Un chico cualquiera

Sibila Freijo

Fragmento

Capítulo 1

1

Maxi

Llegaba escandalosamente tarde. En el coche con chófer que le llevaba hasta el Teatro Real, Maxi se revolvía inquieto mirando el móvil continuamente. Quería confirmar que no había más mensajes de Raquel. Quizá ya ni le dejaran entrar; entonces sí que estaría en un buen lío.

El wasap le llegó a última hora, justo cuando estaba en chándal tumbado en el sofá, en lo mejor de un capítulo de Juego de tronos mientras comía un grasiento cuarto de libra con patatas, saltándose la dieta a la torera.

Se metió rápidamente en la ducha y tras perfumarse convenientemente preparó la ropa. Esta vez no iría en plan macarra como siempre; la ocasión requería su mejor traje. Se pondría el de Armani, que le quedaba tan bien. Raquel se lo había regalado al cumplir un mes en la agencia. Camisa blanca, por supuesto con gemelos, corbata negra fina y zapatos ingleses de cordones. Se inspeccionó cuidadosamente en el espejo de cuerpo entero del armario y comprobó que todo estaba en orden. Con aquel traje se parecía bastante a uno de aquellos tíos de los anuncios de Martini. Estaba bueno, las cosas como eran. Quizá no podía decirlo en voz alta, pero desde luego tenía todo el derecho a pensarlo. No comprendía cómo había vivido tantos años sin ser consciente de ello.

Aún llevaba el pelo mojado, pero eso era sexy; lo húmedo siempre era sexy para ellas. Le dio un trago largo a la fanta de naranja que había dejado encima de la mesa y salió a toda prisa de la casa.

El Jaguar le esperaba en la puerta tal y como había dicho Raquel.

Mientras el coche se deslizaba por la Castellana como si el asfalto fuese de mantequilla, Maxi revisó la ficha que Raquel le había enviado por mail hacía pocos minutos. Esta vez no había tiempo de prepararse nada. Miró la ópera a la que en teoría iba a asistir: Las bodas de Fígaro, de Mozart. Buscó algo de información rápidamente en Google; saldría del paso como pudiera. Ya había visto otras de Mozart. Recordó los nombres y los apuntó en las notas de su móvil. Se trataba de la dueña de una galería de arte de México D. F. Se imaginó las preguntas que le haría y se respondió mentalmente las respuestas. Apuntó un par de artistas contemporáneos que se había aprendido: Basquiat, Bacon, Hockney. No era cuestión de parecer un paleto si ella le preguntaba cuáles eran sus pintores favoritos. Escribió en el móvil: Frida Kahlo, Diego Rivera. No conocía a más artistas mexicanos, pero bueno, suficiente para salvar el tipo. Hacía apenas unos meses ni siquiera sabía muy bien dónde estaba México.

En otro mail, Maxi leyó lo que se esperaba de él. En esta ocasión era algo directo, sin muchos rodeos. La tía quería ir al grano, así se lo había dicho a la propia Raquel al concertar la cita.

Cuando el coche le dejó en la plaza de Isabel II y llegó corriendo a la entrada del Real, el exterior ya estaba desierto. Obviamente, todos estaban dentro. Era la primera representación de la temporada, una cita ineludible para la sociedad madrileña.

—Lo siento, caballero, pero hace diez minutos que ha empezado la ópera. No puede usted pasar ya, está prohibida la entrada una vez comenzada la representación.

Maxi miró a la chica de la puerta de arriba abajo y supo que era el momento de sacar la artillería pesada. Fingió acento argentino; sabía que así funcionaría mejor.

—Sé que llego tardísimo, pero escucháme. Me tenés que dejar pasar. Es asunto de vida o muerte, ¿sabés? ¿Cómo te llamás? ¿Puedo preguntarte tu nombre?

—Soledad, pero no puedo dejarle entrar.

—Soledad, qué hermoso nombre tenés. Ahí dentro está mi futura esposa con mis suegros. Hoy es mi noche de compromiso y la he cagado. Como no entre en la ópera, estoy muerto, ¿me entendés, preciosa? Salváme la vida, linda. Si no, mi boda se arruina.

—Lo siento, son las normas. No puede ser. Como le deje pasar me juego mi puesto —dijo ella.

—Mirá, Soledad. Si te echan, te prometo que con lo linda que sos, te rapto y me escapo con vos. Lástima que esté comprometido —dijo Maxi rozando levemente el brazo de la chica y mostrando su radiante sonrisa con unas encantadoras paletas separadas—. Por favor, Soledad —dijo juntando las manos como haciendo una plegaria imaginaria.

—Pase rápido —dijo—; planta dos, palco cinco. Corra antes de que nos pille mi supervisor.

—Linda, bonita, preciosa, hermosa —le soltó Maxi corriendo ya hacia las escaleras, lanzándole un beso al aire a la chica, que no pudo evitar reírse mientras le miraba embobada.

Cuando abrió la puerta del palco, además de percibir los gritos de la ópera en toda su dimensión, vio un estilizado cuello que acababa en un moño alto, unos pendientes largos colgados de unas pequeñas orejas y unas piernas cruzadas sin medias y con altísimos tacones. Allí estaba su galerista.

