Mil doscientos pasos

Fragmento

libro-3

1

Pasaron el tiempo y una multitud de cosas, tantas que ahora forman un torbellino que llega hasta este lugar de la calle. No hay nadie, no se oyen ni los grillos, estoy aquí solo, la sombra del cuerpo se ha ido alargando, a la vez que vuelven a mí mechas sueltas de aquellos tiempos, nítidas como postales. Ahí está el garaje, al que llamábamos salón; las risas secretas; las ojeras hinchadas de las mañanas, «eso es la adolescencia, por eso no te mueres, anda, que tienes que ir a la escuela». Pesaban los cuadernos y los libros, pesaban las manos, los dedos, la cabeza y las lonas, pesaba el miedo y también la mirada del maestro, los ojos de los compañeros parecían decirme algo que yo no quería escuchar. «No pasa nada, cosas de chicos, mándalos al carajo, pero amigos te tienes que hacer».

Poco a poco me convertí en uno más del barrio y ya nunca más nadie dijo nada de mis ojeras, aunque yo las seguí viendo en el espejo, hasta ahora, un millón de años después, las manos frías en los bolsillos, solo ante el recuerdo, que retumba en mis oídos con el estallido de un disparo. Los muchachos encaramados a las palmeras, las tardes de la foguetería, el campo de fútbol, las pelotas de trapo, el abuelo domando burros, los burros saltando.

Un día un chico me aplastó la cabeza contra el muro blanco coronado de cristales rotos. Sangré, el barrio entero gritó un «ay», los que estaban allí y los que lo habían oído todo. Ahora estoy frente a ese mismo muro, que es grande, de piedra, lo llamábamos «el Muro». Desde aquí miro el tiempo que pasó, hora a hora, como si tuviera en mis manos una calcomanía de imágenes sueltas de las que también se desprenden gritos. Miro este paisaje y veo un álbum de fotografías de futbolistas tristes, uno se llama Herrerita, yo mismo le puse una orla negra cuando murió.

Estoy de pie ante el muro blanco, apoyado donde siempre nos apoyábamos los chicos para ver pasar los coches o a las mujeres gritando que llevaban pescado salado, hasta que anochecía y los grillos nos mandaban a casa. La mayor parte de nosotros no tenía lonas ni zapatos, pero en la tierra no había aún astillas, el suelo era dócil como la ropa que servía para limpiarnos el culo. Yo pisaba siempre sobre el esparto de las lonas, con andares de señorito.

Cuando no lo miro todo es pasado, pero de pronto abro los ojos y esa pared me devuelve a la infancia. Hay sangre, gritos. «No muevas la cara, que te sangra».

La sangre es inolvidable; por eso me he parado aquí, por si la memoria es capaz de detener su chorro azulado, el horror de sentir que cae sobre ti la mano cerrada, un alarido y la sien repitiendo su sonido de ruina, el recuerdo devolviendo hasta el último gramo de ese líquido caliente y viscoso. «No mires, no mires, es solo sangre». Ahí sigue la huella, en mi memoria y sobre el muro, igual de sucio que entonces. Solo mi mente en retrospectiva es capaz, sesenta años después, de situar el lugar exacto en el que Crispín quiso matarme. Hay una señal, pero será de otra cosa. Una lagartija holgazana sube de pronto por la porción de piedra en la que fijo la vista. Es como un dedo pardo señalándome el lugar exacto de aquel momento, que evoco ahora sin rencor.

Al otro lado del barranco hay muchachos que vuelven de la escuela, es fácil distinguir entre este bullicio y aquel griterío. El barrio está enjalbegado, pero ahí sigue la lagartija, trayendo hasta mí el eco del día en que creí que iba a morir a manos de Crispín. Mi madre le dio un tortazo, eso me dijo luego, pero yo no lo vi, y si vi algo, no quise mirar. Hasta hoy, hasta ahora mismo. Me he pasado la vida olvidándome.

«El tiempo vuela, nos vamos poniendo viejos», cantaba un hombre a la guitarra en la taberna. Los demás parroquianos reían; yo pasaba por allí y en su cara hallaba celajes, escuchaba sonidos, un ruido del que me iba alejando para que no me vieran entrar en lo más hondo del sótano. Veo mi rostro de muchacho lleno de miedo, un rostro vergonzante. «Las ojeras se te quitan llorando», decía mi madre.

