Feliz cumpleaños, perra
Me estaba quitando el pantalón blanco del uniforme cuando Tatiana entró en el vestuario como una estampida de bueyes.
—¡Felicidades, perra! ¡Ya eres de las mías! —gritó mientras me estrechaba entre sus brazos, con el pantalón todavía por las rodillas.
Su felicitación de cumpleaños les recordó a otras compañeras que había llegado mi día, con la consecuencia de que se desencadenaba una oleada de felicitaciones innecesaria e incómoda en el vestuario. Aunque aquel era distinto; dejaba atrás la veintena para formar parte del club de los treinta. Ni tan mal.
—Dime que Marc ha reservado en uno de los restaurantes más románticos de Barcelona para, después, echarte el polvo de tu vida —me susurró mi eufórica compañera mientras abría su taquilla, justo al lado de la mía.
—No... Al final sí que van a tocar esta noche en la Sala Bikini.
—¿Pero no estaban sin guitarrista?
—Y siguen estándolo; resulta que un conocido de Úrsula es un guitarrista muy bueno y lleva tiempo tocando con ellos.
—Lo siento, churri.
—Tranquila, llevamos una temporada que casi ni nos vemos. Él está sumergido de lleno en la banda y yo, pues... ya me ves, haciendo turnos de doce horas día sí y día también. Ahora solo pienso en llegar a casa y meterme en la cama, ha sido una noche muy larga. ¿Vendrás al concierto?
—Pues mira, visto que te entusiasma nada y menos el plan, iré. Además, la última vez que fui a ver a tu chico tocar había mucho macizo melenudo con tatuajes, así que no me lo voy a perder.
Determiné una hora con Tatiana mientras salíamos del hospital. Fui hasta el coche y recé por lo más sagrado para que no me dejara tirada de nuevo. Debía mirarme uno nuevo pronto, mi Clio del año de la castaña me pedía una jubilación inminente. Para mi suerte me dio una tregua, y pude restarle algunos minutos a mi encuentro con la cama y fantasear con un sueño reparador. Porque cuando estás hecho polvo y traspuesto es lo único en lo que puedes pensar.
Lo cumplí tal cual; fue justo lo que hice cuando llegué al piso, actuando como un autómata: me coloqué el pijama, me cepillé los dientes, puse el móvil en silencio y me metí en la cama. Marc estaba durmiendo como un tronco, ocupando gran parte de la cama, pero a base de empujar logré hacerme un hueco.
Me costaba cerrar los ojos, porque la esperanza de recibir algún tipo de estímulo por parte de Marc me impedía dormir.
Pasé gran parte de la guardia imaginando que habría organizado algún tipo de sorpresa: me habría preparado algo de comer, me cantaría el cumpleaños feliz y..., joder, que me echaría un polvo de esos que quitan el hipo.
Me equivoqué, pero tenía tanto sueño que este acabó venciendo a la esperanza.
El despertador de mesa —sí, estaba segura de que era de las pocas personas que no usaban el despertador del móvil— sonó a la una del mediodía. Estaba sola en la cama, con su parte del edredón abierta del todo. Ni siquiera se había preocupado de volver a ponerlo en su sitio para que yo estuviera más cómoda.
Aquello no hacía más que empeorar.
Puse los pies en el suelo y sentí el frescor del mes de marzo en el suelo de terrazo. Caminé descalza hasta el lavabo y me senté en la taza del váter, donde aproveché para mirar las felicitaciones que había recibido por WhatsApp y en las redes sociales. Gente a la que hacía años que no veía me felicitaba por aquella vía, y sentí que aquello era algo carente de sentido. Decidí quitar mi fecha de cumpleaños de todas las redes sociales.
Quien tuviera que felicitarme se acordaría.