Sin verle la cara, ya sabía que estaba buena. Respiró aliviado. Siempre era más agradable así. Se acercó por detrás a su oreja, le rozó levemente el cuello y sintió como ella se estremecía.

—Soy Maxi, Eliana. Siento el retraso. Una urgencia familiar.

Ella le miró tratando de disimular su sorpresa. Le hizo con el dedo la señal de que se callara y le señaló el asiento de al lado. El palco estaba vacío a excepción de ellos dos.

Era más guapa que la media. Rubia y elegante, de unos cuarenta años y vestida muy sexy, con un escotado traje negro.

Mientras permanecía atenta al escenario como si no le importara su presencia, Maxi acercó más su silla a la de ella. Odiaba la ópera, no soportaba todos aquellos berridos. Era una de esas cosas de la gente de dinero que no acababa de comprender. Y todos tan callados como si estuvieran en un entierro. Daban ganas de darle un cubo de palomitas a cada uno. Maxi acercó, juguetón, los labios al oído de la mujer.

—Eres guapísima, ¿lo sabías?

Ella volvió a hacerle el gesto con el dedo para pedirle silencio. Parecía un poco tímida o quizá jugaba a serlo.

—¿Qué dices? No entiendo mucho lo que está pasando —dijo ella.

Maxi se acercó de nuevo a su oído.

—Que estás tremenda y me pones muy cachondo, eso es lo único que tienes que entender.

Ella sonrió y volvió a fijar la vista en el escenario.

Maxi intentó concentrarse en el perfil de la chica. Ella le miraba por el rabillo del ojo mientras movía nerviosamente la pierna. Era el momento de pasar a la acción. Casi nunca se equivocaba. Raquel siempre le decía que debía esperar a las instrucciones de las mujeres, que eran ellas quienes mandaban, pero lo cierto era que él, de un rápido vistazo, ya sabía lo que querían. Tenía ese don.

Además, había que hacer algo para soportar la hora y media de alaridos que aún le quedaba por delante. El tal Mozart debía de estar desquiciado para hacer esa música.

Empezó a deslizar el dedo índice, muy despacio, por la nuca de la mujer, que seguía atenta al escenario. Maxi notó que se le ponía la carne de gallina y vio que empezaba a mover las piernas aún con más nerviosismo. Debía de ser su primera vez. De la nuca pasó al brazo y lo fue recorriendo del hombro a la muñeca hasta dar con un delicado reloj de pulsera. Notó que el ritmo de su respiración se aceleraba poco a poco, que entreabría los labios y que sus pezones se empezaban a notar a través de la fina tela del vestido.

Con un movimiento seco, Maxi le agarró la pierna y frenó su ritmo histérico. Le acarició la pantorrilla y el empeine, su piel era suave. Le descalzó el zapato, que cayó al suelo sin que ella se quejase. Llevaba las uñas de los pies pintadas de negro.

Maxi no sabía cómo era capaz de excitarse en medio de aquel escándalo, pero la tal Eliana le ponía bastante. A veces le pasaba con algunas clientas. Le daba poder sentir que las excitaba. Subió hacia la rodilla; después, al muslo, abriéndose camino entre sus apretadas piernas. Ella le retiró la mano...

—Por favor, estamos en un lugar público...

—Y eso te pone aún más caliente, ¿verdad? —preguntó él.

Maxi volvió a la carga y notó como las piernas antes apretadas de ella ya no ofrecían tanta resistencia, como sus músculos y su expresión cambiaban, como inclinaba voluptuosamente la cabeza hacia atrás. Se abrió camino hasta más arriba de su muslo hasta dar con el delicado tacto de la seda de sus bragas. Entonces ella dio un respingo.

—Por favor... nos van a ver... —dijo mientras abría las piernas ya sin ningún reparo y se ponía sobre el regazo una especie de chal que llevaba.

—No quieres que pare, nena. Para eso me has llamado, ¿no? Tienes las bragas empapadas —dijo Maxi mientras se las apartaba con cuidado e introducía la mano por dentro buscando su clítoris a la vez que ella empezaba a mover suavemente las caderas.

—Esta ópera es un coñazo, Eliana. Tú lo que necesitas es un poquito de rock and roll.

Después de correrse discretamente para evitar que sus gemidos se oyeran en el palco vecino, la mujer miró a Maxi sonriendo y le dijo:

—Yo no me llamo Eliana. Creo que te has equivocado de palco y de chica, pero ha sido muy excitante. Te puedes quedar el resto de la ópera, si quieres.

Maxi miró entonces su móvil. Allí estaba. Un mensaje incendiario de Raquel:

—La clienta lleva una hora esperándote en el palco del Real. ¿Dónde coño se supone que estás? ¿Tengo que recordarte que te pagan por horas?

Capítulo 2

2

Raquel

Un año y cuatro meses antes

Raquel miró la estantería de su baño con gran concentración, como si fuera un cuadro abstracto, intentando escoger un esmalte para pintarse las uñas de manos y pies. Más de cincuenta botes perfectamente organizados por colores de la marca de cosmética de lujo Delaunay se alineaban sobre una de las baldas de cristal. Abajo, en otro estante, había lo menos veinticinco pintalabios también de la misma marca, cremas de todo tipo y una hilera de frascos de perfume, los más famosos de Delaunay. Allí había un dineral en cosméticos, eran más de los que una persona podría gastar a lo largo de toda su vida. Además, estaban los que tenía guardados en las cajas del armario. Debería venderlos en Wallapop, eBay o al menos dárselos a la Tata o a sus amigas. Las cremas caducaban y algunas de aquellas costaban más de cien euros. Decidió, más por utilizarla que por otra cosa, ponerse una reafirmante corporal que ni siquiera estaba abierta. A veces hacía eso: abría un tarro carísimo de cualquier potingue, se lo ponía una vez y luego lo dejaba pudrirse.

Aquellos eran los restos del naufragio. Lo poco que le quedaba de la vida que había tenido los últimos quince años se reducía a todos esos maquillajes y cosméticos. Ella sí se había dejado media vida en su empresa. Total, ¿para qué? Tenía la sensación de que todo lo vivido hasta aquel momento había sido tiempo perdido. Había invertido su vida en cosas que obviamente no le habían dado muy buen resultado. Primero Fer, después Delaunay. Quizá la vida se comportaba como una especie de ruleta, siguiendo las leyes caprichosas del azar. Cuando apuestas a uno o dos números puedes ganar mucho, pero también arriesgas mucho. Era mejor jugar a las tragaperras, meter monedas al trantrán y confiar en que en algún momento te caería el premio gordo. Raquel siempre había sido de saltar sin red; en realidad no sabía cómo era ni tampoco dedicaba demasiado a pensarlo. Sabía cómo era en el trabajo o cómo había sido con Fer, pero ella, ¿quién era en realidad? Y, sobre todo, ¿qué quería? ¿Y quién le iba a decir lo que tenía que hacer? Pero como decían los Stones, «No siempre puedes conseguir lo que quieres, pero, a veces, sencillamente, consigues lo que necesitas».

Tras pintarse las uñas bastante torpemente con un esmalte llamado Devil’s Kiss, de un rojo muy oscuro, casi negro, se subió a la báscula. No podía ser. Apenas pesaba cuarenta y siete kilos. A los hombres no les gustaban las mujeres tan delgadas, pero ¿a quién demonios le importaba lo que les gustara a los hombres? A los hombres que los jodan. A Fer no le importaba que tuviera tetas de niña, de muñeca Nancy, como él decía, y ahora tampoco parecía ser un problema para que sus citas siguieran encontrándola atractiva. Era rubia, ya con eso tenía mucho ganado. Recordó la frase de aquella película de Marilyn Monroe: «Los caballeros las prefieren rubias, pero se casan con las morenas».

Estaba segura de que la mujer por quien la había abandonado su marido era morena.

Su vestidor estaba a reventar y, sin embargo, como decían por ahí, en realidad no tenía nada que ponerse. Todo era ropa demasiado formal y sofisticada: blusas de seda, vestidos sexis, americanas, faldas de tubo y, sobre todo, montones de zapatos y botines de tacón alto, todo de buenas marcas, por supuesto, nada de Zara ni Mango. Su ropa estaba pensada para la oficina, para aquellos cientos de reuniones, para las presentaciones, los viajes de prensa, las fiestas, los after-work. ¿Qué coño iba a hacer ahora con todos aquellos trajes de cóctel? Se le ocurrió un posible reclamo para su anuncio en Wallapop: «Vendo armario completo de alta ejecutiva por no necesitarlo ya por estar parada o cambio por billete de avión al otro extremo del mundo. Tallas pequeñas. Primeras marcas».

Estos meses se las había apañado de sobra con un par de vaqueros, tres o cuatro jerséis y sus Converse. Ir al supermercado era su única actividad social, no había necesitado nada más.

Aquella noche le costó bastante trabajo encontrar algo medianamente sexy pero a la vez informal. Pero tampoco se iba a matar; sabía que no tardaría más de cinco minutos en estar desnuda.

Siempre escogía a tipos que vivieran cerca, así no tenía que molestarse en coger metros o taxis. Prefería ir andando, no invertir demasiado tiempo ni dinero en aquello. El de esa noche vivía por Ríos Rosas, apenas a diez minutos de su casa.

Los chats solían ser bastante parecidos.

Con más o menos variantes o mayor o menor número de mensajes, sus chats en Tinder eran siempre del estilo. A veces le apetecía hacerlo una vez por semana, otras, todos los días. Algún día, incluso, lo había llegado a hacer un par de veces. Dependía de su humor, de lo sola que se sintiera, de si estaba enganchada o no a alguna serie, de si ese día se acordaba de Fer. En cualquier caso, le sorprendía lo fácil que le resultaba, lo que habían cambiado las cosas con todas aquellas aplicaciones. Lo quieres, lo tienes. Y gratis, y sin esfuerzo. Eso era lo mejor. La calidad ya era otro cantar.

El de esa noche se llamaba Romeo. Ni se molestó en preguntarle si era un apodo o su nombre verdadero. En realidad le daba igual. Si se llamaba así, pobrecillo, vaya faena que le habían hecho sus padres, y si era un nombre falso, menuda imaginación.

Cuando le abrió la puerta le pareció menos atractivo que en las fotos, como casi todos. Estaba más gordo y era bajito. Esperaba que al menos tuviera una buena polla; últimamente tenía poca suerte en ese aspecto. Claro que lo de Fer tampoco era lo normal.

Romeo se había vaciado encima medio bote de una colonia bastante fuerte que le desagradó de inmediato. Si algo había aprendido en Delaunay era a distinguir un perfume de supermercado de uno bueno.

—Eres muy guapa —dijo él haciéndola pasar a una especie de cuartucho que hacía las veces de salón—. Tienes cara de niña y ¡qué finita eres! ¿Te apetece tomar algo? Tengo cerveza, vino, zumo...

—No. Prefiero ir al grano. Ya he cenado en casa —contestó Raquel quitándose el vestido y quedándose en tanga—. He dejado a mi hijo con la canguro —mintió—, así que solo tengo una hora. ¿Follamos aquí o nos vamos a tu cuarto?

Capítulo 3

3

Raquel y Maxi

Raquel solo bajaba a la piscina de su urbanización a mediodía, era el único momento en el que no había niños. Armaban mucho jaleo y salpicaban. No es que tuviera nada personal contra ellos, solo pensaba que estaban un poco locos y que eran ruidosos. Prefería la tranquilidad de la hora de comer para darse un chapuzón, aunque hubiera que soportar aquel sol de justicia.

Se preguntaba cuánto tiempo podría seguir viviendo en aquella casa que pertenecía a su ex. Le daba hasta miedo mirar los movimientos de su cuenta bancaria; estaba el paro, claro, aún le quedaba un año, pero casi todo lo que le daban lo invertía en pagar el pequeño alquiler que acordó con Fer y los recibos de aquel lujoso ático de Zurbano, un pisazo de dos habitaciones con una enorme terraza en una de las mejores zonas de Madrid. Su casa con Fer. Su casa de cuando tenía trabajo, de cuando se preparaba para ser feliz para siempre.

Aquella calurosa tarde de julio no había un alma en la piscina a excepción del socorrista. Debía de ser nuevo. No le había visto antes y desde luego tenía aspecto de eso, de socorrista de piscina y de aburrirse mucho. Aunque no era su tipo, Raquel no pudo evitar mirarle con disimulo por encima de la revista que estaba leyendo. La coleta que llevaba le pareció espantosa. Mucho musculito para su gusto, los tatuajes de rigor ocupando todo el brazo y, desde luego, un bañador rojo demasiado corto y provocativo para estar trabajando. Lo llevaba metido por las ingles, para que le diera más el sol, probablemente. Las piernas abiertas sobre la silla de plástico. Le recordó a los tíos que salían en First dates.

A veces, cuando la Tata estaba en casa, se empeñaba en que vieran juntas el programa y ella accedía a regañadientes. Se lo tragaban enterito. Ella siempre le decía que tenía que ir a la tele a buscar un novio, que en la vida no había buenos chicos, pero en la tele sí, porque ya los escogían aposta de los buenos. La Tata pensaba que era Carlos Sobera quien hacía personalmente la selección de todos los que salían en el programa.

Maxi también odiaba el verano. La gente se iba de vacaciones y el gimnasio de boxeo donde trabajaba en su barrio cerraba en agosto por falta de clientes. No le quedaba más remedio que buscarse trabajos de temporada como aquel. En irse de vacaciones no pensaba ni de coña; hacía tres años que Isa y él habían ido a San Juan, en Alicante, y hasta entonces. La playa ese año no la iba a catar, pero piscina iba a tener por un tubo. Por lo menos, fresquito sí que iba a estar...

Un colega le había pasado un trabajo de socorrista de una urbanización pequeña en el centro de Madrid, en Chamberí. Lejos de su barrio, pero bueno; con la moto y sin tráfico tardaba un cuarto de hora en llegar. Ya había currado de socorrista algún verano y era un auténtico coñazo. Nadie se ahogaba en las piscinas de Chamberí. Había que ser gilipollas para pensar que a alguien le pudiera pasar algo allí, pero bueno, eran quinientos al mes y si ningún vecino se le ahogaba, pues mucho mejor. Tampoco él le deseaba mal a nadie.

No se podía bichear con el móvil mientras uno estaba vigilando la piscina, aunque estuviera vacía, y tampoco escuchar música. En realidad, no se podía hacer absolutamente nada, si acaso hablar con algún chaval o alguna madre, con alguien que se apiadara de su aburrimiento y le diera un poco de conversación. Miraba el agua azul turquesa y caía en una suerte de ensoñación. Pero tampoco se podía uno dormir...

Aquella tarde a esas horas solo había una chica menuda leyendo una revista. Maxi se fijó en ella no porque le llamase la atención, más bien porque no había nadie más con quien picar el ojo. La observó con detenimiento, sin que ella se diera cuenta, y la pilló mirándole en un par de ocasiones por encima de la revista. Estaba demasiado flaca como para que pudiera gustarle; no tenía curvas ni tetas ni nada, pero era rubia, con el pelo largo. Él era más de morenas, como la Isa y, desde luego, las prefería con más carne. Con tetas y culo. Su ideal era Penélope Cruz en Jamón jamón. Tenía un póster suyo en la habitación. Siempre estaba guapa, pero en aquella peli, madre mía.

