Doce metros

Tatiana Ballesteros

Fragmento

Capítulo 1

1

Cuando quise darme cuenta, apenas me quedaba una hora para llegar a la estación de Atocha. Miraba por la ventanilla mientras el paisaje pasaba a cámara rápida. Al ritmo de las imágenes que se sucedían, escuchaba mi mejor música. Llovía, y todas las gotas que me acompañaban en el trayecto se aglutinaban en el cristal de la ventanilla del tren, dejando de manifiesto la rapidez con la que el tiempo pasaba. «Tempus fugit», decía mi padre.

Mis ojos contemplaban su surco mientras intentaba fijar la mirada en una de ellas. Era como si el agua bailara también al son de la música que sonaba en mis oídos. Cada acorde, cada nota, cada ritmo. Fue imposible seguir una sola gota. Se fusionaban.

El tren había partido de Barcelona-Sants a las seis de la mañana. Aún era de noche cuando terminé de ejecutar la decisión que ya había tomado unas semanas atrás. Llegué a la estación y me subí al tren sola. Supongo que dejar atrás la vida que me había hecho tan feliz era un trago que debía saborear conmigo misma. Porque así soy yo, de las que se toman el café solo y sin azúcar, el jamón con la grasa y las decisiones con la dualidad perfecta entre la mente y el corazón. Siempre tuve la certeza de mantener una óptima y equilibrada balanza entre ambos, pero ese equilibrio solo lo entendía yo, y así quería que siguiese siendo.

Nunca fui de llevar mucho encima. Lo justo para poder vestirme cada día y asearme. Me agradaba la simplicidad de la apariencia —no era una mujer coqueta— y que mis cosas cupiesen en la parte superior del vagón, porque era más sencillo levantarme y cogerlas que recorrer medio tren hasta el compartimento de maletas grandes. Tampoco comprendí jamás por qué muchas personas viajaban con bultos pesados. Una vez que la voz en off del tren avisó de la llegada a la estación de Atocha, cogí mi austero equipaje y me colgué sobre el hombro mi viejo maletín marrón de cuero sintético, con algún que otro raspón, que siempre me acompañaba en todos mis viajes y aventuras. Luego me quedé en la puerta, impaciente por salir. Es cierto que sabía perfectamente que tenía que esperar a que el tren se parase por completo, pero desde pequeña disfrutaba de salir la primera del vagón. No hacerlo me creaba cierta ansiedad.

Llegué a las nueve y media pasadas y la claridad del día me cegó por un momento cuando me bajé de ese coche número doce que me había acogido durante el trayecto más complicado de toda mi vida. Aquel tren se convirtió en una lanzadera hacia mi nuevo hogar.

La gente corría por el andén en busca de una mirada, de un abrazo, de una persona. Algunos llegaban tarde a sus puestos de trabajo e iban a toda prisa, otros hablaban por el móvil a un ritmo frenético y varios se colgaban sus cámaras de fotos para deleitarse con las vistas de Madrid y capturarlas en esos recuerdos que duran para siempre. Parecía una escena ralentizada.

Recibí un mensaje en el móvil: «En la puerta principal te esperará un agente de la Policía Nacional para llevarte hasta la central. Comisario principal Gutiérrez».

Apenas había puesto un pie en la capital y ya echaba de menos a mi madre, mis amigos, Barcelona…, mi vida. Sin embargo, la oportunidad que el comisario principal Gutiérrez me había dado era de esos trenes que no puedes dejar escapar, porque probablemente nunca vuelvan. Porque los trenes tienen esa cualidad, nunca vuelven de la misma manera al mismo lugar.

Gutiérrez había creado, junto con el Ministerio del Interior, una nueva unidad de intervenciones especiales. Era una prueba piloto totalmente pionera en nuestro país. Un escalón intermedio entre la Policía Nacional y la Inteligencia española. Había reunido al mejor equipo que podía tener y, por suerte, yo estaba en él. Era criminóloga y había dedicado todos mis esfuerzos a ser la mejor analista de conducta especializada. Gracias a ello nunca me había faltado trabajo. Nada más salir de la carrera tuve la oportunidad de emplearme a fondo en el análisis conductual de los reos más peligrosos de un famoso centro penitenciario de Barcelona. Estuve allí varios años hasta que cambié mi rumbo profesional a un bufete de abogados para asesorarles en materia penal, pero me aburría tanto ese trabajo que terminé por crear uno propio privado. No iba conmigo lo de quedarme donde no me sentía cómoda.

A pesar de que la criminología en este país no es una ciencia excesivamente asentada, parecía mentira el volumen de trabajo que tenía en el despacho. Por suerte, y con el tiempo, me fui creando una buena reputación. Me encargué en varios casos de narcotráfico, secuestros, delincuencia organizada…, pero fue la desaparición de una joven la que impulsó mi carrera y mi nombradía. Por eso me encontraba recorriendo el jardín tropical de Atocha en busca del coche que me llevaría a mi nuevo futuro. El esfuerzo y la dedicación no tienen límites.

Gutiérrez era de esa clase de comisarios que habían dedicado su vida al cuerpo. Soltero y sin hijos, cuando salió de la academia de policía, ejerció en Castelldefels y en el resto de Cataluña hasta que fue trasladado a la capital. Eso me dijo cuando lo conocí. Tenía un exquisito renombre por su pureza profesional y humana y, seguramente por eso, había llegado al puesto más alto de la central de Madrid.

Gutiérrez no solo era policía, también era criminólogo. Fue una de esas personas que creyeron en el potencial mental y que decidieron aumentar sus conocimientos con la única ciencia interdisciplinar que une todos los aspectos relacionados con el crimen.

El día que realicé la entrevista formal con él, en mi propio despacho de Barcelona, me contó que no comprendía por qué las instituciones y los estamentos pertinentes desechaban la idea de incluir a los criminólogos en el lugar que nos pertenecía. Mantuvo una lucha intensa hasta que consiguió que se crease esta nueva Unidad. No quería ensombrecer al CNI y la labor que tenía en España, pero sí que existiese un paso intermedio entre las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y la Inteligencia española. Lógicamente tenía los contactos necesarios para mover los hilos oportunos. Sea como fuere, logró un proyecto piloto que tendría un año de duración antes de ser oficialmente aprobado.

Fue un hecho histórico tanto para el Gobierno como para la sociedad, así que todos los medios de comunicación nacionales e internacionales se hicieron eco de la noticia. Algunos lo llamaban el FBI español y otros no mostraban ninguna confianza en la nueva Unidad. Nos convertimos en el suceso más comentado de aquel año.

El comisario hizo muchas entrevistas a decenas de criminólogos que, como yo, no habían desistido en su lucha por buscar un hueco laboral en esta sociedad. Unos ya eran policías; otros, detectives privados, y algunos trabajaban en el sector privado, como era mi caso, o habían encontrado su sitio como directores de seguridad de alguna gran empresa. Finalmente me escogió a mí. Cuando revisamos juntos mi currículo, se fijó en la formación que tenía, pero, sobre to

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