Lo que hay

Sara Torres

Fragmento

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Mientras mamá moría yo estaba haciendo el amor. La imagen me asombra y me perturba. Mi madre se iba y yo me agarraba a algo desbocado, que persevera cuando lo que más amamos, lo que nos es más familiar, comienza a suspenderse y ya nos abandona.

Ella sobre mí, los muslos húmedos apretados contra mis caderas y esta mano dentro empujando. Su cuerpo todo empujando mientras un pecho se apoya en mi boca que lo recibe. Gime en sordina, aunque la habitación más próxima está vacía y nadie puede oírla. Desde el pasillo principal vimos la puerta abierta de la habitación contigua y la cama perfectamente hecha. Estamos casi solas, por azar parece que nadie se hospede aquí hoy, pero si dependiese de mí, habría cerrado toda la planta con tal de oírla gritar por una vez un grito entero. Observo el vientre suave, el pecho redondo y caprichoso, los ojos verdes. Mi mano es dura con Ella y es flexible: si la izquierda le sujeta los muslos, la derecha espera suave en los lindes para entrarle una vez más casi por sorpresa. Soy rápida fuera y soy rápida dentro, aunque por más ritmo y más vibración que ponga no consigo ese inicio de llanto animal que anuncie que ha llegado al límite entre lo que quiere y lo que puede aguantar.

Me hago fuerte solo sobre su cuerpo. Los músculos aletargados despiertan, nunca me canso. También soy una niña que recogía flores y volvía a casa con el vestido sin una arruga y la diadema bien colocada. Nunca subí a los árboles, no jugué con pelotas. En la montaña, a la yegua al galope no la llevaba al salto jaleando, ni le pedía más. Negociaba sus ansias con canciones y susurros, diciéndole bajito «suave» «tranquila» «ya suave» «ya vamos». En el deporte siempre protegí la cabeza con las manos, quise menos. Ella sin embargo pide ostentosamente y luego recula. Pide con los ojos abiertos, da órdenes. Siempre quiere más de lo que puede disfrutar, le atrae el espectáculo, pero el tacto la abruma. La levanto en brazos, la suelto para que se sienta caer, se apoya a horcajadas sobre mí. Amo esa imagen desde abajo. Quien ha mirado a una mujer desde abajo sabe a lo que me refiero.

Deseo darle lo que busca, aunque sospecho que tiene poco que ver con lo que pueda yo hacer ahora. Hablarle a su cuerpo no sirve; nos conectamos con ganas desesperadas, no llegamos a entendernos. Ahora que aún dentro me quedo quieta un segundo, parece agotada, buscándose entre movimientos cada vez más amplios y tristes. La mirada redonda se apena, ya no da órdenes, comienza a alejarse y eso me asusta. Así que la descabalgo suave en brazos y la acomodo entre las sábanas para poner la boca sobre Ella y que se rinda ya, se deje ir dejándome hacer lo que yo sé. Ahí soy lo más parecido a un retrato de mí misma. Mi hambre ciega: los ojos cerrados tocando por dentro y la boca llena, veloz, suave. Aprendí bien pronto por puro deseo, por pura fascinación de verlas encogerse y espirar en una convulsión que siempre, una vez tras otra, parece lo único que me importa en la vida.

Contra mí veo surgir al final el grito postergado como a regañadientes. Lo había estado guardando con celo a fuerza de no entregarse del todo. Me mira tensando el músculo bajo las cejas. No quiere que sus contracciones marquen el final de la noche y yo pueda entregarme al sueño esas pocas horas antes de tomar un vuelo que me lleve hasta mi madre.

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Tengo veintiocho años. Cuando le diagnosticaron el cáncer de mama a los cuarenta y tres, yo tenía dieciocho. A esa edad no podía aceptar que pudiese morir. Mi madre lo era todo. Todos los significados de mi vida estaban asociados o influidos por ese cuerpo. Saberla vulnerable me hizo sentir que también comenzaba a terminarme. Mamá había sido el animal más perfecto: la más bella, la más inteligente y fuerte. Yo perseguía esa estela, o me dejaba cegar y entonces me frustraba el poder absoluto de su voluntad. Como la palabra de Dios, su voluntad regía el mundo. Si siendo tan joven el cáncer quebraba fuerza semejante, su hija, más débil, tendría pocas posibilidades de sobrevivir a los embates de la vida. Tal era mi lógica tras el primer diagnóstico, y sigue siendo así. Son misteriosas las formas en las que una hija se identifica con el cuerpo de su madre.

La mañana del 6 de diciembre, el día que murió mamá en Gijón, en la casa de mi abuela, junto a sus hermanos y sus objetos de siempre, yo amanecía en aquella habitación de hotel en Barcelona. Los ojos abiertos y el corazón desbocado por la alarma del teléfono que anunciaba la salida de mi vuelo en apenas cuatro horas. Amanecía bajo un ornamento excesivo, una gran escultura blanca con forma de coral que hacía las veces de cabecero. Presidía la decoración de un cuarto rojo que interpretaba a su modo algún sueño de arquitectura japonesa. A mi costado izquierdo, el cuerpo de Ella murmuró un quejido blando, amodorrado contra la almohada. Miré la curva pequeña de la nariz y los párpados, y pensé que era extraño el privilegio de la intimidad compartida. Al fin se había entregado a un sueño dulce, no quedaba en su frente ni rastro de frustración. Justo en ese instante yo podía acercar la mano y acariciar los labios. El tacto era posible, justo en ese instante, y sería bienvenido. Todo está reciente ahora, soy capaz de recordar el rostro de Ella somnoliento aquellos días. Había algo hermoso e infantil en esa cara, una lentitud que anunciaba la profundidad de su descanso unida a la voluntad de no perderse un segundo de la desnudez de las dos antes de mi partida.

Mamá había sufrido una recaída del cáncer. La tercera en diez años, pero ninguna prueba médica lo confirmaba y aún no lo sabíamos. Cuando en una visita descubrí su delgadez perturbadora, imaginé lo que podía estar ocurriendo y comencé a viajar los fines de semana de Barcelona a Asturias para visitarla en casa de mi abuela, donde vivía desde que se separó de mi padre. Entre semana yo regresaba a Cataluña para impartir clases de Literatura Comparada en la universidad. Esos viajes no duraron mucho, poco más de un mes. No sé cuánto tiempo lo habría aguantado, pero de forma obstinada deseaba que durase, tener tiempo para vivir con todo detalle lo que estaba ocurriendo. Pocas veces conseguí tomar aire bajo tanta presión: tenía un trabajo nuevo, una tesis doctoral por terminar y una pareja aún residiendo en Londres, la ciudad desde la cual me había mudado ese mismo septiembre.

Sola, en Barcelona, no podía descansar. Me desvelaba a cada hora y a las cinco de la mañana me quedaba ya despierta por el resto del día. Para intentar dormir, algunas noches alquilaba habitaciones de hotel. En dos meses gasté todos mis ahorros. Mis gestos de derroche eran una mezcla peculiar entre la supervivencia más elemental y el lujo. Las habitaciones de hotel son una especie de celda monacal donde soledad y vida en común se ordenan bajo la rutina del baño caliente, la toalla limpia, el desayuno después de las siete y antes de las once. Identidad y pasado se diluían ahí y, protegida, podía también desear sin sentir demasiada culpa, reír de manera inocente, permitirme el esnobismo y la alegría. La tarde del día 5 de diciembre entré en un hotel boutique del centro de Barcelona y dormí a desho

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