20.58 de la noche.
Faltan tres horas para la tragedia.
Los gritos de los niños justo después de explotar los petardos resuenan por las calles empedradas de Calella de Palafrugell. Comienza la noche más mágica del año y el pueblo, vestido de un blanco inmaculado, se ha preparado para la ocasión: el escenario de la plaza ya acoge a los primeros curiosos que no quieren perderse la verbena y el discurso del alcalde a medianoche. La banda de música del pueblo hace sonar sus tonadas y la gente baila a su alrededor con cerveza y vino en la mano. Los muchachos con sus bicicletas hacen corrillo, mientras las chicas se acercan no sin antes mirarse en el reflejo del cristal del estanco. Algunas familias preparan sus hogueras en la playa antes de que repiquen las campanas de la iglesia, momento en el que se lanzarán los fuegos artificiales y dará comienzo la Noche de San Juan. La familia Serra está en casa. Llevan viviendo en el pueblo toda la vida. El padre trabaja en el quiosco, la madre es cajera del supermercado. Juntos compraron esa casa poco después de casarse, pequeña pero cálida, situada en un callejón empinado cerca del centro de la localidad. Las paredes claras resplandecen en el anochecer en contraste con las tejas oscuras. Con el paso de los años han convertido aquella humilde morada en un hogar, un refugio. Allí han criado a sus dos hijos: Ferran, de dieciocho, y Biel, de casi dos años. Los abuelos tampoco han querido perderse la cena, han llegado pronto para ayudar en lo que puedan y, de paso, estar aún más tiempo con su nietecito. Isabel, la madre, está terminando de empolvarse la cara frente al espejo; va guapísima, lleva un vestido largo de seda verde que se compró con su último sueldo.
—¿Qué tal esta? —Josep, su marido, se acerca y le muestra una camisa azul oscuro. Su mujer sabe que ha cogido la primera que ha encontrado en el armario.
—Ponte la del bautizo de tu hijo, anda, que está más nueva.
—¿La granate? —le pregunta extrañado.
—Sí, Josep. La granate.
—Lo que tú digas, querida.
Este año no ha sido muy bueno para la familia. Ferran se fue el pasado septiembre a estudiar a Gerona y la madre lo está pasando fatal. Él tenía claro que quería salir de Calella. Después de trabajar de camarero en el bar de la plaza, consiguió un buen pico para buscarse un piso compartido en la ciudad y matricularse en la carrera que le gustaba: Periodismo. Además, ahora tiene pareja. En enero le contó a sus padres que le gustaban los chicos. Isabel cogió un gran disgusto en el cuerpo y se encerró un día entero para llorar. Hasta las vecinas del pueblo la notaron algo extraña en el supermercado. Pero ella no dijo nada, no quería compartirlo con nadie y menos con ellas, para que todo el pueblo comentase. Allí reinaba esa ley absurda de que lo que no querías que se supiera era mejor que ni lo comentaras. Josep le pidió a su hijo que le diera un poco de tiempo a su madre; al final, ella misma se daría cuenta de lo mal que había reaccionado.
—¡Está obsesionada con el qué dirán en el pueblo! —le gritó Ferran.
—No grites, hostia —le contestó el padre.
—Es verdad, siempre pensando en lo que comentarán, o si nos criticarán las cuatro viejas que viven en este pueblo. Por eso me fui de aquí, papá, ¡por la puta gente!
Pero claro, en realidad en el pueblo todo se sabía. La homosexualidad de Ferran era un secreto para su familia, pero no para el resto. Y él era muy consciente de ello, pues había sufrido ciertas discriminaciones e incluso insultos por parte de otros jóvenes, y también de algún adulto. Ese año había sufrido mucho por ser la diana de las burlas y por ocultar a su familia algo que resultaba tan importante para él. Por eso necesitaba salir de allí y continuar su vida en un lugar cercano pero a una distancia suficiente.
Después de aquel anuncio y de hablar muchas noches en la cama con Josep, su madre entró en razón. La calma del padre, traducida en sus espesas cejas negras y sonrisa ancha, acabó por inundar el corazón de Isabel, que a los pocos días llamó a Ferran para pedirle disculpas por su reacción, y le dijo que a ella lo único que le preocupaba era que sufriese, que le pudiesen hacer daño, pero que por nada del mundo quería estar enfadada con su hijo. Lloraron ambos al teléfono y ella le pidió que fuera más a menudo a verlos, que juntos harían frente a cualquier vicisitud.