Ya desde niño, a Maxi le gustaba adivinar la edad de la gente y sus profesiones solo por su aspecto. Durante esos días se dedicaba mucho a hacerlo para matar el aburrimiento. Aquella tía rondaría los cuarenta, estaría probablemente casada con otro estirado como ella y tendría una profesión tipo serie de televisión: abogada, consultora, publicista... algo de ese pelo. Tenía pinta de niñata, pero qué te vas a esperar en un barrio así. Solo había viejas o pijos. Y perros, había mogollón de perros, muchos más que en su barrio. Maxi dedujo que en los barrios de currantes no había tantos perros porque la gente tenía que ocuparse más de alimentarse a sí misma que de alimentar a un perro. Ahí se veía que sobraba la pasta. Después pensó que los humanos eran un poco como los perros, también necesitaban pasearse; por eso cogían aviones y se iban de vacaciones.

La pijita dejó su revista y se metió en el agua. No lo hizo poco a poco en plan tiquismiquis como él esperaba, sino que se tiró de cabeza y además muy bien, parecía que estaba luciéndose. Luego se hizo varios largos a crol. Esta no era la que se le iba a ahogar en la piscina, eso estaba claro. Cuando salió del agua, vio que se miraba la mano con gesto preocupado y que se volvía a meter al agua. Empezó a bucear. Seguramente se le había caído alguna de sus joyas mientras nadaba. Es que a quién se le ocurre bañarse con toda esa quincalla... Pues a una pija.

—¿Has perdido algo? —le preguntó Maxi, acercándose adonde estaba.

—Sí, creo que se me ha caído uno de los anillos —respondió señalándose la mano—. Estoy intentando localizarlo, pero no lo veo.

—Espera, que te echo un cable —le dijo tirándose al agua de cabeza. Se hizo dos largos buceando sin salir a respirar y pareció que cogía algo del fondo. Le hizo a Raquel un gesto de que lo había encontrado.

—Hemos tenido suerte. Estas cosas tan pequeñas a veces se van por las trampillas de desagüe. Al menos he salvado un anillo hoy, ya me he ganado el sueldo.

Rio y cuando lo hizo ella se fijó en sus paletas separadas, que destacaban en una hilera de dientes pequeños y perfectos.

—Muchas gracias. Yo desde luego no habría podido hacerme dos largos enteros buceando, ¿cómo lo consigues? —le preguntó.

—Bueno, practico bastante deporte —aseguró él saliendo del agua—, tengo buena resistencia... Aquí tienes —dijo tendiéndole el anillo.

—Gracias, es mi anillo de compromiso. Lo llevo desde hace años.

—Entonces me alegro de haberlo encontrado —dijo él—. Eso es algo importante. Por cierto, soy Máximo, pero me suelen llamar Maxi. Ya nos veremos por aquí, voy a estar todo el verano vigilando la piscina.

—Yo soy Raquel —dijo ella volviendo a ponerse el anillo—. Sí, ya nos veremos, aunque no bajo mucho.

—¿Demasiado trabajo?

—No, demasiados niños —respondió ella sonriendo.

Horas más tarde, cuando salía aquella tarde al súper, Raquel se fijó en una moto que salía del garaje y en alguien que la saludaba con la mano. Miró hacia los pies, vio unas chanclas y supuso que se trataba del socorrista. No conocía a nadie con moto en el edificio. Tampoco a nadie que llevara chanclas.

Capítulo 4

4

Isa

Maxi aparcó la moto en la puerta de Magic Tattoo. No le había dicho nada a Isa, quería darle una sorpresa. En la mochila llevaba una botella de Freixenet, dos copas de plástico de champán y también una merienda que le había preparado su madre: sus famosas croquetas de jamón, tortilla de patata y algo de gazpacho.

—¿Se puede entrar en el estudio de tatus más molón de Madrid? —preguntó a gritos irrumpiendo en el local.

—Nene, vaya sorpresa. ¿Qué haces tú aquí? —exclamó la chica. Era más bien alta, morena de pelo y tez y con un cuerpo curvilíneo. La camiseta de tirantes que llevaba mostraba unos brazos delgados y bien torneados, cubiertos casi por entero con tatuajes; llevaba también varios piercings en la nariz y en las orejas—. ¿Has venido a hacerte un tatu? —preguntó.

—Ganas no me faltan, nena. Por mí me haría uno cada semana. Dentro de un mes me haces la serpiente que tengo vista. Si me tatúas algo, te quiero pagar; esto es un negocio y ahora estoy pelado. ¿Has tenido mucho lío hoy?

—Una señora de cuarenta y tantos que se ha hecho una flor en el tobillo y otra chica que ha venido con un trozo de canción para ponerse en el brazo. Poca cosa. No me ha dado para lucirme mucho, la verdad. Qué puta manía tienen ahora con lo de las frasecitas de los huevos, joder. Un tatu es un tatu. Si quieren frases, que se compren un puto cuaderno, ¿no? ¿Tú te crees que me he pasado diez años en Malasaña y Chueca currando en los mejores estudios para acabar escribiendo poesías en las nucas de las pibas?

