No somos como ellos

Christine Pride
Jo Piazza

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Cuando nota el impacto de las balas, primero en el brazo y luego en el estómago, la sensación no es la que siempre había imaginado. Porque, por supuesto, como cualquier chico negro criado en ese barrio, él la había imaginado. Había pensado que sería algo caliente y acerado, como un navajazo; en cambio, todo su cuerpo se enfría, como si alguien le hubiera rellenado las entrañas de hielo.

La sangre también supone una sorpresa, no por la gran cantidad —había fantaseado con un charco de sangre a su alrededor—, sino precisamente por lo contrario: apenas un reguero cálido y pegajoso que salía de debajo de la chaqueta cuando se desplomó en el suelo.

Oye pasos firmes y voces que se acercan: son dos. Uno está llamando a una ambulancia. Hablan en voz alta y rápido, no con él sino entre sí.

—Mira su carnet.

—No, no lo toques.

—¡Mierda!

Y luego:

—¿Dónde está el arma? ¡Cógele el arma!

Uno de ellos lo repite una y otra vez.

«No hay ningún arma». Él quiere explicarlo, pero no consigue pronunciar ni una palabra.

Llevaba los cascos puestos, con Meek Mill sonando a toda leche, cuando creyó oír gritos y percibió unos pasos resonando en el callejón. Se volvió, e instintivamente se llevó la mano al bolsillo para bajar el volumen de la música. Eso fue una estupidez. Lo sabía de sobra. «Nada de movimientos súbitos. No seas una amenaza. Haz lo que te digan». Su madre se lo había inculcado desde que empezó a andar. Sin embargo, ni siquiera tuvo una oportunidad: su mente se movió mucho más despacio que las balas.

A su cabeza viene una imagen: su cara en las noticias. Sabe a ciencia cierta qué foto escogerá su madre: la foto de curso del año anterior, cuando terminó octavo. A ella le alegró que por fin hubiera salido sonriente, porque solía mantener la boca cerrada para ocultar el hueco entre los dientes, a pesar de que justo la semana anterior había oído que Maya, que hacía cola detrás de él en la cafetería, lo había calificado de «mono». Visualiza a Riley Wilson, la guapa presentadora del Canal Cinco, con sus brillantes labios rojos y esa voz suave como el chocolate fundido: «Justin Dwyer, de catorce años, fue abatido anoche por los disparos de dos agentes de la policía de Filadelfia…».

Observa su teléfono en el suelo a su lado, la pantalla rota forma una telaraña de grietas. Durante un segundo lo asalta el pánico: su madre había dejado bien claro que era el último móvil que le compraba. Y entonces la verdad se le aparece con la misma rapidez: ya no importa. En la mochila tirada junto al teléfono lleva un polo que aún no ha estrenado, el que se compró con su paga, diez pavos a la semana por sacar buenas notas, hacer la compra y preparar la cena las noches que su madre dobla el turno. Lo asusta pensar que igual jamás podrá ponérselo. Tiembla con espasmos nerviosos, como cuando se le acaba el tiempo en un examen. Hay tantas cosas que ya no llegará a hacer: conducir un coche, ver el océano, follar. Y al oír el aullido de las sirenas, el temblor se vuelve incontrolable.

Intenta no pensar en su madre. Sabe cómo será su llanto porque lo oyó cuando murió su padre hace cuatro años. No podrá consolarla como hizo entonces, frotándole la espalda, repitiéndole «No pasa nada, no pasa nada» aunque no fuera verdad, aunque lo aterraba haberse convertido de repente en el hombre de la casa.

«No pasa nada. No pasa nada». Se susurra esas palabras a sí mismo porque no hay nadie más que pueda hacerlo. Los agentes están cerca, tiene sus botas reglamentarias a la altura de los ojos; sus voces flotan y se alejan, mezcladas con el pitido de las sirenas y las conversaciones de las radios. Uno de ellos se arrodilla a su lado.

—Aguanta, chico. Te vas a poner bien. Aguanta, por favor.

Él quiere decirles su nombre. Si saben su nombre, se sentirá menos solo. Peor que el dolor o incluso que el miedo es la sensación de estar más solo que nunca.

En el cielo brumoso se ve una única estrella, que le recuerda la luz de la pecera que tiene en su habitación. Es algo en lo que centrar la atención, algo a lo que aferrarse hasta que pase lo que tenga que pasar.

1. Riley

1

Riley

«Los blancos no son de fiar». La voz de mi abuela resuena en mi cerebro sin yo saber muy bien por qué, con ese deje meloso de Alabama que conserva pese a que lleva casi una vida residiendo en Filadelfia. Juro que puedo sentir su hálito caliente en el oído. Sucede cada vez con más frecuencia en los últimos tiempos, desde que, hace dos semanas, Gigi se desmayó en el butacón de pana donde todas las tardes veía religiosamente Judge Mathis. Puede que se encuentre en el hospital Mercy sometida a diálisis periódicas, con un pronóstico que los médicos califican de «reservado», pero también está en mi oído, con sus sensatos consejos y sus frases predilectas dichas al azar. «Lleva siempre un poco de dinero suelto encima». «No beses a un hombre de dedos finos». «Nunca bebas más de dos copas de un licor oscuro». A veces se muestra un poco más directa, como esta mañana, cuando pasé por el hospital y ella me soltó: «Cielo, esa falda es un poco corta, ¿no?».

Me miro la falda y me digo que quizá sí sea un poco corta para ir a trabajar. Tiro del dobladillo, y luego me obligo a olvidarme de todo y cruzo la doble puerta de la emisora con el mismo ímpetu que un crío que va a jugar al hockey. Arriba todos están enfrascados en la emisión de las seis de la tarde. Por primera vez en semanas he conseguido organizarme para no tener que ponerle voz a un reportaje o a una conexión en directo, para salir a una hora decente y por fin encontrarme con Jen. Aun así, ya llego veinte minutos tarde. Saco el teléfono para avisarla de que voy de camino y para saber si ella ya ha llegado.

Es tarde incluso para una chica de color. Ven para acá enseguida!

«Muy graciosa, Jen…, graciosa de verdad». Pongo los ojos en blanco, divertida. ¿Por qué le hablé del concepto de la puntualidad que tenemos la «gente de color»?

Me paro en el semáforo de la esquina, a la sombra de un cartel gigantesco donde aparece el equipo humano de la KYX Action News. Al mirar la cara de Candace Dyson, del tamaño de un planeta pequeño, y el brillo de su sonrisa iluminada por el sol vespertino, me viene a l

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