A Isabel le correspondía explicárselo a Carmen, su madre y la abuela. Carmen representaba el conservadurismo. Asistía a misa siempre que podía y en sus plegarias ponía el porvenir de su familia en manos de Dios. Creía en él de manera ferviente, y si creía en él, también en sus mandamientos y en todo lo que la Iglesia profesaba en su nombre. Pero ante todo era abuela y, como tal, adoraba a sus nietos y sabía desde hacía un tiempo que algo pasaba. Así que cuando Isabel se lo contó, sí se ruborizó, pero no se sorprendió.
—¡Josep! ¡Corre! Ve a abrir —le grita Isabel desde el baño—. ¡Tiene que ser Ferran!
Josep está viendo el especial de noticias en directo que hacen cada año en la Noche de San Juan, a su lado está sentado en su pequeña butaca Biel, junto a sus abuelos, que no le quitan ojo mientras juega con su juguete favorito: un elefante de color azul que ellos mismos le regalaron cuando nació. El salón-comedor es pequeño pero práctico, con un sofá de tres plazas y dos sillones orejeros bajo las ventanas que dan al callejón, una mesa camilla redonda cubierta por un tapete bordado y una sólida librería en la que restalla encajado el gran televisor. Marcos de fotos de toda la familia ocupan los pocos huecos libres del mueble, retratos entre los que destaca la cara angelical de Biel.
Isabel tuvo al pequeño Biel hace relativamente poco. Su llegada fue una alegría tremenda para la familia. Desde pequeño, Ferran había querido tener un hermano, pero sus padres no pasaban por un buen momento, la crisis económica sumada a la deuda contraída por el hermano de Josep hizo que tuvieran que prestarle una gran cantidad de dinero. Cuando con el paso del tiempo se fueron recuperando, Ferran tenía ya doce años. Decididos en ese momento a intentarlo, Isabel tuvo la mala suerte de sufrir un aborto. Aquello la hundió, se apagó durante casi un año, dejó el trabajo y no quiso salir de casa. Las amigas iban a verla y la animaban para que volviese a ser la que era, pero ella no encontraba ningún motivo. Tenía treinta y cinco años.
Poco a poco empezó a salir de casa, no quería perderse la vida de Ferran: su primera comunión, el primer día de instituto, las excursiones familiares... Cinco años después, la noche del decimoséptimo cumpleaños de Ferran, toda la familia y amigos se reunieron en Calella y pidieron a Maika, la dueña del bar donde iban a celebrarlo, que no aceptase reservas esa noche. Las amigas de Isabel la ayudaron a preparar muchísima comida, querían dar la noticia a todo el mundo: Isabel estaba embarazada. Ferran, al enterarse, no pudo contener las lágrimas, iba a tener un hermano. Lo que él siempre había deseado, un hermano al que proteger y cuidar.
—¡Hijo mío! —exclama el padre acercándose a darle un abrazo a su hijo.
—Hola, papá —le contesta él mientras su padre lo estrecha contra su pecho.
Ferran tenía muchas ganas de estar unos días con su familia en Calella de Palafrugell. En la Noche de San Juan el pueblo adquiría un encanto especial. Acudía gente de los alrededores de Barcelona para vivir aquella noche mágica. Los únicos dos hoteles que había en el pueblo, el Sant Roc y el Port Bo, habían colgado el cartel de COMPLETO dos semanas antes de la fecha. El pueblo había anunciado a bombo y platillo los festejos y nadie quería perdérselos. Era el comienzo del verano.
—¿Dónde está mi pequeño? —pregunta Ferran dejando la maleta en el salón y un paquete de regalo enorme junto a ella.
—¡Biel! Mira quién ha venido —dice la abuela cogiendo de las manos al niño, que ya comenzaba a andar.
Ferran se echa al suelo y lo abraza. Cuando estaba en Gerona hacía a menudo videollamadas con sus padres para ver al pequeño a través del móvil y comprobar su evolución. Biel señalaba con el dedo a la pantalla e intentaba pronunciar algo parecido a su nombre: «Fe... ran».
—¡Pero si estáis aquí! —dice Ferran mirando a sus abuelos—. No sabía que veníais a cenar.
—Tu madre, hijo, que se ha empeñado.