Solía bajar al sótano de los ratones pues allí, en la oscuridad, había descubierto un fulgor al que regresaba una y otra vez, como si el placer se alojara en ese lugar preciso de la casa y me estuviera esperando. La negritud, el tacto de mi propia mano, las barricas frías, la madera que amortigua los sonidos del placer. El pecado era anónimo, ¿quién iba a saberlo? Luego salía silbando de allí, porque sabía que nadie iba a enterarse.

En la esquina de arriba fue donde me agarró Crispín. «¿De dónde vienes, pollaboba?», dijo por saludo. Después lo fue repitiendo hasta que llegamos al Muro, mientras trataba de golpearme el hombro y yo lo esquivaba como podía. «¡Cobarde, di algo!, ¿de dónde coño vienes?, ¿qué pasa que no dices ni mu, cobarde de mierda?», pero yo estaba aturdido, como quien quiere huir de todo, de él, hasta del sonido de la calle, que era sordo como una tumba. «Este chico es un ruin», me iba diciendo a mí mismo, hasta que de pronto escuché el estampido, un sonido tan fuerte que no parecía provenir de mi cabeza. Todo empezó a darme vueltas, pero aun así recuerdo los estertores del final de una riña a la que ya no podía oponer nada. Lo último que escuché fue a Crispín, que gritaba «¡me matas, cabrón, déjame darle!». Nadie me contaría más tarde quién vino a sujetarlo para que no me matara.

Ahora parece que todos aquellos años fueron un día solo en el que persiste la mirada de chico asustado que asiste a tremenda paliza como si él no fuera la víctima de la somanta de tortazos. «¡Te lo tienes merecido!», gritaba Crispín. La reverberación de esas palabras, sus convulsiones, la baba blanca cayéndole de las comisuras de la boca. La gente comenzó a arrojarle agua y él amortiguó los alaridos; su cara se fue convirtiendo poco a poco en la de un niño manso. «¡Despierta, no ha sido nada!». Ni supe a quién se lo decía. Una mujer, la barbera del barrio, se asomó sobre el hombro del panadero de camisilla gris y dijo: «Le dio un tontín, eso no es nada». Después alguien se acercó a mí, «pero este está sangrando, esto es una locura, que alguien traiga mil toallas». Nadie pidió que viniera un médico, pero un hombre que iba siempre mirando al suelo se ofreció a traer un botiquín, y recuerdo que un muchacho que luego sería rehén de reformatorio le pidió explicaciones mientras escupía al suelo: «¿Y qué coño es eso, un botiquín, pollaboba?». Aún ahora ignoro cómo empezó la reyerta, lo cierto es que alguien lo separó de mí y le golpeó en la sien mientras me maltrataba. «¡Crispín, que lo matas!», llegué a escuchar. Pero pronto me dejaron de lado, como a un herido de guerra, medio inconsciente, cuando fue el propio Crispín quien se desplomó en el suelo como un siquitraque. El hombre del botiquín dijo: «Un mal, le dio un mal». A mí me tendió la mano alguien que pasaba por allí y me levantó del suelo dándome pequeñas cachetadas, «pa que despiertes». Nunca supe quién había sido mi salvador, solo recuerdo una figura que se fue cojeando hacia la parte en que el barranco eran chozas, y tampoco si eso, como tantas cosas derivadas de la debilidad extrema, era el sueño oscurecido en el que viví entonces. Después sería mi madre la que me dio la mano. «Aquí no vuelves más».

El sol me entra por los ojos, no pasa el tiempo mientras hace sol, y aunque lo haga sigue enviándome su mensaje. Las excursiones al garaje, el pinocho, el descubrimiento anodino del placer en las huertas, hasta que ya eso dejó de ocurrir, por vergüenza «o porque ya no se puede hacer más, hay otras cosas», que fue lo que dijo Jero sentado con los pies al aire en el muro de la explanada. Luego lo llamó la madre: «Jero, vuelve, ¡no te ajuntes con cualquiera!». Jero también sufrió su propio tontín, un día lo vieron encaramado en la palmera seca, lanzando berridos contra el mundo. El hombre que limpiaba minuciosamente aquel lugar, la escoba enorme por su lado y él recitando números, hasta que observó que el chico estaba a punto de tirarse al vacío y empezó a gritar números como un loco, se acercó a la palmera, miró fijamente al muchacho y le dijo, los ojos como platos, desafiante:

—O bajas o te barro.