Sumergí la cabeza bajo el chorro de la ducha, gracias a lo cual logré despertarme lo suficiente para arreglarme después. Lo que más me motivaba era que esa noche no trabajaba, y llevaba más de un mes sin tener un fin de semana libre. Debía admitir que me costó lo mío que la coordinadora me lo cambiara por un día entre semana, pero se apiadó de mí y me lo concedió. Para ser sincera, no tenía mucha queja de ella, si veía que trabajabas y cumplías, no solía negarte los permisos e incluso te hacía algún favor. Era una bendición tenerla, trabajé en otros hospitales donde imperaba una tiranía inquebrantable. Ni una pizca de humanidad. Así que estaba contenta con Puri, no nos podíamos quejar.
Salí disparada hacia casa de mis padres, adonde llegaba tarde como siempre. Menos mal que comprendían que mi horario era complicado. Mi padre me había sugerido más de una vez dar un cambio, intentar obtener plaza en otro sitio o conseguir un mejor horario, pero a mí me gustaba aquello: tenía días libres entre semana, podía hacer otras cosas y me pagaban muy bien. Sí, era cierto que el trabajo no era estable, cada mes tenían que hacerme un contrato nuevo, pero estaba cómoda.
En ese aspecto vivía bien, no podía quejarme.
Llegué veinte minutos tarde, y ya lo tenían todo dispuesto en la mesa: el guiso de albóndigas de papá, y el tiramisú de mamá en la nevera, sosteniendo las velas del tres y el cero, esperando a ser encendidas para que pidiera un deseo.
Miquel, mi hermano pequeño, aprovechó la ocasión para invitar a su novia: Clara. Llevaban saliendo casi un año y, la verdad, hacían muy buena pareja. Se conocieron en el ciclo formativo de laboratorio, y formaron un buen equipo, pero con el tiempo la amistad se transformó en algo más. Era bonito verlos juntos.
—Pensábamos que vendría Marc contigo —comentó mi madre.
—Para Mark con k, es más importante estar ensayando que celebrando el cumpleaños de su novia —soltó Miquel, entre enfadado e irónico.
—¡Miquel! No es asunto tuyo —respondió mi padre en su defensa, sin saber muy bien por qué seguía haciéndolo.
—Tranquilo, papá, Miquel tiene toda la razón. Últimamente el trabajo nos ha distanciado bastante. Entiendo que debe meterse de lleno en el grupo, ahora que están consiguiendo más actuaciones, pero a mí me ha apartado un poco. Supongo que será temporal, le estoy dando espacio, aunque no sé si aguantaré eternamente.
Y así me confesé; era sincera, no me andaba con tapujos y decía lo que pensaba en todo momento. No era la típica chica introvertida que se lo callaba todo y aparentaba una vida envidiable. Si me comportaba de aquella manera, a la única que estaría engañando sería a mí misma, aunque hay momentos en los que si estoy hecha un lío soy capaz de liarla parda. También tenía mis sombras, como todo el mundo...
Dejamos atrás aquel tema y comimos entre risas y conversaciones banales. Pero cuando llegó el momento de soplar las velas y pedir un deseo, me quedé en blanco.
Cerré los ojos y busqué entre mis objetivos algo que deseara con ansia. No tardé en encontrar la respuesta: «Que el amor me sacuda de nuevo».
Soplé muy fuerte, y fui inmortalizada por los móviles de mi hermano y mis padres. Después nos propusimos acabar con la tarta que había preparado mi madre con tanto esmero, con el objetivo de que abriera los regalos como si volviera a tener cinco años; el de mi hermano era un colgante compuesto de engranajes de reloj y, en el centro, un brillante negro; el de mis padres me dejó descolocada: era una cajita con un cheque por valor de mil euros para cambiarme de coche, y aquello ya no era una indirecta.
—Ya que a tu hermano le hemos ayudado a comprarse un coche, nos parecía justo hacer lo mismo contigo —aclaró mi madre.
—No era necesario, sabéis de sobra que tengo dinero ahorrado para eso.
—Pues ya puedes sumarle lo que te acabamos de dar, así te ayudamos a que lo cambies antes —zanjó papá.
—Joder, si tienes pasta ahorrada hasta podrás comprarte un cochazo —insinuó Miquel.
—No voy a dejarme todos mis ahorros en un coche, solo lo uso para ir a trabajar, así que me lo cambiaré por otro de segunda mano.