Los abuelos de Ferran han vivido siempre en Calella, tienen su casa en la parte más alta del pueblo. Considerada entre las mejor valoradas, siempre dicen que se la dejarán a él cuando ya no estén. Las vistas desde allí son increíbles: si te fijas bien, se ve el faro de San Sebastián, en Llafranc, que está a diez minutos en coche. Por la noche te dejan sin habla.
Isabel baja apresurada las escaleras y llega al salón, allí ve a su hijo, abrazado a su inseparable hermano. Se da cuenta de que está más mayor, se ha dejado un poco la barba. Ahora se ven menos, pero sabe que en Gerona Ferran está bien y feliz.
—Estás guapísimo, hijo mío —le dice mientras se besan.
—Me encanta tu vestido, mamá —le contesta él.
—El único capricho que me he podido permitir este año —dice mirando a Josep—, pero bueno, ya nos sacarás de pobres, querido —dice bromeando la madre—. ¿Cómo han ido los exámenes?
—Bastante bien. Estoy esperando a saber si me dan o no matrícula de honor en Teoría de la Comunicación.
—¿Has oído, padre? —dice casi gritando Isabel—. ¡Tu nieto esperando una matrícula de honor!
El hombre se saca un pañuelo de tela de la camisa, siempre lleva uno encima, y se seca las lágrimas; ver a sus dos nietos allí y que al mayor le vaya tan bien le emociona. Últimamente está más sensible de lo normal. En el deterioro de su piel comprueba el paso de los años. El movimiento cada vez más lento de sus huesos acusa el veloz paso del tiempo. Sabe que la vida ya le ha dado todo.
—Abuelo, ¡no llores! —le dice Ferran.
—Venga, vamos a sentarnos, que se va a enfriar la cena —dice Carmen.
21.46 de la noche.
Faltan dos horas para la tragedia.
Ferran escribe un mensaje; todavía no ha avisado a Marc de que ha llegado y que está todo bien. Mientras teclea, sonríe. En su hogar todo está en orden y eso le hace feliz. Le ha enviado una foto de Biel con el triciclo que le ha llevado por sorpresa. Fue Marc quien lo eligió, después de estar buscando horas y horas algún juguete que le pudiera hacer ilusión al pequeño. Marc le contesta con emoticonos sonrientes y le dice que ya le echa de menos.
En el pequeño salón de la casa está toda la familia preparada para cenar. Nada ha cambiado. Los muebles que decoran la estancia fueron regalo de boda de los abuelos a Isabel y Josep. Los conservan intactos. Ella los limpia diariamente con una gamuza especial, menos el sofá, para el que usa un cepillo de púas de pelo de camello, un producto novedoso que llegó al supermercado del pueblo y al que ella, rápidamente, le vio la utilidad. Mientras están en la mesa, la televisión autonómica conecta en directo con un reportero joven que está en la plaza del pueblo; al fondo se ve el gran escenario con banderolas y farolillos. El periodista informa de que en menos de dos horas allí se congregará mucha gente para escuchar al alcalde y dar comienzo a la posterior fiesta de fuegos artificiales y hogueras en la playa.
—¿Qué es lo que han montado en la plaza? —pregunta Ferran mientras se mete el móvil en el bolsillo—. Lo he visto al entrar al pueblo.
—Máximo, el alcalde, ya lo conoces: como viene la prensa se gasta la mayor parte del dinero en tonterías. Este año la televisión va a retransmitir la verbena desde Calella, y viene el grupo ese de música que está sonando siempre en la radio, quiere que este pueblo sea el más conocido de toda la costa, y así nos va, todo lleno de guiris y turistas que entorpecen.
—Madre —la corta Isabel—, eso también nos viene bien. Los turistas vienen aquí y gastan dinero en las tiendas y en el supermercado. Que te diga Josep cómo se pone el quiosco.
—Yo no sé la cantidad de imanes y postales que he vendido hoy —comenta el padre.
—¿Aún se siguen enviando postales? —pregunta Ferran.
—Pues claro, a sus amigos franceses, diciéndoles dónde están pasando el verano. Yo eso lo hacía con tu madre, ¿te acuerdas, Isa? Mira, tú podrías hacer lo mismo con...
La madre abre bien los ojos y le da en la espinilla a Josep. Ferran se ríe. Antonio, el abuelo, lo mira extrañado.
—Qué bueno está el asado, Josep. Madre de Dios —dice Carmen.
