Las curas milagrosas del Doctor Aira

César Aira

Fragmento

cap-1

I

Un día, al amanecer, el Doctor Aira se encontró caminando por una calle arbolada de un barrio de Buenos Aires. Sufría de una especie de sonambulismo y no se le hacía demasiado raro recuperar la conciencia de sí mismo en callecitas extrañas que en realidad conocía bien, porque todas eran iguales. Su vida era la de un caminador a medias distraído, a medias atento (a medias ausente, a medias presente), que en esas alternancias iba creando su continuidad, es decir su estilo, o en otra palabra, y cerrando el círculo, su vida; y así sería hasta que su vida llegara al final, cuando se muriera. Como ya bordeaba los cincuenta años, ese término, cercano o lejano, podía suceder en cualquier momento.

Un hermoso cedro del Líbano, en la vereda de un chalecito pretencioso, alzaba su redonda copa orgullosa en el aire gris rosado. Se detuvo a contemplarlo, transido de admiración y cariño. Le dirigió in péctore un pequeño discurso, en el que se mezclaban el elogio, la devoción (el pedido de protección) y, curiosamente, algunos rasgos descriptivos; porque había notado que la devoción con el tiempo tendía a hacerse un poco abstracta y automática. En este caso notó que la copa del árbol estaba pelada y poblada a la vez; se veía el cielo a través de ella, pero tenía hojas. Poniéndose en puntas de pie para acercar la cara a las ramas bajas (era muy miope) vio que las hojas, que eran como plumitas de un verde oliváceo, estaban a medias enroscadas sobre sí mismas; quizás las perdería más adelante; estaban a fines del otoño, y los árboles resistían penosamente.

«Yo no creo, sinceramente, que la humanidad pueda seguir mucho tiempo más por este camino. Nuestra especie ha llegado a un punto tal de predominio en el planeta que ya no debe enfrentar ninguna amenaza seria, y es como si no nos quedara más que seguir viviendo, disfrutando de lo que podamos, sin ninguna apuesta vital en juego. Y seguimos avanzando en esa dirección, asegurando lo ya seguro. En todo avance, o retroceso, por gradual que sea, se atraviesan umbrales irreversibles, y quién sabe cuáles hemos cruzado ya, o estamos cruzando en este preciso momento. Umbrales que podrían hacer reaccionar a la Naturaleza, entendiendo por Naturaleza el mecanismo regulador general de la vida. Quizás esta frivolidad a la que hemos llegado la irrite, quizás ella no puede permitirse que una especie, ni siquiera la nuestra, se libere de sus necesidades básicas de especie… Estoy personalizando abusivamente, por supuesto, hipostasiando y externalizando fuerzas que están en nosotros mismos, pero yo me entiendo de todos modos.»

¡Qué cosas para decirle a un árbol!

«Y no es que esté profetizando nada, y menos que nada catástrofes o plagas, ni siquiera de las sutiles, ¡qué va! Si mi razonamiento es correcto, los mecanismos correctivos están sucediendo dentro del bienestar y como parte de él… Pero no sé cómo.»

Había seguido caminando y ya estaba lejos del arbolito. Cada tanto se volvía a detener y clavaba la vista con gesto de profunda concentración en un punto cualquiera del vecindario que lo rodeaba. Eran unas frenadas súbitas, que duraban cosa de medio minuto, y no parecían responder a ninguna regularidad. Sólo él sabía a qué obedecían, y era improbable que alguna vez fuera a decírselo a nadie. Eran paradas de vergüenza; coincidían con el recuerdo, que emergía en las volutas de su divagación ociosa, de algún papelón. No es que se complaciera en esos recuerdos, todo lo contrario; no podía impedir que surgieran de pronto, en la marea mental. Y su aparición tenía tanto vigor que le paralizaba las piernas, lo detenía, y debía esperar un momento hasta tomar nuevo impulso y seguir su marcha. Del bochorno del pasado lo sacaba el tiempo… Ya lo había sacado, lo había traído al presente. Los papelones eran detenciones del tiempo, ahí se coagulaba todo. Eran sólo recuerdos; estaban guardados en la más inviolable de las cajas fuertes, la que ningún extraño puede abrir.

Eran pequeñas desgracias ridículas perfectamente privadas, torpezas, metidas de pata, que no le concernían más que a él; le habían quedado grabadas, como grumos de sentido en la corriente de los acontecimientos. Por algún motivo eran irreductibles. Se resistían a toda traducción, por ejemplo a un pasaje al presente. Cuando se hacían presentes, lo paralizaban en su actividad sonambúlica, que era la que las sacaba de su escondite laberíntico de pasado. Cuanto más caminaba, más probabilidad había de que pescara una, contra su voluntad. Lo cual volvía sus interminables paseos recorridas del dédalo bifurcado de su pasada juventud. Quizás había una regularidad después de todo, haciendo alguna clase de dibujo en el espacio-tiempo, con las detenciones creando una distancia vacía… Pero no podría resolver el extraño teorema si no llegaba a explicarse por qué su marcha se interrumpía cuando asomaba un recuerdo de esa naturaleza; que se quedara mirando fijo algún punto podía explicarse como un intento de disimular, como si ese punto le interesara tanto que lo obligara a detenerse. Pero la detención en sí, la relación entre papelón e inmovilidad, seguía oscura, como no recurriera a interpretaciones psicológicas. Quizás la clave estaba en la naturaleza misma de aquellos momentos embarazosos, en su esencia o común denominador. Si era así, lo que estaba actuando era la compulsión a la repetición en su aspecto más puramente formal.

Yendo más a fondo en la cuestión, estaba por supuesto el hecho de que los papelones hubieran ocurrido. A todos les pasan. Son un accidente inevitable de la sociabilidad, y el único remedio es el olvido. El único, realmente, porque el tiempo no vuelve atrás y no se puede corregirlos o borrarlos. Como en su caso no podía contar con el olvido (tenía una memoria de elefante) había recurrido a la soledad, a una casi completa enajenación de sus semejantes, así al menos se aseguraba de minimizar los efectos de su incurable torpeza, de su aturdimiento. Y el sonambulismo, en otro nivel de su conciencia y sus intenciones, debía de ir en la misma dirección; como una redención a posteriori, si era cierto que el sonámbulo actuaba con la elegancia de la perfecta eficacia.

Para ser sincero consigo mismo, debía reconocer que no se trataba sólo de papelones; aquí el común denominador se ampliaba a lo largo de una línea más bien sinuosa que no resultaba fácil seguir. O bien había que ampliar la definición del papelón: porque también podía tratarse de pequeñas villanías, mezquindades, errores de cálculo, cobardías, en fin, todo el alimento de la vergüenza íntima y retrospectiva. Y no es que se culpara (aunque una voz interior gritaba durante esos altos: «¡Qué boludo! ¡Qué boludo!»), porque reconocía su calidad de inevitables, en el momento en que habían sucedido. Al menos le quedaba el consuelo de su insignificancia, porque nunca habían sido crímenes, ni había habido más damnificados que su autoestima.

De todos modos, se había prometido que no le volverían a pasar. Para ello no necesitaba más que mantenerse atento, no precipitarse y actuar siempre según las reglas del honor y la buena educación. En su actividad de curador milagroso, un papelón podía tener consecuencias gravísimas.

En una novela los papelones se preparan con toda deliberación, con ingenio y precauciones tanto más paradójicos que resulta más llano y espontáneo escribir una escena donde todos se comportan con corrección. El

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