—Date el gustazo de estrenar coche —sugirió de nuevo.
Me quedé pensando en eso, pero sentía que yo no tenía esa necesidad. Entendía a la gente a la que le gustaba sacar un coche del concesionario, y ser los dueños de esos primeros kilómetros, pero prefería invertir parte del dinero en unas vacaciones con Marc o...
Cogí el móvil y vi que tenía varios mensajes de WhatsApp, pero ninguno de él. Tenía la sensación de que se había olvidado por completo del día de mi cumpleaños, aunque todavía me quedaba una pizca de esperanza. Decidí escribirle: «Acuérdate de meterme en lista esta noche, llevaré a tres acompañantes. ¿Nos veremos antes del bolo?».
Esperé su respuesta, pero al ver que ni se conectaba, dejé el teléfono en el bolso de nuevo.
Quise pensar que estaba liado con la banda, ultimando los ensayos y las pruebas de sonido con el nuevo guitarrista. Por mi propio..., mejor dicho, por nuestro propio bien. Intentaba convencerme de que era algo temporal, de que debía tener paciencia con él, de que volveríamos a ser los que éramos, pero el comportamiento de Marc estaba agotándome, e intenté calmarme un poco, pero todo dependía de cómo fuera aquella noche.
No era ingenua, y tenía muy claro que no quería perder el tiempo. Era obvio que me daba pena el rumbo que había tomado nuestra relación, pero no iba a aguantar a nadie, por muchas cosas buenas que hubiéramos tenido en el pasado. Llevábamos cinco años juntos, de los cuales tres fueron únicos. Viajábamos, compartíamos objetivos y un futuro y... follábamos como locos. Pero durante los dos últimos años, desde que él abandonó su trabajo para dedicarse a la banda a tiempo completo, nos empezamos a distanciar. Y la sensación de desplazamiento fue creciendo con el paso del tiempo, hasta ese momento, donde empezaba a plantearme que, para estar así, prefería estar sola.
—Joanna, ¿por qué aguantas? —me preguntó mi hermano después de sentarse a mi lado en el sofá, creando una especie de diminuta intimidad.
—¿Qué estoy aguantando?
—Tía, no te hagas la loca —me soltó—. Sabes que Marc y yo no nos llevamos bien, y nunca he dicho nada, pero creo que la cosa se está desmadrando. Se le ha subido a la cabeza.
—No te lo niego —contesté—. Pero creo que, después de todo lo que hemos vivido, debo darle tiempo.
—Ya sabes que si la cosa se pone fea solo tienes que llamarme.
—Lo sé, hermanito.
Pasé un rato más con ellos, tomando café, riendo, escuchando a mis padres contar la historia de aquel día, hacía ya treinta años. A pesar de que nos las sabíamos de memoria, nos encantaba rememorar aquellas anécdotas que, a juzgar por lo que transmitían sus ojos, les daban vida y entusiasmo. Mi madre casi me tuvo en el ascensor del hospital, pero por suerte llegaron a tiempo para meterla en quirófano y tener un parto normal, aunque muy rápido para ser primeriza.
Sobre las seis de la tarde me acerqué a la cafetería Paambolisucre, en pleno barrio de Sants: nuestro punto de reunión, donde solía quedar con Andrea y Berta para comer tarta de queso con frambuesa, todo un espectáculo para el paladar.
—¡Felicidades! —gritaron a dúo en cuanto me vieron entrar por la puerta.
El chico de la barra, del que decían que me hacía ojitos, no tardó en venir a preguntar si quería tomar lo de siempre. Le contesté con un ligero movimiento de cabeza, pero ahí no acabó la cosa...
—Hoy te invito yo al café, felicidades —anunció Pol con una sonrisa de oreja a oreja.
Sabía su nombre porque lo llevaba colgado en un pin en el delantal. El chico era mono, y estaba segura de que, de no estar con Marc, podría haberme divertido alguna noche con él.
Le di las gracias y se marchó a preparar mi comanda.
—¡Ves! Nena, con lo majo que es...
—Ya, bueno, pero estoy con Marc.
—¿Con Marc o con Mark con k? —soltaron las dos al unísono en tono de burla.
—Pero ¿cómo sois todos tan idiotas? —escupí sin dejar de reír.
—Nena, no me negarás que se está volviendo un cretino —insinuó Berta.
—Se le está subiendo un poquito a la cabeza, sí —confirmó Andrea—. A ver, hace bien lo suyo, pero eso no es motivo suficiente para ir de estrellita por el mundo.
—Está entregado de lleno.
—¿Incluso en la cama? —preguntó Berta—. ¿Con quién follas? ¿Con el Marc de siempre o con la súper estrella del rock indie ese que nunca sé cómo se llama?
—Garage indie rock —especifiqué—. Y en la cama estoy más sola que la una...
—Pues hemos acertado de pleno con tu regalito —añadió Andrea entre risas.
Me dieron una bolsita violeta que contenía una caja alargada. Rompí el papel y lo que asomó fue el famoso Satisfyer que estaba causando sensación entre las mujeres.
—La madre que os parió —dije entre risas—. Os voy a matar.
—¡Tendrás que correrte de alguna manera, nena!
—Es muy bonito, y fino. Te aseguro que funciona muy bien —confirmó Andrea, ruborizada.
—¿Lo has usado? —pregunté con cara de susto.
—¡Sí! —contestó con una sonrisa, pero a los pocos segundos se dio cuenta del cariz que estaba tomando la conversación—. ¡Pero no ese, eh! Digamos que hicimos un tres por dos.
—Las tres estamos usándolo, hasta en eso estamos unidas —anunció Berta.
Nos empezamos a reír a carcajadas, sin percatarnos de que Pol se acercaba con mi café y mi trozo de tarta. Pero la cara que puso al ver la caja del cachivache aún nos provocó más risa.
—¿Qué pasa, Pol? —preguntó Berta, que era la más descarada y deslenguada de las tres—. ¿Nunca habías visto uno o qué?
—Sí, pero nunca pensé que os hiciera falta —comentó de forma inocente.
—¿A qué te refieres? —insistió Berta.
—Pues que con lo guapas que sois, dudo mucho de que tengáis que recurrir a algo así para... ya me entendéis.
—Mira, bonito —le espetó Berta. Yo ya sabía el discurso que le iba a soltar, y cuando se ponía en aquel plan, era mejor dejarla, no había modo de frenarla—, toda mujer debería tener un Satisfyer en su casa, independientemente de si folla mucho o poco. Al igual que cuando te independizas y tus padres te regalan una olla exprés para hacer de ti alguien de bien, también debería ser obligatorio tener uno de estos. Además, te aseguro que, si el cacharro falla, es por tu propia culpa, por no ponerlo a cargar.
Lo dejó blanco y sin argumentos, como siempre. Berta era así, por eso casi nunca había durado mucho tiempo con alguien. Decía que ella sola se bastaba para todo, no necesitaba a nadie para ser feliz, que con su propio cuerpo era suficiente, aunque la muy perra se corría unas juergas que, cuando nos las contaba, nos llevábamos las manos a la cabeza.
Era su estilo de vida, y por eso la queríamos tanto, porque hacía lo que le daba la real gana.
Pol se marchó sin decir ni una palabra.
—Te has pasado, Berta —comenté.
—Estoy cansada de estos tíos, que se creen que con sus pollas ya es suficiente. Pero es que no se trata solo de eso; el sexo es un juego y puedes usar infinidad de juguetes, es ilimitable.
—Ya, pero el chaval solo ha hecho un comentario sin mala intención —añadió Andrea, con su eterno saber estar.
—Claro, y así justificamos que el sexo siga siendo un tabú y la mujer solo sirva para engendrar y cocinar. ¡Anda ya! A quien no le guste lo que digo, que se vaya a tomar por saco.
Andrea y yo nos miramos y empezamos a reírnos.
Cambiamos de tema, porque sabíamos que Berta tenía razón, pero a veces se ponía tan intensa que era mejor no darle coba.