El local, que no era muy grande, aún olía a nuevo y a pintura. Había una pequeña recepción, en donde Isa tenía dos álbumes de fotos con todos sus tatuajes y diseños, y una habitación contigua, donde estaban la camilla para los clientes y las agujas y útiles de trabajo.

—Chiqui, ¿sabes lo que vas a hacer? Vas a echar ahora mismo el cierre, vamos a estrenar este garito y después nos vamos a celebrarlo por ahí. Tengo una sorpresa preparada... y no, no es ir al Vips del Palacio de Hielo como siempre.

—Maxi, tío, nada más piensas en follar, de verdad...

—Nena, ¿qué quieres? Es verano, hace calor... Es lo suyo. Además, eres tú la que me pone cachondo con esas pestañas postizas que te me has puesto, que no hay quien te mire sin empalmarse. Es que estás muy buena, Isa, y más en verano, con tanta carne al aire. Mira cómo me pones después de diecisiete años. Me la pones dura como la pata de una silla. Quítate las bragas, que te voy a follar en la camilla esa; así luego te acuerdas de tu churri cuando estés haciendo tus cositas. Tengo unas ganas de comerte el coño... Con este calor, hoy no pensaba en otra cosa en la piscina esa.

Isa, riéndose, fue a echar el cierre. Sabía que era imposible decir que no y a ella también le apetecía. Le encantaba Maxi por eso, porque se ponían a follar en cualquier lado, en todas partes, no importaba dónde. A veces pensaba que su relación solo se basaba en aquello.

—Señorita, túmbese en la camilla. ¿Cómo quiere que le haga el tatuaje, con la mano o quizá con la lengua?

—Mmm, creo que con la lengua —respondió ella.

—Para empezar, tiene usted que tocar algo muy duro que tengo aquí. En cuanto lo haga, podré empezar el trabajo. Es como un botón de on/off —dijo Maxi llevándole a Isa la mano hasta su polla. Ella la notó dura bajo la mano, como siempre. Su chico jamás había tenido un gatillazo, siempre estaba listo para el ataque.

Después, él le quitó las bragas y la dejó con la bata blanca que llevaba y los zuecos.

—¿Sabes que así, vestida de tatuadora, me pones pero que muy cachondo, Isita? Pareces una enfermera de esas de las pelis porno.

Y entonces Isa supo que era el momento de no responder. Se tumbó en la camilla y dejó que Maxi hiciera todo el trabajo. Era su especialidad. Isa no tenía ni idea de cómo comían el coño otros tíos; en realidad, solo se había acostado con él. Lo único que sabía era que su chico tenía un don celestial en la punta de la lengua. No conocía los secretos de su técnica ni tampoco le importaban mucho, pero era capaz de correrse cinco o seis veces solo con lo que le hacía con la lengua. Cuando se lo contaba a sus amigas, todas alucinaban.

Maxi empezó su tarea con mucha dedicación, primero con rápidos toques sobre su clítoris, de arriba abajo, de un lado a otro, alternando la suavidad con momentos algo más bruscos. Entonces, ella empezó a gemir y a agarrarse a los extremos de la camilla.

—Cómeme el coño.

Y Maxi emergió de las profundidades solo para decir...

—Eso viene después de lo de los tatuajes, nena.

Y después continuó, esta vez metiéndole a la vez un par de dedos cuando ella ya estaba más que empapada. Sabía que aquello la volvía loca; por eso no lo hacía siempre, sino solo de vez en cuando. Empezó a mover los dedos con mucha rapidez en su interior a la vez que hacía una especie de movimiento de aspiración en su clítoris... porque Isa tenía la sensación de que aquello era como una puñetera aspiradora.

Si su chico combinaba todo eso, no había remedio. Sus jadeos aumentaron, el ritmo de su respiración se aceleró... Cuando notó que le quedaba poco para el orgasmo, se incorporó. La simple visión de su novio dándolo todo entre sus piernas la excitó tanto que se corrió sin remedio, apretando la cabeza de Maxi contra ella, como si temiera que se le escapase.

Después de estrenar el local, Maxi la subió en la moto y la llevó a Vallecas, hasta el Parque de las Siete Tetas. Desde cualquiera de sus siete cerros, las vistas de Madrid eran impresionantes, de las mejores que se podían tener en una ciudad que tampoco es que tuviera muchas vistas.

—Madrid a nuestros pies, chiqui —le dijo sacando el champán y las copas—. ¿Has visto a qué sitios tan guapos te traigo? ¿A que nunca habías estado aquí? Estuve investigando mazo en Google lugares especiales para traerte. Quería celebrar contigo lo del estudio. Estoy muy orgulloso de ti, Isa, en serio te lo digo. Eres la caña: la más valiente, la más guapa, la más curranta...

—Gracias, mi vida. Me flipan las vistas, son alucinantes —le dijo—. Gracias por ser como eres. Sé que te tengo siempre, que me apoyarás en todo; lo que me jode es que no podamos vivir juntos después de tantos años.

—Yo creo que este año, chiqui. Vamos a ver cómo van las cosas en el curro y con mi padre; no puedo dejar a mi madre con todo el percal.