Jero fue dejándose caer desde el ramillete de dátiles, y cuando llegó a una altura que ya no era peligrosa, el hombre siguió barriendo concentrado, como para que no quedara ni mácula en el terreno. Cuando Jero puso pie en tierra allí estaba su madre, que le agarró de la mano, y los hermanos sacándose mocos, y el padre distraído, «qué coño hizo el chico», y la mujer exclamando «qué coño hizo el chico, qué coño hizo el chico… ¡Tú no ves que el chico no está bien!». Después se lo llevaron en volandas, insultándolo como se insultaba entonces, pero él se zafó y corrió hasta la palmera de los orines, junto a la escuela. Allí me lo encontré. El maestro dijo: «Que no entre, que luego viene toda la familia y nos volvemos locos»; después cerró la puerta de la calle, y yo me quedé fuera. Cuando Jero me vio, vino hacia mí como si los dos fuéramos héroes de cuento. Eso no se hacía entonces, pero al acercarse a mi lado no dijo nada, sino que me dio un beso. Luego nos hicimos amigos; éramos inseparables.

Jugábamos a ser mayores y atrevidos, y a veces íbamos al mar a escondidas de los adultos. Siempre había algún chico que se hacía el valiente y se sacaba la pinga y se la acariciaba para burlarse de los demás, y a mí todo eso me causaba una enorme vergüenza. Una de esas veces Crispín me vio ladeado, como huyendo, y me gritó al propio oído, «¡cariante!», que era un insulto del barrio dicho para avergonzar a los muchachos que no seguían la vereda de la golfería. Yo volví la cara y eché a caminar como si llevara grillos en las manos, derecho de vuelta a mi casa. Por entonces aún no sabía que las palabras cargan siempre violencia, pero cuando notaba que había en ellas intención de dañar, que eran como arañazos, regresaba a mi casa, como si me estuviera esperando mi madre. Cuando ella me veía así, entrando de lado al cuarto que había junto al retrete, donde se guardaban algunos aperos de la huerta y una pelota de las de antes, iba hasta mí y me decía, sin gritar, solo para que supiera que ya estaba bien de hacerme de menos: «No te acobardes».

Yo conocía ya todas las maneras del miedo, y aunque me estimulaba a no sentirlo, no sabía ponerle nombre, no tenía las palabras con las que ahora lo afronto, así que me atormentaba igual, el cabrón del miedo podía aparecer en cualquier momento, asomarse por cualquier esquina, mirándome desde el cielo raso. Niebla en los huesos, la calle de tierra, el chillido de los grillos, hierro volando eran esas alas negras. Cuando se oía un grito casi siempre era un insulto, «ven acá, cabrón, que me tienes harto», luego el silencio, interrumpido por el ventanal verde de las plataneras.

En la casa contaba sueños que eran mentira, y también contaba los dedos de mis manos, en solitario, como si aún fuera un niño cuyo juguete era su propio cuerpo.

En la escuela no hablaba nunca para que no me miraran, todo a mi alrededor me parecía una amenaza; los niños tenían la audacia de la que yo carecía, cuando decían cualquier cosa, era incapaz de nada que no fuese asentir callado, las manos dibujando naderías en el pizarrín sin colores. No veía la hora de que se acabara la clase y, cuando esta terminaba, don Domingo, como si se oliera algo, se acercaba a mí para preguntarme, mesándose la barba de chivo: «¿Todo bien o tienes algo que contarme?». Luego chasqueaba la lengua, como en las películas del Oeste, me guiñaba el ojo y se iba, con una mano en el bolsillo. Mi madre decía que era un hombre elegante, tan repeinado, «mira lo bien que le queda la barba al bandido». Si alguien me hubiera preguntado entonces sobre la vida en la escuela, solo habría movido los hombros sin responder nada.

