Dulce chico indecente (Wild Seasons 1)

Christina Lauren

Fragmento

Tripa

Capítulo 1

1

Mia

El día que nos graduamos oficialmente en la universidad no se parece en absoluto a lo que sale en las películas. Lanzo mi birrete al aire, cae y le da en la frente a alguien. El orador principal pierde sus notas debido a una ráfaga de viento y decide improvisar, pronunciando un discurso nada inspirado sobre lo bueno que es aprovechar los errores para crear un futuro mejor, todo ello aderezado con extrañas anécdotas sobre su reciente divorcio. En las películas, ninguna chica parece estar a punto de morir de un infarto con su vestido de poliéster... Sería capaz de pagar un montón de dinero a cualquiera que quemase todas las fotos que me han hecho hoy. Pero aun así, todo logra ser perfecto.

¡Joder, hemos terminado!

Después de comer, en la puerta del restaurante, Lorelei —o Lola, para los pocos que pertenecemos a su círculo íntimo— saca sus llaves del bolso y me mira agitándolas mientras menea los hombros en un gesto de celebración. Su padre le da un beso en la frente y trata de disimular las ganas de llorar. La familia de Harlow forma un círculo a su alrededor; todos la abrazan y se quitan unos a otros la palabra de la boca, reviviendo los diez mejores momentos de cuando Harlow Cruzó el Escenario y se Graduó en la Universidad. Luego me atraen hacia ellos y repasan mis quince segundos de fama. Cuando me sueltan, sonrío mientras ponen fin a sus afectuosos rituales familiares.

«Llámame en cuanto llegues.»

«Usa la tarjeta de crédito, Harlow. No, la American Express. No pasa nada, cariño, es tu regalo de graduación.»

«Te quiero, Lola. Conduce con cuidado.»

Nos quitamos los vestidos asfixiantes, nos dejamos caer en los asientos del viejo Chevy destartalado de Lola y salimos a escape de San Diego, soltando humo por el tubo de escape y chillando como locas al pensar en la música, el alcohol y la locura que nos esperan este fin de semana. Harlow pone en marcha la lista de reproducción que ha preparado para el viaje: Britney Spears, por nuestro primer concierto a los ocho años; la canción totalmente inapropiada de 50 Cent que nuestra clase consiguió convertir en el tema musical de nuestra fiesta de antiguos alumnos; el himno de glam metal que, según jura Lola, es la mejor canción para el sexo de toda la historia; y una cincuentena de canciones más que vienen a componer nuestra historia colectiva. Harlow sube el volumen lo suficiente para que todas tengamos que cantar a voz en cuello para dominar el estruendo del aire cálido y cargado de polvo que entra por las cuatro ventanillas.

Lola se aparta del cuello el pelo oscuro y negro y me pasa una goma, rogándome que le haga una cola de caballo.

—¡Dios! ¿Por qué hace tanto calor? —vocifera desde el asiento del conductor.

—Porque estamos cruzando el desierto a cien kilómetros por hora en un Chevy de finales de los ochenta sin aire acondicionado —contesta Harlow, abanicándose con un programa de la ceremonia—. Anda, vuelve a recordarme por qué no hemos cogido mi coche.

—¿Porque huele a protector solar y a mal gusto en cuestión de tíos?

Suelto un chillido cuando se me abalanza desde el asiento delantero.

Lola baja el volumen mientras suena Eminem y le recuerda:

—Hemos cogido mi coche porque casi envuelves con el tuyo un poste de teléfonos, tratando de huir de un bicho que estaba en tu asiento. No confío en tu criterio al volante.

—Era una araña —replica Harlow—. Enorme y con pinzas.

—¿Una araña con pinzas?

—Podría haber muerto, Lola.

—Sí, es verdad. En un violento accidente de coche.

Cuando termino con el pelo de Lola, me apoyo de nuevo en el respaldo del asiento y tengo la impresión de poder tomarme un respiro por primera vez en esa semana, echando unas risas con mis dos personas favoritas del mundo. El calor ha dejado mi cuerpo sin energía, pero me sienta bien relajarme, cerrar los ojos y fundirme con el asiento mientras el viento me agita el pelo, con tanto ruido que ni siquiera puedo pensar. Me esperan tres maravillosas semanas de verano antes de trasladarme a vivir al otro lado del país, y por primera vez desde hace mucho no tengo que hacer absolutamente nada.

—Ha estado bien que tu familia se quedara a comer —dice Lola en su tono sereno y cauteloso, mirándome a los ojos a través del retrovisor.

—Ya —contesto, encogiéndome de hombros.

Me agacho a buscar en mi bolso un chicle, un caramelo o cualquier otra cosa que me mantenga ocupada el tiempo suficiente para no tener que tratar de justificar el abandono prematuro de mis padres de la celebración de hoy.

Harlow vuelve la cabeza para mirarme.

—Pensaba que comerían con todo el mundo.

—Al final, no —digo con sencillez.

Se vuelve hacia mí en su asiento tanto como le es posible sin quitarse el cinturón de seguridad.

—¿Y qué ha dicho David antes de marcharse?

Miro parpadeando el paisaje llano. A Harlow nunca se le ocurriría llamar a su padre, ni al de Lola, por su nombre de pila. Sin embargo, que yo recuerde, mi padre siempre ha sido para ella simplemente David, pronunciado con todo el desdén de que es capaz.

—Ha dicho que estaba orgulloso de mí y que me quiere. Que sentía no decírmelo muy a menudo.

Percibo su sorpresa en su silenciosa respuesta. Harlow solo guarda silencio cuando está sorprendida o cabreada.

—Y también —añado, aunque sé que debería callarme—, que ahora podré ejercer una profesión de verdad y hacer mi contribución a la sociedad.

«No la provoques, Mia», me digo a mí misma.

—Ostras —dice—, es como si le encantara darte donde más duele. Ese tío es un absoluto gilipollas.

Todas nos echamos a reír. Parece que estamos de acuerdo en hablar de otra cosa, porque, ¿qué más podemos decir al respecto? Mi padre es bastante imbécil, y no deja de serlo porque se haya salido con la suya en lo que respecta a mis decisiones en la vida.

Hay poco tráfico. La ciudad se alza desde la llanura como una enmarañada constelación de luces que brillan deslumbrantes en el ocaso. A cada kilómetro que pasa, el aire se vuelve más fresco. Cuando Harlow endereza la espalda y pone una nueva lista de reproducción para el último tramo del viaje, noto que se reactiva la energía dentro del coche. En el asiento de atrás, bailo y me agito al ritmo de una canción pop muy pegadiza.

—Niñas, ¿estáis preparadas para hacer locuras? —pregunta, bajando el parasol del pasajero para aplicarse brillo de labios en el espejo minúsculo y agrietado.

—No. —Lola se incorpora a la East Flamingo Road. Más allá, se extiende ante nosotras el Strip, una alfombra de luces y bocinas—. Pero por ti estoy dispuesta a tomar chupitos horribles y a bailar con hombres dudosamente sobrios.

Asiento con la cabeza, rodeo a Harlow con los brazos desde atrás y la estrujo. Ella finge asfixiarse, pero pone su mano sobre la mía para que no pueda apartarme. Nadie rechaza los arrumacos de forma menos convincente que Harlow.

—Os quiero, loquitas —digo.

Si estuviera con otras personas, mis palabras se perderían en el viento y el polvo que entra a ráfagas en el coche. Sin embargo, Harlow se inclina para darme un beso en la mano y Lola me mira y sonríe. Es como si estuvieran programadas para hacer caso

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