—¿Entonces esta noche actúa? ¿Vuelve a ir Edu con ellos?
—No, lo he visto esta noche en el hospital y, por lo poco que hemos podido hablar, no creo que vuelva a tocar con ellos.
—¿Y eso?
—Bueno, Carolina está a punto de dar a luz y no quiere separarse mucho de ella. Además, la última vez que tocó con ellos no lo pasó muy bien. Marc está siendo demasiado puntilloso y no lo soportan.
—Bueno, Teo lo dejó por ese motivo, ¿no? —preguntó Andrea.
—Sí, casi llegan a las manos y decidió irse él. Marc está dolido, no te creas. Habían estado siempre unidos y formaron el grupo juntos, pero es que están bajo mucha presión ahora mismo.
—Ya... Entonces veo que esta noche ya tenemos plan —sentenció Berta.
El móvil, que estaba encima de la mesa, se iluminó. Era un mensaje, y esta vez era de Marc: «Babe, imposible verte antes. Estamos muy liados, nos vemos luego».
Vale.
Más estúpido no podía sonar.
Cogí aire y lo solté muy despacio por la boca. Iba a necesitar paciencia, y en dosis muy elevadas.
Apuramos nuestros cafés y devoramos la tarta. Decidimos pillar algo para cenar y comerlo en mi piso, que estaba cerca de allí. De camino llamé a Tatiana por si quería apuntarse y no tardó en confirmar. Cuando le abrí la puerta me quedé descolocada; estaba cañón.
—¡Joder, Tati, estás toda buenorra!
—¡Sí, perra! —contestó a la vez que me daba un abrazo y yo la invitaba a entrar.
Se reencontró con mis dos amigas, a las que ya conocía de otra salida que hicimos las cuatro, y habían encajado muy bien, sobre todo con Berta.
—¡Sí, nena! ¡Por el poder de las curvas! —exclamó Berta levantando el botellín de cerveza.
Y es que Tatiana era una chica voluptuosa, con unas curvas dignas de la maja desnuda de Goya.
—¿Oléis eso? —voceó Berta de golpe, alertándonos a todas.
—¿Mi perfume? —preguntó Tati—. Es de Dior...
—Sí, pero huele a feromonas, nenas. Esta noche follamos sí o sí.
Las cuatro empezamos a reírnos a carcajadas. Berta estaba como una auténtica chota.
La comida grasienta del chino que había cerca de mi piso nos estaba sentando de maravilla, pero debíamos salir pronto si no quería perderme el concierto de mi chico.
Entramos en el metro, y apenas veinte minutos más tarde ya estábamos cerca de la Sala Bikini. Me acerqué al tío gigantesco de seguridad y le di mi nombre, para que nos dejara entrar.
—No, tu nombre no aparece en lista, si queréis entrar tendréis que pagar la entrada, como todo el mundo.
—Debe de ser un error —murmuré nerviosa.
—No aparece ninguna Joanna Rovira en el listado, lo siento.
—Joder... —maldije.
No nos quedó más remedio que pagar treinta euros cada una para poder entrar. Me supo fatal por ellas, pero le restaron importancia. Aunque yo ya tenía lista la sentencia; Marc me iba a escuchar al llegar a casa. ¿Cómo había sido capaz de olvidarse de algo así? Bueno, y además partiendo de la base de que no me había felicitado todavía. El fin de la noche no auguraba nada bueno.
Cuando entramos me vi en la obligación de invitarlas a una copa, que aceptaron encantadas. El escenario estaba ocupado por unos chicos muy jóvenes que sonaban muy bien, con un estilo parecido a The Hives.
—Ay, nena, lo que le enseñaría yo a esa criatura —dijo Berta—. ¿Habéis visto cómo coge el micro, y cómo se lo acerca a los morros? Ya estoy cachonda...
—Yo los prefiero más repeinados, como aquel de la barra, ¿has visto qué brazos? —le contestó Tatiana—. Empieza el juego, perras.