—El mío está mejor —sentencia Antonio.
—¡Anda ya! —le responde Carmen, dándole un codazo.
Ferran observa a Biel, que se ha empeñado en cenar sentado en el triciclo que le acaba de regalar su hermano. Desde que se lo ha regalado, el pequeño ha estado todo el rato dando vueltas por el estrecho pasillo que separa la cocina del salón. Y allí está ahora, en una mesa pequeña que le ha preparado su madre, con el babero puesto, e Isabel va haciendo viajes de una mesa a la otra para que se termine el plato de pollo que le ha triturado en la batidora. La familia cena, ajena a los estruendos ocasionados por los petardos unas calles más abajo. Según marca la tradición, la Noche de San Juan has de encender una hoguera y saltarla, y en el momento en el que estás sobrevolando las llamas debes pedir un único deseo.
La playa ya está recibiendo a las primeras familias, cada una tiene ocupada una parte para hacer su hoguera con algunas maderas que han conseguido durante los días previos. La familia Serra está terminando de prepararse para salir a la gran cita. Según el programa de fiestas que encontraron en el buzón, a las 23.50 tendrá lugar el discurso del excelentísimo Sr. Máximo Capdevila, elegido alcalde de Calella por segunda vez consecutiva. A las 0.00, el padre Gabriel, cura estricto pero querido por todos, pues lleva en el pueblo más de cuarenta años, hará sonar las campanas de la iglesia y dará comienzo el castillo de fuegos artificiales y petardos. Este año, como novedad, lo acompañará el padre Borja, un joven cura enviado por la diócesis de Gerona con el fin de que vaya aprendiendo para suceder al ya anciano padre Gabriel.
Ferran sube a su habitación a dejar la maleta, los abuelos esperan abajo junto a Josep y su nieto Biel. Isabel se dirige a su cuarto para terminar de arreglarse. Antes de apagar la luz del baño se ve reflejada en el espejo que hay sobre su cómoda. Sobre esta hay varios marcos de fotos: en uno sale Ferran tomando la primera comunión en la iglesia de Sant Pere de Calella; a la izquierda, una de su graduación, hace un año, y a la derecha, una fotografía de Biel en el hospital de Palamós el día que nació. Isabel se acerca al mueble y la coge. Biel nació muy pequeñito, no pesó ni dos kilos. Fue una noche de mucha lluvia, la recuerda como si fuera hoy mismo. Isabel cierra la puerta de la habitación y va a reunirse con el resto de la familia, que ya está abajo preparada para ir a la verbena. Las luces de la casa se apagan, Josep cierra la puerta con llave y se marchan calle abajo en dirección a la plaza. Los abuelos van cogidos del brazo, han vivido ya muchas noches como la de hoy a lo largo de su vida, pero saben que cada año es muy especial. Ferran va con Biel, que sigue sin poder separarse de su triciclo nuevo y tampoco de su hermano. Isabel observa el cuadro familiar en el reflejo de los cristales de las casas bajas que hay antes de llegar a la plaza. Josep la mira, sabiendo lo mal que lo ha pasado y teniendo claro el deseo que pedirá esta noche cuando salte la hoguera: que por fin sean felices, sabe que es algo que se merecen. La familia pasa por delante del callejón que se bifurca en otras dos calles más estrechas sin percibir que hay alguien dentro de una furgoneta antigua esperando que se alejen de la casa. La puerta del vehículo se cierra. El que está dentro sabe perfectamente lo que tiene que hacer, pero ha de ser rápido, la gente está tomando el mismo camino en dirección a la plaza y todos pueden pasar por allí. El individuo espera al lado de unos contenedores a que pase una familia que vive dos puertas más arriba. Con el camino libre, mira el reloj: son las 23.43.
La plaza, a pie de playa, está a rebosar. Los restaurantes que la rodean tienen el cartel de COMPLETO. La familia se queda atónita. Este año hay más gente que nunca, el alcalde debe de estar pletórico al comprobar que su plan de atraer turistas al pueblo ha funcionado. Raro era el día que encendías la televisión y no aparecía en el programa matinal hablando de la tranquilidad con la que se vive aquí, opinando acerca de otros pueblos; si te tomabas un café en el bar Las Anclas, en la misma plaza, te lo encontrabas saludando a todo el mundo. Para la mayoría del pueblo era un bienqueda, pero también eran conscientes de que hacía que el pueblo escalara puestos en la lista de los rincones con más encanto del país. Por eso seguían eligiéndolo, por eso esta noche es muy importante para él, es el resultado de lo que se propuso hace tiempo: hacer que el pueblo apareciera en los mapas como un referente.
El alcalde Máximo Capdevila está conversando con el padre Gabriel, a veces no puede evitar que la vista se le vaya a la mancha de nacimiento que este tiene en el cuello, pero en cuanto se da cuenta vuelve a mirarle a los ojos. La llegada del padre Borja lo distrae. El alcalde contempla al recién llegado con cierto escepticismo. Le insiste al padre Gabriel que instruya al joven adecuadamente, dada la importancia del acto, del ritmo, de la coordinación. Los fuegos artificiales han de salir tras los maizales, donde se sitúan para que no haya peligro, justo después de su discurso, ni anticiparse ni hacerse esperar. El padre Gabriel asiente y sonríe, seguro de que el padre Borja lo hará bien. El joven se muestra despierto y concentrado, no quiere decepcionar a la diócesis ni al padre Gabriel, al que conoce desde niño, ni al alcalde. Máximo no desea correr ningún riesgo esta noche. El padre Gabriel le da una palmada amistosa en la espalda y se dirige con el padre Borja al interior de la iglesia. Faltan pocos minutos para que dé comienzo el espectáculo.
23.50 de la noche.
Faltan diez minutos para la tragedia.
Mientras la familia coge sitio en la plaza, Ferran y Biel se alejan del tumulto y se acercan al paseo, desde donde ven tanto el escenario como la playa y las hogueras ya encendidas. Las luces de las fiestas y las farolas juegan con el brillo de las llamas y juntas lamen las fachadas blancas de las casas de primera línea de playa, que se abren junto al paseo para formar la plaza circular. De no ser por la gran cantidad de gente que hay en ella, veríamos los adoquines de colores terrosos dibujando filigranas desde el paseo de palmeras hasta los pilares del ayuntamiento o la iglesia. Ferran y Biel se aproximan a las hogueras, pero sin adentrarse mucho en la playa. Quienes las rondaban ahora se dirigen a la plaza para escuchar al alcalde. Niños, padres, jóvenes, mayores... Nadie quiere perderse la fiesta de esta noche. Al entrar en la plaza les han entregado unas bengalas para que las enciendan al sonar las campanas. Máximo hace su entrada triunfal en el escenario y es aplaudido por todos. Se acerca al micrófono y se aclara la garganta.
—Buenas noches a todos, queridos amigos, familias, niños y niñas. Gracias por acompañarnos en una noche tan especial y bonita como la que tiene lugar hoy aquí en nuestro pequeño tesoro frente al mar. Hace cinco años me elegisteis vuestro alcalde y cada año me demostráis vuestro apoyo, no sabéis lo orgulloso que estoy al sentir el cariño del pueblo en el que nací de una forma tan honesta, sincera y leal. Hace unos años prometí que nuestro pueblo, Calella de Palafrugell, sería un referente nacional, que vendría gente de todos los puntos del país a conocer el encanto que ofrece: playas y calas preciosas, gastronomía inmejorable, paseos y rutas para los más aventureros.
Mientras va enumerando los atractivos del pueblo, mira a los que hoy le acompañan, hay muchas caras nuevas que quizá decidan trasladarse a vivir al pueblo. El alcalde está en pleno discurso cuando alguien se acerca lentamente por el pasillo de arcos del lateral de la plaza. Lleva algo en la mano, algo necesario para completar ese plan que tanto han estudiado. Mira su reloj: las 23.56. En cuatro minutos todo habrá acabado, no puede cometer ni un fallo o el plan se irá al traste. Oculto entre los arcos, decide avanzar poco a poco; pasa desapercibido porque todas las miradas están puestas en el alcalde. Pero hay alguien que lo ve, alguien demasiado pequeño para diferenciar el bien del mal.
—Y por eso, familias —concluye el alcalde su discurso—, hoy es una noche para que celebremos, brindemos, festejemos y, sobre todo, pidamos nuestros mejores deseos. ¡Feliz Noche de San Juan!
