Canto castrato

César Aira

Fragmento

1

En los años inmediatamente posteriores a 1735, cada viajero del norte que bajaba por los soleados caminos al sur de Roma y se internaba en los fulgores siempre dichosos de la bahía napolitana era interpelado por los habitantes del sitio con una pregunta que tenía menos de filosofía que de actualidad: ¿qué somos esta vez?, ¿a quién pertenecemos? Y así como ningún europeo podía dejar de sumergirse en la delectación de una respuesta sabihonda, tanto era el interés que despertaba la política después del deceso del Rey Sol, así también ninguno dejaba satisfecho a su interrogador, por informado que pareciera o por mucha intensidad que pusiera en la afirmación de su dictamen… Porque un viajero anterior, o uno que pasaría un día después, les daría probablemente con la misma certeza un dato contrastante. Nápoles era de alguien, y no había más que decir. Quién era ese alguien, podían discutirlo hasta la noche. Algún rey, probablemente…

Por supuesto, no era el único rincón del continente donde la gente se hacía la misma pregunta. Tampoco era el único donde pudiera discutirse una respuesta. Lo grave era que la disparidad de criterios tenía razones sólidas en que apoyarse; tanto, que los napolitanos habían llegado a preguntarse si quizá los reyes mismos, los emperadores, no ignorarían también, olvidadizos, en qué manos había caído ese pequeño reinado emblemático del sol y la música, o si no lo confundían con otro de silencio y de nieve, al otro lado de los Alpes, y de Austria y de Prusia y de Polonia y de Suecia y de las Thules ignotas que se extendían hacia los polos. Esas «Dos Sicilias» con que se llamaba a la Campania y a su mar, ¿no habrían abierto sus alas especulares en la mente ebria de algún poderoso ministro, haciéndole creer que se trataba de un espejismo, de un momento en el vuelo de una colorida mariposa cartaginesa? Quizá se habían dicho: ¡que una de las Sicilias se haga cargo de la otra, y olvidémonos de todo eso!

En efecto, después de la firma de la Paz de Viena todos los reinos y principados de los que se podía disponer en la mesa de negociaciones habían cambiado de manos una vez más. Las minúsculas soberanías se volvían fichas que los embajadores, hastiados de palabras, se pasaban unos a otros en silencio. Eran los napolitanos los que hablaban, los que hacían preguntas y provocaban respuestas: a fin de cuentas, los que iban al sur lo hacían para conversar y oír otras conversaciones: las cantadas.

La falta de delicadeza de las grandes potencias era asombrosa. Lo mismo les daba usar un país como recompensa a una lealtad o como presente griego a una hipocresía, como regalo de bodas, como símbolo tangible de un poder tan tenue como el éter, o incluso como amenaza y chantaje a un príncipe díscolo: muchos de ellos, después de una juventud disipada o combatiente, se habían visto en la alternativa de sentar cabeza y casarse con cualquier engendro dinástico, o bien enterrarse de por vida en algún valle remoto o aldea de pescadores que ostentase, por algún sinuoso desliz del destino medieval, el nombre de principado o ducado.