Nos acercamos al escenario para tomar posiciones. White Thunder, que así era como se llamaba el grupo de Marc, actuaba después y no quería perder detalle. Todavía me quedaba una leve esperanza de que me sorprendiera aquel día, aunque cada vez estaba más desilusionada.
Berta y Tatiana empezaron a moverse al ritmo de la música, pero también estaban mostrando al resto de espectadores sus armas, en busca de alguien con quien compartir un buen rato aquella noche.
—¿Estás bien? —me preguntó Andrea.
—No lo sé —contesté—. Se me agota la paciencia con él, y siento una presión en el pecho cada vez que pienso en cómo van las cosas entre nosotros. Cuando pienso en acabar con todo...
—Te entiendo. Son muchos años, y creo que haces bien dándole tiempo. Seguro que se ha despistado, pero tendrá una sorpresa preparada, ya lo verás —comentó Andrea en un intento de animarme.
El grupo que ocupaba el escenario se despidió entre aplausos y vítores, y recogió rápidamente sus instrumentos para dejar paso al siguiente grupo.
Úrsula salió a escena y empezó a preparar su instrumento, causando un gran revuelo entre el público. Ella, que ya era toda una seña de identidad de su banda, los saludó y empezó a hacer el payaso sin importarle cuánta gente había allí abajo. El resto del grupo no se hizo de rogar, a excepción de Marc, del que no había ni rastro.
—Nena, ¿ese quién es? —preguntó Berta, señalando al que estaba conectando una guitarra roja brillante.
—Supongo que será el guitarrista nuevo —contesté.
—¡Joder, eso sí es un tío de verdad! —sentenció.
Era enorme; con los brazos llenos de tatuajes y una barba perfectamente recortada, camiseta ajustada y vaqueros negros ceñidos a un cuerpo escultural. A diferencia del resto, tenía el rostro serio, como si solo existiera su guitarra y nadie más. Concentración absoluta.
—Ese tío —añadió un chico que estaba entre el público— es Lucas Modrego: guitarrista de uno de los mejores grupos del género metal core que ha parido este país, chicas.
—¿Y qué cojones hace tocando con estos matados? —pregunté.
—Joder, no son unos matados —añadió el chaval, desviando su mirada de forma descarada hacia Tatiana—. Los White Thunder están empezando a despegar, diría que hoy se juegan mucho. Aunque hay cosas que deberían mejorar, sobre todo en el aspecto vocal.
—Vaya, opino lo mismo —añadí—. El cantante tiene muchas cosas que mejorar, sin duda.
Provoqué carcajadas entre mis amigas, pero aquel chico parecía tan motivado hablando de aquel misterioso individuo que le dejamos hablar.
—Hará unos cinco años que la banda se separó, alegando temas personales. Es un puto crack, no esperaba encontrármelo aquí. Supongo que verlo encima de un escenario es buena señal, quiere decir que Lucas Locura ha vuelto.
—¿Lucas Locura? —preguntó Berta.
—Se ganó el apodo, era una bestia en el escenario, hace lo que le da la gana con la guitarra. Esperemos que este tiempo le haya dado fuerzas y siga siendo el mismo.
—Oye, ¿cómo te llamas? —preguntó Tatiana, acercándose más a él.
Desde que aquel chaval vio a mi compañera, el resto dejamos de existir, así que no era extraño que se enfrascaran en una conversación en la que ni siquiera intentamos intervenir. Las tres intercambiamos una sonrisa y nos miramos, con la típica mirada indicativa de que una de nosotras ya había conquistado a alguien.
Los integrantes de la banda empezaron a realizar las típicas comprobaciones de sonido, y en cuanto sonó la guitarra de Lucas, el público enloqueció. Este les regaló unos cuantos rugidos de su guitarra y, si no me equivoco, esbozó una discreta sonrisa que, sin embargo, no tardó en ocultar de nuevo tras su rigidez inicial.
Úrsula conectó el micrófono de Marc y supe que no tardarían en empezar a tocar.
—Sesenta y seis —susurró Úrsula por el micro—. Sesenta y seis. Seis, seis, seis...