El alcalde se gira y mira hacia el campanario mientras la gente aplaude. Las campanas repican. Son las 23.59. Faltan diez segundos para la medianoche. Es la hora. Ferran y Biel siguen en el mismo sitio, mirando al cielo para contemplar los fuegos artificiales. Isabel y Josep se encuentran en el centro de la plaza, entre la multitud, con el sonido de las campanas de música de fondo. Isabel mira a sus dos hijos: Ferran al lado del pequeño Biel en su triciclo. Le hace feliz verlos, sabe lo mal que lo ha pasado para llegar hasta aquí. Carmen y Antonio, los abuelos, sentados en las sillas que ha facilitado el ayuntamiento, esperan con ansia el castillo de cohetes que dará comienzo en cualquier momento. De repente las luces del pueblo se apagan, la plaza se sumerge en una oscuridad absoluta y entonces... ¡PUM! Un estruendo sacude la plaza, todos se estremecen y el cielo se ilumina. Las casas de Calella de Palafrugell se tiñen de rojo y la gente aplaude boquiabierta ante el festival de color que está iluminando el pueblo. Ferran saca el móvil, quiere enviarle un vídeo a su pareja. Le encantaría que estuviese allí con él. Mientras graba cómo estallan los colores en el cielo, su cara se ilumina al compás, embobada con el espectáculo de pirotecnia. A Marc le encantará verlo. El pequeño triciclo de Biel en ese momento echa a andar: el niño ha visto algo que le gusta. Ferran pierde de vista a su hermano, atento en su lugar al móvil. Mientras tanto, Biel se dirige hacia los arcos. Los fuegos siguen estallando, iluminan unos segundos y después vuelve la oscuridad. Isabel y Josep se besan, felices ante aquel espectáculo tan bonito. Hoy sienten que sus deseos se van a cumplir, nada puede con ellos. Carmen y Antonio están cogidos de la mano, saben que el tiempo es un tesoro que deben cuidar, y ellos así lo han hecho durante todos esos años, desde la primera vez que vivieron juntos la Noche de San Juan hace más de cincuenta años. Los colores azules, naranjas y verdes tiñen también el mar y a las personas que se bañan en él, observando desde ahí el festival de colores. Ferran está satisfecho con su vídeo y se lo envía a la persona amada. Es entonces cuando baja la mirada y se da cuenta de que ni su hermano ni el triciclo están a su lado. Se le hiela la piel. No puede ser. Mira a su alrededor mientras la oscuridad se apodera de nuevo del pueblo: los fuegos artificiales están acabando. Aprovecha el estallido de un cohete rojo para salir corriendo por una de las calles que sale de la plaza. Los abuelos lo ven cruzar repentinamente por delante de ellos con la cara descompuesta. No saben qué le sucede. Llega al final de la calle Gravina, la calle principal del pueblo, con el deseo de que otro estallido la ilumine. Espera. Espera. Cierra los puños, necesita luz y necesita que cuando el fuego estalle su hermano esté ahí, con su triciclo. La calle se ilumina de azul, pero está vacía. La traca final llena el cielo y el pueblo de luz. Ferran sigue corriendo de un lado a otro, sin rumbo fijo, hasta que decide volver a la plaza. No sabe qué más hacer. Carmen y Antonio acuden a su encuentro.
—¡Hijo! ¿Pero qué pasa? —le pregunta la abuela.
—Es... es...
Antonio rápidamente entiende lo que ocurre.
—¡BIEL! —grita el abuelo.
Carmen mira a su marido, que se dirige hacia los arcos. Los fuegos mantienen la luz, pero durará muy poco. Ya están terminando. Antonio corre tanto como puede. Se trata de su nieto. De su Biel. Carmen corre hacia el centro de la plaza y llama a gritos a su hija. Isabel se gira con una sonrisa en la cara, pero ve en los ojos de su madre la mirada del pánico, llena de terror. Y entonces entiende que algo no va bien. Suelta la mano de Josep aprisa y empieza a empujar a la gente que la rodea y que aún contempla el final del espectáculo de pirotecnia. Consigue llegar hasta la abuela y esta la coge por los hombros.
—Es Biel. No saben dónde está.
Ferran sale apresuradamente detrás de su abuelo y recorre de nuevo las calles aledañas, con una sensación en el pecho que no le deja ni respirar. Necesita encontrar a su hermano, ver el triciclo para saber que solo ha sido un susto, que todo está bien. Pero eso no ocurre. Las calles están vacías, se escucha algún ladrido de perro asustado por el estruendo de los cohetes, pero nada más. Y entonces oye algo que le hace romperse un poco más: a Isabel gritando en la plaza. Acaba de enterarse. Ferran vuelve deprisa, la gente está acercándose a la familia, no entienden qué pasa. Cuando Ferran entra en la plaza, Isabel tiene un ataque de pánico.