La Paz de Viena hizo de Nápoles algo así como un trofeo evocativo para el hijo de Isabel Farnesio, la vieja serpiente; el príncipe en cuestión se llamaba Carlos, y tiempo atrás había tomado las Sicilias por la fuerza, después de la victoria de Bitonto. En Viena su madre cedió alegremente Parma a cambio de la posesión efectiva de la bahía. Austríacos y franceses se opusieron a que los españoles volvieran a Nápoles, y llegaron al acuerdo perfectamente nominal de que las Dos Sicilias fueran un reino independiente, que casualmente tendría el mismo rey que España. Era una ficción tan absurda como todas las demás: el siglo había proliferado en sutilezas por el estilo. De hecho, el otro Carlos, el emperador de Austria, cedió esas tierras clásicas con la esperanza de obtener ayuda si la guerra que había iniciado, para su desdicha, con los turcos, se volvía incierta o catastrófica. Así sería, por supuesto, pero el emperador habría muerto para entonces. Un polaco había liberado Viena y había anunciado la extinción definitiva de la raza turca. Rodaba otro siglo, y los austríacos repetían sus errores más nefastos. (Los napolitanos especulaban perplejos sobre los turcos; un autor de la época afirmó que no existían.) Muerto Carlos, Austria también se embarcó en una querella de sucesión, como había sucedido en Polonia, y por supuesto Isabel Farnesio volvió a intervenir en la paz consiguiente, aliada a los franceses: porque tenía otro hijo y parecía desear que la tierra produjese un segundo Nápoles, o una segunda Sicilia, para darle la corona. De modo que la península volvió a cubrirse de españoles y austríacos disgustados entre sí, mientras los reyes, por su parte, morían plácidamente en la cama. Las familias reales se complicaban innecesariamente; cuantos más hijos tenían las reinas, más peligro había de que estallaran los estados. La prole real era una hidra de mil cabezas, cuyos cuernos asomaban de la tierra europea donde menos se lo esperaba.

Claro que en Nápoles, de cualquier manera, las cosas no se tomaban demasiado en serio. Las guerras pasaban como ráfagas y se desvanecían, siempre hacia el norte, donde estaba el corazón de los poderes. De aquí no se llevaban más que algunos jóvenes ansiosos por ver paisajes nuevos, ciudades y montañas. En la dorada campiña, en la bella ciudad blanca y roja, la vida proseguía inmutable, y las preocupaciones eran mucho más frívolas. No se venía a Nápoles sino por el vino y la música. Los sombríos españoles preferían Roma.

Pero, por supuesto, sobre Nápoles también llovía.

Un día de primavera, un día de lluvias vacilantes a la mañana pero torrenciales desde el mediodía, un coche de dos lindas mulas blancas avanzaba hacia el sur, obviamente desde Roma, y obviamente con destino a Nápoles, ciudad a la que se acercaba, salvo que cuanto más cerca estaba más empeoraban los caminos y más lento se hacía su paso. Debería haber arribado al mediodía, pero ya eran las dos o tres de la tarde y les faltaban varias leguas procelosas por cubrir. Como sucede en el Mediterráneo, el cielo nuboso, aun el más cargado, no oscurece la tierra; y cuando se desata el aguacero, la luz se hace intensa y hermosa, magnificada por el agua. Pero al viajero en el coche, y a los dos postillones empapados, esa claridad los hería y deprimía.

Hubo un súbito anegamiento de todo; entraban en una depresión, y vieron un mar de agua parda puntuada con perfecta asimetría por las gotas pequeñitas y pertinaces. El conductor del coche ignoraba el trazado del camino; solo lo veía alzarse un poco más allá, y calculó su trazado submarino. Lo hizo mal, como podía esperarse, y sobrevino un accidente. Nada se rompió, ni ejes ni ruedas ni pértigas: simplemente se cayeron, los caballos perdieron pie y sus grandes cuerpos chapotearon, mientras las cabezas expresivas se levantaban asustadas, torcidas como las de los cisnes, para no tragar el líquido. Los postillones cayeron por aquí y por allá, en posición de ranas, y el coche, una liviana carroza de viaje, se desarmó enteramente al reclinarse sobre el agua, como una caja con regalos que se abriera ante un homenajeado sonriente, salvo que aquí no hubo testigos, y si los hubiera habido no habrían sonreído, porque el caso era lamentable.

Sí, esta silla de postas era una verdadera bombonera de época, y frágil como tal. Al develarse su contenido aparecieron dos personas pegadas con telarañas de espanto al marroquí rojo de los asientos, a las molduras de las varillas de los cristales; uno de ellos era un caballero muy rojo, cuya gorra

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