Las hermanas Sunshine

Jane Green

Fragmento

Tripa-1

Prólogo

Prólogo

Tantos años creyendo estar enferma, tantos años convencida que cada lunar era un melanoma; cada tos, un cáncer de pulmón, cada acidez de estómago, un infarto inminente... Al cabo de tantos años, cuando los dioses por fin le retiraron su protección, Ronni no tenía miedo.

Qué lástima, pensó, cuando los médicos le dieron el primer diagnóstico. En principio se negó a creerlo. Pero luego, cuando coincidieron el segundo y el tercer diagnóstico, volvió a pensarlo: Qué pena, he malgastado un montón de años temiéndome lo peor. Y ahora que lo peor le había caído encima, resulta que estaba serena, en paz, como si fuera lo que siempre había estado esperando. Ahora que había llegado, no le daba ningún miedo.

Había puesto su vida en orden. Había muchos, muchos errores que no podía enmendar, que jamás podría. Pero si no había terminado de sanar del todo la relación con sus hijas, por lo menos había logrado volver a unirlas; por lo menos ahora se tenían unas a otras. Ronni se mueve en la cama y parpadea ante el sol que entra a raudales por la ventana y en cuyo resplandor se arremolina el polvo. De hecho hay una gruesa capa de polvo sobre la cómoda a los pies de la cama. Unos meses atrás, se habría puesto furiosa y habría llamado a Lily, la asistenta, para que acudiera a limpiarlo. Pero ya no importa.

Las piernas ya no le responden y cada vez le cuesta más trabajo mantener la cabeza erguida. Al comer se atraganta, de manera que es más fácil no comer, y ya no tiene energía para tomarse los batidos que su hija le prepara. Vuelve un poco la cabeza y ve un vaso entero que le ha traído Lizzy esa mañana: un batido de espinacas, por el hierro, crema de almendras, por las proteínas, y leche de coco porque Lizzy jura y perjura que el coco es la cura definitiva de cualquier cosa hoy en día.

No para Ronni. Para Ronni no hay cura, no hay antiinflamatorio que impida el cansancio o los espasmos musculares, no hay hierro, minerales o vitaminas en el mundo que puedan devolver la sensibilidad a su cuerpo, permitirle llevar una vida comparable a la que ha llevado todos estos años.

Ha sido una buena vida, piensa. Sesenta y cinco años. Habría querido vivir más. Antes de que la enfermedad se adueñara de su cuerpo, aparentaba ser mucho más joven y daba por sentado que viviría para siempre. Va a coger el espejo que tiene sobre las mantas y se da cuenta de que también está perdiendo el uso de esa mano. Lo alza despacio, solo unos segundos, para verse la cara. Hace más de un año que no se pone Botox, ni se rellena las arrugas ni se hace ninguno de los tratamientos que la mantenían joven y tersa. Se operó los ojos en la cuarentena, pero ahora se le han hundido en lo que queda de su rostro, sus mejillas demacradas, su piel gris. Se queda mirando, fascinada ante lo mucho que ha cambiado, ante aquello en lo que se ha convertido.

No es la forma de marchar que ella hubiera elegido, pero Ronni tampoco habría querido envejecer. El maquillaje, los tratamientos, las pelucas, la gimnasia, la persona refinada y encantadora que todos conocían, todo eso mantenía su aspecto juvenil, a pesar de que ya no conseguía los papeles de otros tiempos.

Tres años atrás le ofrecieron el papel de abuela en una provocativa serie nueva de la HBO. Lo rechazó horrorizada. Le dijeron que sería una «abuela glamurosa», que querían representar el envejecimiento de una manera atractiva, vibrante. Ronni salió contoneándose del despacho sin decir una palabra, dejando bien claro su disgusto. La serie acabó ganando numerosos premios, con Betty White en el papel de abuela. Ronni no había querido saber nada hasta el año anterior, cuando la segunda temporada ganó todos los galardones habidos y por haber. Entonces se la vio toda de un tirón. Todo el mundo la ponía por las nubes, y al instante quedaba claro por qué: los diálogos inteligentes, las provocativas y astutas observaciones, los personajes abominables, egoístas y egocéntricos a los que una querría odiar pero a los que no podía evitar querer porque eran muy vulnerables, porque tenían un corazón tan necesitado, tan sangrante, tan real... Ronni no vio nada de eso. Lo que Ronni veía era una mujer mucho mayor que ella interpretando un papel que le habían ofrecido a ella. Lo cual significaba que la consideraban de la misma edad, del mismo tipo. Se quedó destrozada.

Reservó un tratamiento Thermage para el día siguiente y un peeling químico. Pidió cita con su cirujano plástico en Nueva York para hablar de un lifting facial. ¿Cómo se atrevían a verla perfecta para el papel de una vieja? ¿Cómo se atrevían a considerarla una anciana? ¿Acaso no eran los sesenta los nuevos cuarenta? Revertiría el tiempo, se aseguraría de seguir interpretando madrastras malvadas antes que ancianitas excéntricas.

El día de la cita, le dieron unos mareos horrorosos y se pasó el día en cama. No llegó a pedir una segunda cita. Lo cual ya no importa, piensa ahora. Tantos años siendo bella, tantos años con una figura maravillosa, y lo único que pensaba es que nunca estaba bastante delgada, nunca era bastante bella, nunca lo bastante buena. Lo que daría por recuperar todos esos años, por disfrutarlos más, por apreciar la vida que tenía cuando la tenía.

Todos esos años en los que pudo haber sido mejor esposa, mejor madre, mejor amiga. Ronni suspira. Ahora es demasiado tarde. Lo hizo lo mejor que supo. Y ahora está preparada. No es como ella hubiera querido. Tenía la ilusión de estar guapa otra vez, de que la vistieran y la maquillaran, de dejarse caer sobre la almohada entre la cascada de pelo de una de sus famosas pelucas. Había imaginado a sus hijas en torno a la cama, tal vez cogidas de la mano, con una sonrisa beatífica, mientras sonaba Bach en el altavoz del iPhone y ella se tomaba callada las pastillas de las que había hecho acopio y caía poco a poco en el sueño eterno.

Reunir las pastillas resultó todo un reto, porque la criada se llevó los botes de OxyContin al piso de abajo. Ronni aprendió a pedir a las visitas que le subieran algunas, y luego fingía tomarlas, o decía que las tomaría más tarde, y entonces procedía a esconderlas en su creciente alijo.

Había esperado que hubiera una cámara en la esquina, grabando su escena final para el documental que se haría sobre su vida, mientras ella pasaba a la siguiente.

Ha dejado planes para su funeral, que también será filmado. Hablarán en él las mayores estrellas del escenario y la pantalla, sin duda. Ha dejado claras instrucciones: quién quiere que haga su elegía, qué poemas se leerán. Se ha imaginado los obituarios, las retrospectivas, la enorme fotografía suya en la pantalla de los Oscars, la tristeza y las lágrimas de todos cuantos la han conocido, o la han amado, o han admirado sus películas durante años.

La primera parte del plan no ha salido. Ninguna de sus hijas quiere cooperar. Nell se niega a hablar de ello, excepto para decir que de ninguna de las maneras va a ayudar a su madre a suicidarse para luego tener que vivir con eso en la conciencia durante el resto de sus días. Es inadmisible que lo pida siquiera, opina. Meredith no hace más que llorar. Y Lizzy... Lizzy, la que más se parece a ella, Lizzy, su querida pequeña, se ha negado a creer que no se pueda hacer nada. Qué típico de Lizzy, creer que se puede lograr cualquier cosa a base de pura fuerza de voluntad, incluso un milagro.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos