Más allá del invierno (edición limitada a un precio especial)

Isabel Allende

Fragmento

cap-1

Lucía

Brooklyn

A fines de diciembre de 2015 el invierno todavía se hacía esperar. Llegó la Navidad con su fastidio de campanillas y la gente seguía en manga corta y sandalias, unos celebrando ese despiste de las estaciones y otros temerosos del calentamiento global, mientras por las ventanas asomaban árboles artificiales salpicados de escarcha plateada, creando confusión en las ardillas y los pájaros. Tres semanas después del Año Nuevo, cuando ya nadie pensaba en el retraso del calendario, la naturaleza despertó de pronto sacudiéndose de la modorra otoñal y dejó caer la peor tormenta de nieve de la memoria colectiva.

En un sótano de Prospect Heights, una covacha de cemento y ladrillos, con un cerro de nieve en la entrada, Lucía Maraz maldecía el frío. Tenía el carácter estoico de la gente de su país: estaba habituada a terremotos, inundaciones, tsunamis ocasionales y cataclismos políticos; si ninguna desgracia ocurría en un plazo prudente, se preocupaba. Sin embargo, nada la había preparado para ese invierno siberiano llegado a Brooklyn por error. Las tormentas chilenas se limitan a la cordillera de los Andes y el sur profundo, en Tierra del Fuego, donde el continente se desgrana en islas heridas a cuchilladas por el viento austral, el hielo parte los huesos y la vida es dura. Lucía era de Santiago, con su fama inmerecida de clima benigno, donde el invierno es húmedo y frío y el verano es seco y ardiente. La ciudad está encajonada entre montañas moradas, que a veces amanecen nevadas; entonces la luz más pura del mundo se refleja en esos picos de cegadora blancura. En muy raras ocasiones cae sobre la ciudad un polvillo triste y pálido, como ceniza, que no alcanza a blanquear el paisaje urbano antes de deshacerse en barro sucio. La nieve es siempre prístina desde lejos.

En su tabuco de Brooklyn, a un metro bajo el nivel de la calle y con mala calefacción, la nieve era una pesadilla. Los vidrios escarchados impedían el paso de luz por las pequeñas ventanas y en el interior reinaba una penumbra apenas atenuada por las bombillas desnudas que colgaban del techo. La vivienda contaba sólo con lo esencial, una mezcolanza de muebles destartalados de segunda o tercera mano y unos cuantos cacharros de cocina. Al dueño, Richard Bowmaster, no le interesaban ni la decoración ni la comodidad.

La tormenta se anunció el viernes con una nevada espesa y una ventolera furiosa que barrió a latigazos las calles casi despobladas. Los árboles se doblaban y el temporal mató a los pájaros que olvidaron emigrar o resguardarse, engañados por la tibieza inusitada del mes anterior. Cuando se inició la tarea de reparar los daños, los camiones de basura se llevaron sacos de gorriones congelados. Los misteriosos loros del cementerio de Brooklyn, en cambio, sobrevivieron al vendaval, como se pudo verificar tres días más tarde, cuando reaparecieron intactos picoteando entre las tumbas. Desde el jueves los reporteros de televisión, con la expresión fúnebre y el tono emocionado de rigor para las noticias sobre terrorismo en países remotos, pronosticaron la tempestad para el día siguiente y desastres durante el fin de semana. Nueva York fue declarado en estado de emergencia y el decano de la facultad donde trabajaba Lucía, acatando la advertencia, dio orden de abstenerse de ir a dar clases. De cualquier forma, para ella habría sido una aventura llegar a Manhattan.

Aprovechando la inesperada libertad de ese día, preparó una cazuela levantamuertos, esa sopa chilena que compone el ánimo en la desgracia y el cuerpo en las enfermedades. Lucía llevaba más de cuatro meses en Estados Unidos alimentándose en la cafetería de la universidad, sin ánimos para cocinar, salvo en un par de ocasiones en que lo hizo impulsada por la nostalgia o por la intención de festejar una amistad. Para esa cazuela auténtica hizo un caldo sustancioso y bien condimentado, puso a freír cebolla y carne, coció por separado verduras, papas y calabaza, y por último agregó arroz. Usó todas las ollas y la primitiva cocina del sótano quedó como después de un bombardeo, pero el resultado valió la pena y disipó la sensación de soledad que la había asaltado cuando empezó el vendaval. Esa soledad, que antes llegaba sin anunciarse, como insidiosa visitante, quedó relegada al último rincón de su conciencia.

Esa noche, mientras el viento rugía afuera arrastrando remolinos de nieve y colándose insolente por las rendijas, sintió el miedo visceral de la infancia. Se sabía segura en su cueva; su temor a los elementos era absurdo, no había razón para molestar a Richard, excepto porque era la única persona a quien podía acudir en esas circunstancias, ya que vivía en el piso de arriba. A las nueve de la noche cedió a la necesidad de oír una voz humana y lo llamó.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, procurando disimular su aprensión.

—Tocando el piano. ¿Te molesta el ruido?

—No oigo tu piano, lo único que se oye aquí abajo es el estrépito del fin del mundo. ¿Esto es normal aquí, en Brooklyn?

—De vez en cuando en invierno hace mal tiempo, Lucía.

—Tengo miedo.

—¿De qué?

—Miedo sin más, nada específico. Supongo que sería estúpido pedirte que vengas a hacerme compañía un rato. Hice una cazuela, es una sopa chilena.

—¿Vegetariana?

—No. Bueno, no importa, Richard. Buenas noches.

—Buenas noches.

Se tomó un trago de pisco y metió la cabeza bajo la almohada. Durmió mal, despertando cada media hora con el mismo sueño fragmentado de haber naufragado en una sustancia densa y agria como yogur.

El sábado la tempestad había seguido su trayecto enardecido en dirección al Atlántico, pero en Brooklyn seguía el mal tiempo, frío y nieve, y Lucía no quiso salir, porque muchas calles todavía estaban bloqueadas, aunque la tarea de despejarlas había comenzado al amanecer. Tendría muchas horas para leer y preparar sus clases de la semana entrante. Vio en el noticiario que la tormenta seguía sembrando destrucción por donde pasaba. Estaba contenta con la perspectiva de la tranquilidad, una buena novela y descanso. En algún momento conseguiría que alguien viniera a quitar la nieve de su puerta. No sería problema, los chiquillos del vecindario ya se estaban ofreciendo para ganarse unos dólares. Agradecía su suerte. Se dio cuenta de que se sentía a sus anchas viviendo en el inhóspito agujero de Prospect Heights, que, después de todo, no estaba tan mal.

Por la tarde, un poco aburrida del encierro, compartió la sopa con Marcelo, el chihuahua, y después se acostaron juntos en un somier, sobre un colchón grumoso, bajo un montón de mantas, a ver varios capítulos de una serie sobre asesinatos. El apartamento estaba helado y Lucía se tuvo que poner un gorro de lana y guantes.

En las primeras semanas, cuando le pesaba la decisión de haberse ido de Chile, donde al menos podía reírse en español, se consolaba con la certeza de que todo cambia. Cualquier desdicha de un día sería historia antigua el siguiente. En verdad, las dudas le habían durado muy poco: estaba entretenida con su trabajo, tenía a Marcelo, había hecho amigos en la universidad y en el barrio, la gente era amable en todas partes y bastaba ir tres veces a la misma cafetería para que la recibieran como un miembro de la familia. La idea chilena de que los yanquis son fríos era un mito. El único más o menos fr

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