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! —exclama sin cesar.
El alcalde baja corriendo del escenario y se abre paso entre la gente para llegar hasta la madre, a la que conoce muy bien.
—Pero Isabel, ¿qué pasa? —pregunta sobresaltado.
—¡Mi hijo no está! —no para de repetir, y sigue como puede a Carmen y a Josep, que intentan salir de la plaza. Hasta ellos llega Ferran, conmocionado.
—Estaba... con él..., estaba aquí, aquí mismo —dice señalando el lugar donde se encontraba con el pequeño— y de repente, no... no sé. No... no lo entiendo. —El hijo mayor de la familia no puede ni hablar. Está en shock.
—¡Antonio! —La abuela ve llegar a su marido.
—Ni rastro —dice el abuelo, cansado de tanto correr.
La gente que está allí no sabe lo que pasa. Algunos siguen ajenos a lo que ocurre. El alcalde sube deprisa las escaleras de madera del escenario y se acerca al micrófono.
—Hola. Hola —dice dando unos golpecitos al micrófono—. Por favor, os pido máxima atención. —El silencio se hace inmenso—. Un niño pequeño se ha perdido, es el hijo de los Serra, Biel. Seguramente anda por aquí desorientado, os ruego que ayudéis a la familia a dar con él. Tiene que estar en alguna de las calles cercanas a la plaza. Miren también en la playa.
Un gran murmullo se apodera de la plaza, el hijo pequeño de Isabel, la del supermercado, no aparece. ¿Pero cómo es posible? Por inercia, las familias se agrupan y cogen en brazos a sus hijos más pequeños.
Rápidamente comienzan a dividirse para recorrer las calles y la playa. En pocos minutos, las calles Gravina, Miramar y Lepanto se llenan de gente, todos gritan el nombre del niño. Miran en cualquier rincón que se les pasa por la cabeza: callejones, patios, interiores de coches que están mal aparcados... Ni rastro. Los vecinos avanzan por el pueblo que ya ha recobrado la luz. Mientras, la familia del pequeño busca desesperadamente en la playa: Biel no sabe nadar. Incluso el padre Gabriel y el joven párroco en prácticas han bajado del campanario a toda prisa al enterarse de la noticia después del repique de campanas. Miran entre las barcas y las rocas, saben que él solo no ha podido llegar hasta allí, pero tienen que revisarlo todo. El alcalde ha llamado a la policía, que ya anda patrullando por la zona. En pocos minutos las luces azules de dos coches aparecen en la plaza. Un hombre bien entrado en años baja del primer vehículo con un cigarro en la mano y cara de haber dormido poco esa semana. Es el teniente Alcázar de la policía local de Calella de Palafrugell. Del segundo coche sale un chico muy joven, no llega a la treintena, un poco patoso, casi tropieza al salir. Es el agente Daniel Redondo, que consiguió entrar en la academia a la primera, y cuando le tocó hacer las prácticas, había una plaza libre en Calella. Había visto que era un pueblo precioso, tranquilo y a una hora y media de Barcelona. Llevaba dos meses en el pueblo y a lo más que se había enfrentado era a poner multas y avisos de la grúa. El teniente Alcázar lo dejaba revisando expedientes, haciendo limpieza del archivo y patrullando por la noche mientras él siempre se retiraba dos horas antes. Redondo no se quejaba, cobraba bien, ponía las multas pertinentes y descansaba en una casa bastante grande que había alquilado en el pueblo, tenía veinte días de vacaciones y quería aprender todo lo posible del teniente Alcázar, un hombre que llevaba más de cuarenta años de servicio.
La noche de ese 23 de junio no se le olvidará nunca a Daniel Redondo. Es la primera vez que está frente a algo tan grande sin saber aún que lo es. Un menor de casi dos años se ha perdido sin dejar rastro, no se ha encontrado pista alguna que señale el paradero del pequeño. Hay mucho trabajo por delante, pero, sobre todo, muchas preguntas.
La familia del niño se encuentra a pocos metros de él, alrededor de Isabel, la madre, que al parecer ha sufrido una crisis de ansiedad al estar cerca de las rocas e imaginar todo lo que le puede haber pasado al pequeño Biel si ha tropezado con alguna de ellas.