La gente empezó a rugir más fuerte, y eso que solo era una prueba de sonido, pero es que Úrsula tenía un encanto y un estilo únicos. A pesar de tener un cuerpo esbelto y la cara de ángel, ella solita podía invocar al mismísimo demonio con su bajo.
—Come together, together as one. Come together for Lucifer’s son[1] —cantó con voz celestial a través del micro, con una sonrisa maliciosa.
Se ganó una ovación que subió de intensidad en cuanto las luces del escenario se apagaron. Podía vislumbrarse cómo cada uno cogía su instrumento y se colocaba en posición.
Aquello estaba a punto de empezar.
Mis amigas fueron arrimándose cada vez más hacia la zona del nuevo guitarrista, mientras que yo intentaba quedarme en una posición desde donde Marc pudiera verme entre el gentío, pero empezaba a dudar de que lograra distinguirme.
Y todo empezó: las luces comenzaron a jugar encima del escenario al mismo ritmo que los músicos. Pude percibir una dosis extra de contundencia en el sonido que tanto les caracterizaba. Marc comenzó a cantar con la voz más rota que de costumbre, dejando claro que los cambios ya se habían implantado. Desde que los oí por primera vez, jamás pensé que irían en aquella dirección, aunque sonaban mejor que otras veces.
Se notaba que había fluidez entre ellos, sobre todo entre Úrsula y Lucas, que no dejaban de acercarse el uno al otro para motivarse cada vez más. Marc, en cambio, se paseaba solo por el escenario, poniendo morritos e intentando engatusar a las chicas del público. Al principio, cuando empecé a salir con él, aquello me cabreaba, pero con el tiempo llegué a entender que era parte de su trabajo. Sin embargo, aquella noche sí que tenía motivos para estar cabreada con él.
—¡Buenas noches, Barcelona! —soltó al terminar la primera canción—. ¡Somos White Thunder, y hoy vamos a reventar la ciudad!
Todos fuimos testigos de que lo hicieron. Nunca los había visto tan sueltos, desinhibidos y sonando tan bien. Estaba segura de que la influencia del nuevo guitarrista era la responsable de aquella mejora.
Las canciones iban sonando mientras la gente coreaba las letras, saltaba y se entregaba a la banda. Tenían razón cuando decían que estaban a punto de dar un gran salto, empezaban a tener un sonido propio y a hacerse un hueco en la industria.
A diferencia del público, yo permanecí paralizada durante casi toda la actuación. Intentaba centrar mi atención en Marc, aunque a veces esta se desviaba para mirar al nuevo integrante que, para qué negarlo, estaba muy bueno.
—Es la última canción —informó Marc por el micrófono—. Y tengo una sorpresa preparada.
Mi corazón dio un brinco. Pensé en que había hecho bien en tener paciencia, en no perder del todo mi esperanza en él.
Llegaba nuestro momento.
—Esta noche hay alguien muy especial entre nosotros —siguió diciendo. Yo ya tenía una sonrisa en la cara mientras mis amigas me abrazaban—. Voy a pedirle que suba al escenario para que cante conmigo una canción, ¿qué os parece?
El público respondió con un fuerte sí, pero yo ya me estaba muriendo de la vergüenza. Ni de coña iba a subir allí arriba, y mucho menos para cantar. Era nefasta con la música, y eso que cuando empecé con Marc, en casa intenté seguirle el ritmo muchas veces, pero lo mío era cuidar y curar a la gente, no el mundo de la música.
—¡Pues que suba! —gritó.
Mis amigas ya me estaban empujando hacia el escenario cuando algo inesperado nos dejó a cuadros.
—Gente, Lucía Díaz cantará con nosotros una canción.
¿¡Qué!?
Quería matarlo.
Quería lanzarle el vaso de cerveza a la cabeza.
Quería salir de allí corriendo.
Empezaron a tocar la versión de «Rock & Roll Queen» del grupo The Subways. Era incapaz de moverme, de decir nada, ni siquiera de pestañear. Entre el jaleo de la gente, el chasco que me había ac