Desde mi cielo

Alice Sebold

Fragmento

Desde mi cielo

1

Me llamo Salmon, como el pez; de nombre, Susie. Tenía catorce años cuando me asesinaron, el 6 de diciembre de 1973. Si veis las fotos de niñas desaparecidas de los periódicos de los años setenta, la mayoría eran como yo: niñas blancas de pelo castaño desvaído. Eso era antes de que en los envases de cartón de la leche o en el correo diario empezaran a aparecer niños de todas las razas y sexos. Era cuando la gente aún creía que no pasaban esas cosas.

En el anuario de mi colegio yo había escrito un verso de un poeta español por quien mi hermana había logrado interesarme, Juan Ramón Jiménez. Decía así: «Si te dan papel rayado, escribe de través». Lo escogí porque expresaba mi desdén por mi entorno estructurado en el aula, y porque al no tratarse de la tonta letra de un grupo de rock, me señalaba como una joven de letras. Yo era miembro del Club de Ajedrez y del Club de Químicas, y en la clase de ciencias del hogar de la señorita Delminico se me quemaba todo lo que intentaba cocinar. Mi profesor favorito era el señor Botte, que enseñaba biología y disfrutaba estimulando a las ranas y los cangrejos que teníamos que diseccionar, haciéndoles bailar en sus bandejas enceradas.

No me mató el señor Botte, por cierto. No creáis que todas las personas que vais a conocer aquí son sospechosas. Ese es el problema. Nunca sabes. El señor Botte estuvo en mi funeral (al igual que casi todo el colegio, si se me permite decirlo; nunca he sido más popular) y lloró bastante. Tenía una hija enferma. Todos lo sabíamos, de modo que cuando se reía de sus propios chistes, que ya estaban pasados de moda mucho antes de que yo lo tuviera como profesor, también nos reíamos, a veces con una risa forzada, para dejarlo contento. Su hija murió un año y medio después que yo. Tenía leucemia, pero nunca la he visto en mi cielo.

Mi asesino era un hombre de nuestro vecindario. A mi madre le gustaban las flores de sus parterres, y mi padre habló una vez de abonos con él. Mi asesino creía en cosas anticuadas como cáscaras de huevo y granos de café, que, según dijo, había utilizado su madre. Mi padre volvió a casa sonriendo y diciendo en broma que su jardín tal vez fuera bonito, pero que el tufo llegaría al cielo en cuanto hubiera una ola de calor.

Pero el 6 de diciembre de 1973 nevaba y yo atajé por el campo de trigo al volver del colegio a casa. Fuera estaba oscuro porque los días eran más cortos en invierno, y me acuerdo de que los tallos rotos me hacían difícil andar. Nevaba poco, como el revoloteo de unas pequeñas manos, y yo respiraba por la nariz hasta que me goteó tanto que tuve que abrir la boca. A menos de dos metros de donde se encontraba el señor Harvey, saqué la lengua para probar un copo de nieve.

–No quiero asustarte –dijo el señor Harvey.

En un campo de trigo y en la oscuridad, por supuesto que me dio un susto. Una vez muerta, pensé que en el aire había flotado la débil fragancia de una colonia, pero entonces me había pasado desapercibida o había creído que venía de una de las casas que había más adelante.

–Señor Harvey –dije.

–Eres la mayor de los Salmon, ¿verdad?

–Sí.

–¿Cómo están tus padres?

Aunque yo era la mayor de la familia y siempre ganaba los concursos de preguntas y respuestas de ciencias, nunca me había sentido cómoda entre adultos.

–Bien –respondí.

Tenía frío, pero la autoridad que proyectaba su edad, y el hecho añadido de que era un vecino y había hablado de abonos con mi padre, me dejó clavada en el suelo.

–He construido algo allí detrás –dijo–. ¿Te gustaría verlo?

–Tengo frío, señor Harvey –respondí–, y mi madre quiere que esté en casa antes de que se haga de noche.

–Ya es de noche, Susie –replicó él.

Ojalá hubiera sabido que eso era raro. Yo nunca le había dicho cómo me llamaba. Supongo que mi padre le había contado una de las vergonzosas anécdotas que él veía solo como amorosos testamentos para sus hijos. Era la clase de padre que llevaba encima una foto tuya a los tres años desnuda en el cuarto de baño de abajo, el de los huéspedes. Eso se lo hizo a mi hermana pequeña, Lindsey, gracias a Dios. Yo al menos me ahorré esa humillación. Pero le gustaba contar que cuando nació Lindsey yo tenía tantos celos que un día, mientras él hablaba por teléfono en la otra habitación, me bajé del sofá –él me veía desde donde estaba– y traté de hacer pis encima de la canasta. Esa historia me avergonzaba cada vez que él la contaba al pastor de nuestra iglesia, a nuestra vecina la señora Stead, que era terapeuta y cuyo parecer le interesaba, y a todo aquel que alguna vez exclamaba: «¡Susie tiene muchas agallas!».

«¡Agallas! –decía mi padre–. Deja que te hable de agallas», e inmediatamente se lanzaba a contar la anécdota de Susie-orinándose-sobre-Lindsey.

Cuando, más tarde, el señor Harvey se encontró a mi madre por la calle, dijo:

–Ya me he enterado de la terrible tragedia. ¿Cómo dice que se llamaba su hija?

–Susie –respondió mi madre, fortaleciendo su ánimo bajo el peso de lo ocurrido, peso que ingenuamente esperaba que algún día se aligerara, sin saber que solo seguiría doliendo de nuevas y variadas formas el resto de su vida.

El señor Harvey dijo lo habitual:

–Espero que cojan a ese malnacido. Lo siento mucho.

Por aquel entonces yo estaba en el cielo reuniendo mis miembros, y no podía creerme su audacia.

–Ese hombre no tiene vergüenza –le dije a Franny, la consejera que me asignaron al entrar.

–Exacto –respondió ella, y dijo lo que quería decir sin más. En el cielo no se pierde el tiempo con tonterías.

El señor Harvey dijo que solo sería un momento, de modo que lo seguí un poco más por el campo de trigo, donde había menos tallos rotos porque nadie atajaba por allí para ir o venir del colegio. Mi madre había explicado a mi hermano pequeño, Buckley, que el trigo de ese campo no era comestible cuando él le preguntó por qué nadie del vecindario lo comía.

–Es para los caballos, no para las personas –dijo ella.

–¿Tampoco para los perros? –preguntó Buckley.

–No –respondió mi madre.

–¿Ni para los dinosaurios? –preguntó Buckley.

Y así seguían un buen rato.

–He construido un pequeño escondrijo –dijo el señor Harvey, deteniéndose y volviéndose hacia mí.

–Yo no veo nada –dije yo.

Me di cuenta de que el señor Harvey me miraba de una manera rara. Otros hombres mayores me habían mirado de ese modo desde que había pegado el estirón, pero normalmente no perdían la chaveta por mí cuando iba con mi parka azul celeste y pantalones acampanados amarillos. Él llevaba unas gafitas redondas de montura dorada y me miraba por encima de ellas.

–Deberías fijarte más, Susie –dijo.

Me entraron ganas de fijarme en todo para largarme de allí, pero no lo

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