Una tarde mi padre observó por un ventanillo de aire que la construcción del garaje iba a ceder, y así fue, se desplomó del todo, pero yo no estaba allí para verlo. Muchos años después, en mi larga ausencia, leí que las cosas no las rompe nadie, sino que simplemente se rompen, y no obstante, cuando vi a mi padre llorando mientras contaba el ruido de aquel techo al caer, que parecía de papel, sentí que tenía que ponerle una mano sobre el hombro y decirle «esto también se te olvidará». Sin embargo, no dije nada, porque en ese tiempo no tenía palabras o estas no servían para aliviar tragedias, y me quedé callado, sumido en un estupor que me ha seguido hasta hoy, cuando no se me ocurre qué decir ni en medio de los truenos. Desde entonces siempre que veo el ventanillo desde la calle me pregunto cómo pudo averiguar mi padre que una de esas vigas estaba contrahecha, si yo las veía perfectas, aguantando el armazón como las manos de un gigante. Adivinó una tragedia, como si alguien se lo hubiera escrito en el aire. Él se fijó bien y llamó a un hombre que entendía. Yo estaba a su lado, recuerdo que se golpeaba la frente, como si se la castigara, y que daba golpes secos sobre la tierra de la calle con sus zapatos rehechos, y yo me olvidaba de sus conversaciones y de mi vergüenza y de sus bofetadas, e incluso de mis pecados sobre el lecho de pinocho. Sentía piedad de él, como si en ese mismo momento fueran a caer sobre su cabeza ya blanca el tiempo y la necesidad, y por tanto la vejez y, acaso, la muerte.

Poco después se vino abajo aquel techo que era su amparo, y se quedó solo, un hombre llorando. De lo que había abajo no se salvó nada, todo inservible, como el futuro, y él lloraba para que las lágrimas lo reconstruyeran. Ya no está para decirle lo que quizá hubiera sido el consuelo del hijo que se quedó sin palabras cuando se encontró ante la primera desgracia grande de la vida. Al lado de aquello, de aquel estruendo que él contaba como si lo conservara aún en los ojos y en los oídos y en la garganta de dentro que tienen los hombres para almacenar desgracias, el golpe que Crispín me había dado contra la pared sucia no era casi nada, una exageración de adolescente. Pero cómo dolió, y cómo lo recuerdo. Crispín fue a ver a mi madre una tarde de aquellas, con un morral donde no había nada, y le dijo: «Señora, me dio un tontín». Ella le respondió, sin énfasis: «Tontín sí que eres», y siguió recogiendo la basura de las vacas.

Mi padre. Lo había visto tan desolado cuando descubrió la grieta que me dieron ganas de abrazarlo, pero yo era muy chico como para expresar así los sentimientos. De modo que estuve callado mientras él hablaba con el que entendía. Señaló hacia el lugar preciso por donde podía vencerse aquel techo de tejas, y el maestro de obras le advirtió: «Un día, si no lo arreglas, aquí va a haber una desgracia». «Menos mal», le dijo mi padre, «ahí dentro no va ni Dios», así que no pasaría otra cosa que el desastre. Y pasó el desastre, un estruendo que alertó a todo el barrio, ahí está solo y llorando, «sin víctimas», dijo uno, igual que si lo dijera por la radio; había en la desgracia un resplandor como de pobres, todo el mundo simulando ayudar, mi padre dando patadas en el suelo como si haciendo ruido fuera a hacer desandar el tiempo y la desgracia. Allí se quedó mirando, intentando sostener así aquel derrumbe. «Ven acá», le dijo mi madre, y él deshizo aquella cara ausente y se dio la vuelta convocando el olvido. En la casa la mujer le dio un golpe cariñoso en el hombro, «en la vida todo se arregla menos la muerte», y él le respondió con una sonrisa que parecía la parte final de un sollozo. «Anda, ponte a comer». Yo lo veía todo como si llevara un espejo en la cara.

Cuando atardecía, mi padre solía venir de la sorriba; a otras horas venía de cuidar vacas ajenas, o huertas, y cuando estaba en la cantina era porque le habían dicho que el barrio necesitaba de un sitio donde se descontaran las penas con vino. A veces cerraba la cantina cuando ya no había ni chochos en los envases vacíos, y el salón era un descuidero que parecía un fantasma al lado de la casa, y él pasaba a ver si la tronja seguía ahí, enhiesta como el refugio de un ahorcado. Le preocupaban también las ratas que iban y venían por las huellas olientes de las antiguas viandas pobres. Cuando acababa la escuela yo me iba a casa, a ayudar a mi madre con las mazorcas de millo y a lavarle los pies a mi padre. Mi madre llenaba una bañadera de agua caliente y yo cogía jabón y esparto. Mi padre con cualquier golpe veía las estrellas.

En ese tiempo, cuando al fin se produjo el estruendo, él veía aún caerse uno de sus castillos en el aire. Lo vi sufrir tanto que me pareció que ese era el fin del mundo del que hablaba el maestro, algo que caía de plano, como un

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