—Vamos, Isabel. Ya han llegado. —La coge de la mano el padre Gabriel, ayudándola a incorporarse para hablar con la policía.
—Rece por mi hijo, padre. Se lo ruego —le pide la madre.
—Lo encontrarán, Isabel. No tengo la menor duda.
El padre Gabriel es un buen amigo de la familia. Encargado de casar a Isabel y Josep hacía muchos años, también de bautizar a Ferran y posteriormente a Biel, no entiende cómo esto puede estar pasando en su pueblo, en aquel lugar tan tranquilo. Carmen, la abuela, se agarra al padre Gabriel y rompe a llorar diciéndole que aquello no es posible.
00.36 de la noche.
Desapareciste hace treinta minutos.
Las primeras horas después de una desaparición son cruciales, es el momento en el que más cerca puedes estar de encontrar al desaparecido o de perderle la pista para siempre. El teniente Alcázar lo sabe bien, a lo largo de su carrera en Barcelona ha trabajado en varios casos similares y conoce de sobra el protocolo. Se le nota sobrecogido por la situación, ha avisado a los Mossos de Gerona de lo ocurrido para que se personen de inmediato en Calella y ya están de camino. Pese a no ser una persona demasiado empática, no quiere ni pensar en lo mal que estarán los padres en ese momento. Sabe que tiene que brindarles todo su apoyo. Mientras tanto ha ordenado el cierre de la carretera del pueblo hasta próximo aviso, para que ningún coche pueda entrar o salir sin ser revisado. También ha llamado a los compañeros de Palamós, Playa de Aro y Begur, los pueblos colindantes con Calella, y les ha dado una descripción del pequeño, visto por última vez vestido con una camiseta de color amarillo, unos pantalones azul marino y unas pequeñas chanclas del Barça, y subido a un triciclo. Todos ellos mantienen a Alcázar informado a través de los intercomunicadores de los coches patrulla.
—Buenas noches, Isabel —dice el teniente, apoyando su mano sobre el hombro de la mujer como gesto solidario—. ¿Qué ha pasado?
La madre, que está agarrada al padre, no tiene fuerzas ni para narrar lo sucedido.
—Estaba conmigo —suena detrás de ellos—, estaba justo ahí, a mi lado. —Es Ferran, que se acerca al teniente—. Habían empezado los fuegos artificiales cuando de repente miré al suelo, donde estaba con su triciclo, y él había desaparecido. —Ferran se derrumba.
—Venid conmigo, vamos a la comisaría. Allí estaréis más tranquilos. Los vecinos están peinando la zona y ya he pedido refuerzos, hemos cortado las entradas y salidas, así que, tanto si se ha perdido como si alguien lo tiene, lo encontraremos. Redondo, avisa desde tu coche a los Mossos.
—¿Otra vez? —pregunta el agente.
—Sí, cojones, otra vez. No sé qué coño hacen que no están aquí ya.
El teniente Alcázar pide a los padres y al hijo mayor que suban al coche patrulla. El abuelo Antonio decide quedarse en la plaza y seguir buscando con ayuda de los vecinos. El agente Redondo se quedará también allí a esperar la llegada de los Mossos para ponerlos al corriente de lo sucedido. Isabel ve desde la ventanilla cómo los vecinos han cogido linternas de sus casas para buscar al pequeño. Algunos han decidido ir a los acantilados, donde la oscuridad es total. De imaginar lo que le puede haber pasado a su niño, se le caen las lágrimas y cierra los ojos, puede hasta casi sentir la mano de su Biel.
La comisaría de la Policía Local de Calella de Palafrugell es un edificio grande y parece muy nuevo. En verano tienen más trabajo, pero, en general, durante el resto del año se dedican básicamente a informar a la ciudadanía y dar apoyo cuando hay alguna fiesta popular. El teniente Alcázar abre su despacho y les pide que se sienten. Coge un cigarrillo y lo enciende.
—Me cago en la puta, Josep, estate tranquilo, que lo vamos a encontrar —le dice al padre antes de sentarse—. En estas circunstancias tenéis que hacer memoria, todo detalle que se os ocurra aporta luz a lo que haya podido ocurrir esta noche. Vayamos hacia atrás. ¿Qué habéis hecho esta noche?
Los Serra se miran entre ello