Perverso seductor mentiroso

Christina Lauren

Fragmento

Tripa

1. London

1

London

Cuando llevas un tiempo a dos velas, pasan una serie de cosas. La primera, que sin que te des cuenta sueltas un ruidito al ver un beso en una película romántica, un ruidito que es una mezcla de resoplido y de suspiro desesperado, y que casi siempre consigue que alguien te tire un cojín desde la otra punta del sofá. La segunda, que te sabes de memoria los nombres de por lo menos tres tiendas online de juguetes eróticos, y eres capaz de recitar el coste del envío, la fiabilidad y la rapidez de la entrega. La dirección de al menos dos de dichas tiendas aparece en la barra de tu navegador en cuanto tecleas la primera letra, y siempre eres tú la compañera de piso que los demás esperan que reponga las pilas del mando a distancia o de la aspiradora de mano.

Algo que resulta ridículo si te paras a pensarlo, porque todo el mundo sabe que los juguetes eróticos llevan cable o cargador. Aficionados...

Y, la tercera, te conviertes en una experta en masturbación. En una campeona. A nivel olímpico. A estas alturas, practicar el onanismo es la única opción porque ¿cómo va a competir un hombre con tu propia mano o con un vibrador de 220v y diecisiete velocidades distintas?

Los efectos secundarios de una vagina poco sociable son especialmente evidentes cuando estás siempre rodeada por tres de las parejas que más asco dan del mundo por lo felices que son. Mi compañera de piso, Lola, y sus dos amigas más íntimas, Harlow y Mia, conocieron a sus parejas durante un fin de semana desquiciado, de esos que no pasan en la vida real, en Las Vegas. Mia y Ansel están casados y es raro que asomen. Harlow y Finn solo tienen que mirarse para que salten chispas. Y Lola y su novio, Oliver, están en esa fase de la relación en la que no paran de tocarse y en la que el sexo es algo casi espontáneo. Cocinar se transforma en sexo. ¿Ver The Walking Dead? Evidentemente es erótico. Hora de echar un polvo. A veces entran por la puerta, hablando de cualquier cosa, y de repente se paran, se miran y allá que van otra vez.

Alerta de información excesiva. Oliver es muy escandaloso y gracias a él he descubierto lo mucho que los australianos usan esa palabra que empieza con p... Menos mal que los quiero mucho a los dos, ejem.

Y lo digo en serio. Conocí a Lola en las clases de Arte de la Universidad de California en San Diego, y aunque no empezamos a quedar más asiduamente hasta el verano pasado, cuando se convirtió en mi compañera de piso, tengo la impresión de que la conozco de toda la vida.

Sonrío al escucharla arrastrar los pies por el pasillo. Aparece con el pelo hecho un desastre y todavía colorada.

—Oliver acaba de irse —le digo entre cucharada y cucharada de muesli. Hace menos de diez minutos que ha salido dando tumbos por la puerta, con una sonrisa de oreja a oreja y las mismas pintas desastradas—. Hemos chocado los cinco y le he dado una botella de Gatorade para el camino, porque estoy segura de que después de eso está deshidratado. Lola, en serio, me tenéis alucinada.

Hasta este momento, no creía posible que las mejillas de Lola pudieran ponerse más coloradas. De haber apostado, habría perdido.

—Lo siento —me dice con una sonrisa tímida desde detrás de la puerta del armario—. Seguro que estás hasta el moño de nosotros, pero estoy a punto de irme a Los Ángeles y...

—Ni se te ocurra disculparte por tener a un australiano que está cañón y que te tiene tan contenta en la cama —le digo mientras me pongo de pie para fregar el cuenco—. Si no estuvieras aprovechándote todo el día, te daría para el pelo.

—A veces, se me hace eterno el trayecto en coche hasta su casa. —Lola cierra el armario con la mirada perdida—. Es una locura. Estamos locos.

—He intentado convencerlo de que se quedara —le digo—. Hoy voy a pasar todo el día fuera y esta noche trabajo. Podríais haber tenido el piso para vosotros solos.

—¿Otra vez trabajas de noche? —Lola se llena el vaso y apoya una cadera en la encimera—. Esta semana has cerrado todos los días.

Me encojo de hombros.

—Fred necesitaba a alguien y las horas extra me vienen bien. —Seco el cuenco y estiro el brazo para colocarlo en su sitio—. ¿No tienes que acabar alguna viñeta o algo?

—Sí, pero me encantaría pasar un rato contigo. Siempre estás en la playa, o trabajando o...

—Y tú tienes un novio que está para matarlo a polvos y una carrera meteórica —la interrumpo. Lola debe de ser la persona más ocupada que conozco. Si no está revisando su nueva novela gráfica, Escarabajo, o visitando el estudio de grabación donde están rodando la adaptación cinematográfica de su primera novela gráfica, Pez Navaja, está en un avión de camino a Los Ángeles, a Nueva York o adondequiera que el estudio o su editor la manden—. Sabía que hoy tenías que trabajar y que seguramente pasarías la noche con Oliver. —Le doy un apretón en un hombro y añado—: Además, ¿qué otra cosa se puede hacer durante un día tan bonito como este si no es surfear?

Me sonríe por encima del borde de la taza.

—No sé yo... ¿salir con algún tío?

Resoplo mientras cierro la puerta del armario.

—Qué mona eres.

—¡London! —exclama, y me mira muy seria.

—¡Lola! —replico.

—Oliver me ha dicho que viene de visita un amigo australiano, así que a lo mejor podríamos quedar todos. —Baja la vista y finge estar examinando algo muy interesante que ha encontrado en una uña—. ¿Ver una peli o algo?

—Nada de citas organizadas —respondo—. Cariño mío, hemos tenido esta conversación por lo menos diez veces.

Lola sonríe con timidez de nuevo y me echo a reír mientras salgo de la cocina. Pero ella me sigue e insiste.

—No puedes evitar que me preocupe un poco por ti —me dice—. Estás siempre sola y...

Agito una mano para restarle importancia al comentario.

—Estar sola no es lo mismo que sentirse sola. —Porque por más atractiva que me resulte la idea de echar un polvo con un tío de verdad, los problemas que normalmente conlleva no me atraen en absoluto. Bastante tengo ya en el terreno social manteniendo el paso con Lola y su grupo de amigas y parejas, que no deja de crecer. Todavía no he pasado de la fase de aprenderme los apellidos—. Deja de imitar a Harlow.

Lola frunce el ceño y yo me inclino hacia delante para besarla en una mejilla.

—No hace falta que te preocupes por mí —le aseguro, y después miro la hora—. Tengo que irme, media marea subiendo dentro de veinte minutos.

Después de pasar un largo día en el agua, llega el turno de trabajar de camarera en la barra de Fred’s, al que casi todo el mundo llama el «Regal Beagle» por el apellido de su dueño, que coincide con el de Ralph Furley, el personaje de la serie Apartamento para tres en la que se reunían en un bar que se llamaba así. Me pongo el delantal a la cintura.

El tarro de las propinas está por la mitad, lo que significa que el día no ha estado mal, pero no hasta el punto de que Fred haya tenido que buscar ayuda. Hay una pareja hablando en voz baja en un extremo de la barra, con un par de copas de vino a medio beber. Están enfrascados en la conversación y ni siquiera me miran cuando me acerco a ellos. No van a necesitar mucho más. En el otro extremo, hay cuatro señora

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