—Ya sé que las cosas no están bien..., pero se nos pasan los años, Maxi. Tenemos que vivir nuestra propia vida, tener nuestra familia, luchar por lo nuestro...

—Lo sé, Isa, pero ¿con qué pasta nos compramos el piso? No voy a tirar el dinero en un alquiler, te lo he dicho montones de veces. ¿Y con qué jeta dejo yo a mi madre ocupándose sola de mi padre, que ya sabes cómo está con el alzhéimer, que ni siente ni padece? Es la familia, tía. Ellos lo dieron todo por mí; ahora me toca a mí echar un cable.

—Ya, pero ¿y nosotros? —le preguntó.

—Te juro que el próximo año por estas fechas la Isa y el Maxi están viviendo juntos. Te lo prometo, nena. Confía en mí. Solo te pido un año y verás como todo va saliendo. Además, el estudio tardará algún tiempo en darse a conocer, ahora no es el momento.

Y entonces se abrazaron y permanecieron mucho rato en silencio, bebiendo el Freixenet y mirando el cielo sin estrellas, los bloques de edificios y las avenidas y calles que se extendían allí abajo como la maqueta de un Lego.

Tenían todo el futuro por delante y estarían siempre juntos. Esa era su única certeza.

Capítulo 5

5

La Tata

—Tata, te he dicho mil veces que no vengas a arreglarme la casa, que no tengo para pagarte, que ya no es como antes —le dijo Raquel a la mujer que le limpiaba la cristalera de la terraza—. Como sigas viniendo, te quito las llaves para que no puedas entrar.

—Ah, claro, y si no vengo yo, ¿quién pone el lavaplatos? ¿Quién plancha la ropa? ¿Quién te quita la comida podrida de la nevera? Tú no te ocupas de nada, Raqueliña. No sabes ni poner una lavadora. Naciste para princesa, churriña. A ti hay que hacértelo todo, pero yo ya sabes que no lo hago por dinero, no. Si te he criado yo... ¿Te acuerdas de la casa de Diego de León, cuando dormíamos las dos en la misma habitación?

—Sí, Tata. Roncabas como un oso, como para no acordarse. Es que tú eres y siempre serás mi madre postiza, porque la que tengo... en fin, como si no existiera; va a lo suyo. ¿Sabes que hace dos meses que no sé nada de ella? Ella no llama y yo tampoco, así podemos estar toda la vida. Desde que se fue a vivir a Marruecos parece otra, y más aún desde que se lio con el tal Amed. Creo que tras lo de papá quería librarse de todo el mundo y al fin lo ha conseguido solo cruzando el Estrecho, ya ves tú. En realidad, me da envidia.

—Te quiere a su manera, pero es muy suya, sí —le dijo la Tata—. Ahora debía mirar un poco más por ti, pero por suerte me tienes a mí. Yo te veo que no avanzas, churra. Llevas un año, desde que te fuiste de esa oficina, paralizada sin buscar nada, sin hacer nada. Con el puestazo que tenías te habrían contratado en cualquier otro lado; igual no por aquel dineral, pero te habrían contratado. Es tiempo de moverse o para un lado o para el otro, filla. Tú dices que hombres no quieres más después de Fernando, pero no sé si con uno que te espabilase un poco no estarías mejor. Tan soliña, todo el día aquí metida, mira cómo estás de flaca, que ni se te ve; estás hecha una birria... Pero ¿tú qué es lo que quieres hacer?

—Ese es el problema, Tata, que no tengo ni idea de qué hacer con mi vida. No sé para dónde tirar.

Y era verdad que no lo sabía. «Lo de Fer», como ella se refería siempre a la ruptura con su ex, había sucedido apenas unos meses antes de dejar su trabajo, y, de hecho, su marcha del trabajo había sido consecuencia directa de lo de Fer. Ella, siempre tan entregada en su profesión, tan dispuesta y eficiente, tan perfecta, empezó a flaquear, a dar signos de debilidad. Comenzaron los ataques de ansiedad, las distracciones en las reuniones, las meteduras de pata con los periodistas, los despistes con su equipo, el llegar tarde. Y después, enterarse de lo otro. Había sido como una caída en picado y, además, fue ella misma quien decidió dejarse caer. No podía seguir con aquella vida. Para trabajar uno ha de estar fuerte como una roca. ¿Cómo vas a poder sacar adelante el lanzamiento de un nuevo producto cuando tú misma no puedes ni levantarte por las mañanas? ¿Cómo ponerte a hablar de cremas subida a unos tacones de diez centímetros cuando lo único que quieres es tirarte al metro?

Los meses siguientes a dejar Delaunay tras negociar su despido se los pasó acostándose compulsivamente con tíos del Tinder para intentar olvidarse de Fer y haciendo macramé. Aquellas se convirtieron en sus dos principales ocupaciones y a ellas se entregó en cuerpo y alma.

