla con sogas de cáñamo de regreso a sus propios países.

Leyendas, quizá.

Aunque las leyendas existen para contarnos lo que la historia ha olvidado.

Han pasado muchos años desde que hui de aquel lugar a bordo de un avión, dentro de una maleta hecha con suave cuero negro, para no regresar jamás. Desde entonces he adoptado otra tierra, Inglaterra, en la que he crecido y prosperado, pero no pasa un solo día en que no anhele volver. A casa. A la tierra natal.

Debe de seguir allí donde la dejé, surgiendo y hundiéndose con las olas que rompen y espuman contra sus costas escarpadas. En la encrucijada de tres continentes —Europa, África, Asia— y del Levante, aquella región vasta e impenetrable ha desaparecido por completo de los mapas actuales.

Un mapa es una representación bidimensional con signos arbitrarios y líneas grabadas que establecen quién será nuestro enemigo y quién será nuestro amigo, quién merece nuestro amor y quién merece nuestro odio y quién nuestra pura indiferencia.

«Cartografía» es otro nombre que se le da a las historias que cuentan los vencedores.

Porque historias contadas por quienes han perdido no hay ninguna.

Así es como la recuerdo: playas doradas, aguas turquesas, cielos luminosos. Todos los años, las tortugas marinas llegaban a la orilla para desovar en la arena fina. El viento de última hora de la tarde traía el aroma de la gardenia, el ciclamen, la lavanda, la madreselva. Las ramas abrazadoras de las glicinas trepaban por las paredes encaladas, aspirando a alcanzar las nubes, esperanzadas de esa manera que solo conocen los soñadores. Cuando la noche te besaba la piel, como siempre hacía, podías oler el jazmín en su aliento. La luna, allí más cerca de la tierra, colgaba brillante y delicada sobre los tejados, lanzando un resplandor vívido sobre los estrechos callejones y las calles adoquinadas. Y aun así, las sombras encontraban la forma de reptar a través de la luz. Susurros de recelo y conspiración se propagaban en la oscuridad. Porque la isla estaba desgarrada en dos partes: el norte y el sur. Un lenguaje distinto, una escritura distinta, una memoria distinta prevalecían en cada una, y cuando los isleños rezaban, rara vez lo hacían al mismo dios.

La capital estaba dividida mediante una partición que la rebanaba como un tajo en el corazón. A lo largo de la línea de demarcación —la frontera— había casas ruinosas acribilladas de orificios de bala, patios vacíos con cicatrices de los estallidos de las granadas, tiendas tapiadas convertidas en ruinas, cancelas ornamentadas colgando en ángulo de sus goznes rotos, coches de lujo de otra época herrumbrados bajo capas de polvo... Las carreteras estaban bloqueadas por rollos de alambre de espino, pilas de sacos terreros, barriles llenos de cemento, zanjas antitanques y torres de vigilancia. Las calles terminaban de manera abrupta, como pensamientos inconclusos, como sentimientos no resueltos.

Los soldados hacían guardia con ametralladoras cuando no estaban haciendo rondas; hombres jóvenes, aburridos, solitarios, de diversos rincones del mundo, que poco sabían de la isla y de su compleja historia hasta que se vieron destinados a aquel entorno desconocido. Los muros estaban cubiertos de letreros oficiales con colores llamativos y letras mayúsculas:

PROHIBIDO EL PASO

¡NO ACERCARSE, ZONA RESTRINGIDA!

NO SE PERMITE HACER FOTOGRAFÍAS NI GRABACIONES

Después, más adelante, siguiendo la barricada, un añadido ilícito que había garabateado con tiza alguien que pasaba por allí:

BIENVENIDOS A TIERRA DE NADIE

La línea que desgarraba Chipre de una punta a la otra, una zona neutral por la que patrullaban las tropas de las Naciones Unidas, medía unos ciento ochenta kilómetros de largo y tenía unos seis de ancho en algunos puntos, mientras que en otros solo unos cuantos metros. Atravesaba todo tipo de paisajes —pueblos abandonados, costas remotas, humedales, tierras en barbecho, pinares, llanuras fértiles, minas de cobre y yacimientos arqueológicos—, serpenteando a lo largo de su curso como si fuese el fantasma de algún antiguo río. Pero era allí, a través y alrededor de la capital, donde se hacía más visible, tangible y, por lo tanto, inquietante.

Nicosia, la única capital dividida del mundo.

Descrita de ese modo, sonaba casi como algo positivo; tenía algo especial, si no único, una sensación de desafiar la gravedad, como si un solo grano de arena flotase hacia el cielo en un reloj de arena recién girado. Pero en realidad Nicosia no era ninguna excepción, era un nombre más añadido a la lista de lugares segregados y de comunidades separadas, de los que ya han quedado relegados a la historia y de los que están todavía por llegar. En aquel momento, sin embargo, era una peculiaridad. La última ciudad dividida de Europa.

Mi ciudad natal.

Hay muchas cosas a las que una frontera —incluso una tan inequívoca y bien vigilada como aquella— no puede impedirles cruzar. A los vientos etesios, por ejemplo, el meltemi o meltem, de nombre suave pero fuerza sorprendente. A las mariposas, los saltamontes y lagartos. A los caracoles tampoco, por penosamente lentos que sean. En algunas ocasiones, un globo de cumpleaños se escapa de la mano de algún niño y se va sin rumbo por el cielo, se aleja hacia el otro lado, al territorio enemigo.

Luego, a los pájaros. Las garzas azules, los escribanos cabecinegros, los abejeros europeos, las lavanderas boyeras, los mosquiteros musicales, los alcaudones núbicos y mis favoritos, las oropéndolas. Desde el lejano hemisferio norte, migran sobre todo durante la noche; mientras la oscuridad se congrega en las puntas de sus alas y les graba círculos rojos alrededor de los ojos, se detienen en Chipre, a mitad de camino de su largo viaje, antes de proseguir hacia África. La isla para ellos es un lugar de descanso, una laguna en el relato, una intermediedad.

Hay una colina en Nicosia a la que pájaros de todos los plumajes van buscando alimento. Está cubierta por zarzales crecidos, ortigas punzantes y matas de brezo. En mitad de esa densa vegetación hay un viejo pozo con una polea que chirría al menor tirón y un cubo de metal atado a una cuerda raída y cubierta de algas por la falta de uso. En lo más hondo la oscuridad es siempre total y el frío helador, incluso cuando el feroz sol del mediodía cae a plomo directamente desde lo alto. El pozo es una boca hambrienta esperando su próxima comida. Se traga todos los rayos de luz, todo rastro de calor, retiene todas las motas en su alargada garganta de piedra.

Si alguna vez os encontráis por la zona y si, llevados por la curiosidad o el instinto, os inclináis sobre el borde, miráis abajo y esperáis a que se os acostumbren los ojos, quizá captéis un destello allí al fondo, como el fugaz resplandor de las escamas de un pez antes de que vuelva a desaparecer en el agua. No dejéis que eso os engañe, sin embargo. No hay peces allí abajo. No hay serpientes. No hay escorpiones. No hay arañas colgando de sedosos hilos. El destello no proviene de un ser vivo, sino de un antiguo reloj de bolsillo de oro de dieciocho quilates recubiert

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