Empezó buscando un día un tutorial de macramé en YouTube; recordaba que había hecho alguna manualidad en el colegio y se puso a tejer tapices y maceteros como si le fuera la vida en ello. Dedicaba cuatro o cinco horas al día a aquella tarea. Era mecánico, relajante, y, sobre todo, le permitía no pensar en nada. Los iba colocando por toda la casa; los ponía en ramas que cogía del Retiro, los colgaba de ganchos en la pared... Se gastó un dineral comprando las madejas de algodón y de trapillo por Internet. Meses después, se aburrió, les regaló casi todos los tapices a sus amigas y a la Tata, y se apuntó a un curso on line de coaching nutricional en el que estuvo metida algo más de un mes, pero también acabó por cansarse.

Después decidió que lo que necesitaba para aclararse y deshacerse de todo su dolor era escribir y vomitarlo todo. Se apuntó a un curso de escritura creativa hasta que se dio cuenta de que tampoco valía para aquello. Si al menos hubiera seguido adelante con lo del embarazo, ahora tendría algo de lo que ocuparse, una personita a la que cuidar. Pero tampoco sabía cuidar, quizá porque, a excepción de su Tata, a ella tampoco la había cuidado nadie en exceso.

En vista del fracaso de sus compulsivos hobbies, decidió no hacer absolutamente nada más que salir lo justo a hacer los recados de rigor por el barrio y seguir quedando con tíos del Tinder. Sus amigas le pasaron los contactos de varios psicólogos, pero tras ir un par de veces a uno, decidió que eran inútiles; el dolor y al aburrimiento solo se pasaban con el tiempo.

Pero aquel día, con la regañina de la Tata, Raquel empezó a ver que quizá fuera verdad, que ya iba siendo hora de reaccionar. Era joven, inteligente y tenía toda la vida por delante, o por lo menos media vida. Como decía la Tata, que era en todo muy gallega, «el pasado ya pasó y el futuro aún no llegó. Lo que importa es el presente». También le decía: «Nunca llovió que no escampara».

Aunque ya pasaba de los cuarenta, Raquel tenía bastantes elementos a su favor en aquel presente de mierda en el que se encontraba, así que decidió hacer una lista en una libreta, para que no se le olvidaran o para leerla cada vez que pensara que su vida estaba acabada.

Cosas a mi favor para salir del hoyo:

- Un armario lleno de ropa cara.

- Una base de datos de diez mil clientas consumidoras de marcas de cosmética de lujo.

- Una base de datos de cien periodistas de moda y belleza.

- Una buena agenda de conocidas con puestos de responsabilidad en marketing, publicidad y relaciones públicas.

- Contactos con al menos cien o doscientas influencers de Instagram, Twitter, YouTube...

- Buen aspecto.

- Quince años de experiencia en el sector de las relaciones públicas y el marketing.

- Dotes de mando y organización.

- Capacidad de innovar y motivar equipos.

- Creatividad, imaginación.

- Adaptación al cambio.

- Sentido del humor.

Cosas en mi contra:

- Pocas o ningunas ganas de trabajar en una oficina y de trabajar en general.

- Incapacidad de lidiar con un jefe.

- Ganas de que me dejen en paz.

- Necesidad urgente de dinero.

- Inestabilidad emocional.

- Cambios frecuentes de humor.

- Tendencia al sexo compulsivo con extraños.

- Odio a los hombres.

- Mala leche.

- Ligeros brotes alcohólicos.

- Pereza, sueño, desidia.

- Falta de ahorros para montar un negocio propio.

- Fumadora.

Con todos aquellos mimbres había que buscar el mejor trabajo u ocupación. Le parecía que la más adecuada era vigilante de museo. Se pasaban la vida sentados en sillas mirando a la gente, prohibiendo sacar fotos y haciendo callar a los niños. También pensó en au-pair, pero nadie contrataría a una mujer de su aspecto para trabajar de nanny, y menos con cuarenta años; quizá dar clases de inglés a críos, como había hecho de adolescente, o dependienta de cosméticos de un Corte Inglés... Al fin y al cabo, lo sabía todo sobre ese mundo.

Después de elaborar la lista de sus fortalezas y debilidades justo como solía hacer en el trabajo con sus nuevos lanzamientos, se decidió a comprobar en la app de su banco los movimientos de su cuenta. Nunca lo hacía precisamente porque no quería ver el dinero que le quedaba; prefería no saberlo. Tecleó con inquietud su clave de acceso. Además de los mil doscientos que recibía cada mes del paro, tenía exactamente seiscientos cincuenta euros.

Había llegado la hora de hacer algo con su vida.

Y de pedirle algo de pasta a su madre, eso también.

Capítulo 6

6

El socorrista y la pija

Según pasaban los días, Maxi se sentía cada vez más cómodo en la piscina de Zurbano. Había que tomárselo como unas vacaciones y los vecinos no daban mucho la brasa; eran educados y majos, todo sea dicho. El trabajo en el gimnasio resultaba mucho más duro: cinco horas a piñón entrenando boxeo a los chavales del barrio no eran moco de pavo. Acababa reventado no, lo siguiente, y luego tocaba el percal de su padre: ducharle, darle la cena... La madre se ocupaba por las mañanas y él por las noches hasta que ella regresaba del colegio donde trabajaba de cocinera, ese era el trato. De momento, no había dinero ni para una persona que le cuidase ni mucho menos para una residencia. Les daba justo para pagar el alquiler, que para más inri el casero les acababa de s

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