Veronica

Mary Gaitskill

Fragmento

cap-1

Abro los ojos.

No puedo dormir. Cuando lo intento me despierto al cabo de dos horas y me paso el resto de la noche agobiada por sentimientos y cosas que me vienen a la cabeza. Suelo dormirme otra vez al amanecer, y me despierto a las siete y media. Al despertar estoy irritada por no haber dormido, y eso me hace estar irritada con todo. Mi mente vocifera insultos mientras mi cuerpo camina maquinalmente. Las imágenes de sueños se elevan y se estrellan, se hacen inmensas y desaparecen, inmensas y desaparecen. Una niña se hunde en la oscuridad. ¿Quién es? Y desaparece.

Me bebo el café en un pesado tazón azul, mirando la lluvia y escuchando cómo una imbécil promociona su libro en un programa de la radio. Vivo en el mismo canal de San Rafael y mi ventana da a sus aguas. Está demasiado atiborrado de barcos y asquerosamente lleno de gasolina y de basura, y tal vez de las deposiciones que arrojan los barcos. Con todo, es agua, y una vez vi un león marino nadando hacia la ciudad.

Todos los días mi vecino Freddie se tira desde su terraza al canal para nadar un buen rato. Esto repugna a mi vecina Bianca.

—Le he preguntado: «¿Es que no sabes qué hay ahí? ¿No sabes que es como nadar en un retrete público?». —Bianca es una mujer sexy de cincuenta años, sexy pese a haber perdido su lozanía, sobre todo gracias a sus labios gruesos y enormes—. A él no le importa. Dice que después se da una ducha caliente y listos. —Bianca da una calada a su cigarrillo con sus labios enormes—. Va a pillar el tifus. —Expulsa el humo con un giro elegante de la cabeza. Hasta su cuello largo y nudoso resulta en cierta manera sexy—. ¡Odio verlo lanzarse por los aires con ese Speedo diminuto, joder!

Y en efecto, mientras miro por la ventana, Freddie, todo rojo y rollizo, con la panza colgando y con la cabeza canosa entre los brazos extendidos hacia arriba, salta por los aires y —¡wap!— choca con el agua como un toro bramando en un prado. Y me imagino perfectamente a Bianca en el piso de abajo murmurando «¡Mierda!» y dando un puñetazo en la pared. Él es un tipo grande y cincuentón, de mandíbula enorme y unos músculos que parecen manojos de carne cruda en pleno proceso de engorde. Sus ojos redondos solo muestran una intensa emoción cada vez. Alegría. Ira. Dolor. Miedo. Pero su cuerpo está lleno de todas esas cosas al mismo tiempo, y eso es lo que se ve cuando está nadando. Ataca el agua con brazadas enormes y sepulta la cara en ella como si estuviera intentando comerle el coño. Luego se detiene y se queda flotando sin tocar fondo, sacudiendo y agitando la cabeza resoplante durante un segundo antes de girarse y tumbarse en el agua, como un niño, con plena confianza —¡ah!—, mirando el cielo, sin importarle la lluvia ni los zurullos.

Por muy grande que sea, Freddy tiene cara de ser alguien a quien han golpeado demasiadas veces, como si su cara estuviera siempre pidiendo a gritos que le peguen. Tiene cara de levantarse después de que lo hayan terminado de golpear, decir «Vale» y seguir intentando encontrar algo bueno que comer o beber o en lo que revolcarse. Le gusta terminar las historias diciendo «Pero ellos seguramente te dirían que soy un g-i-l-i-p-o-l-l-a-s», como diciendo, ah, bueno, ¿qué dan por la tele? Eso es lo que más odia Bianca, esa cualidad de recibir una tunda y aun así saltar entre los zurullos para nadar un rato. Sobre todo lo de saltar: para ella es como una afrenta personal. Pero a mí me gusta. Me recuerda a aquel león marino que nadaba hacia la ciudad con su cabeza redonda y perfecta asomando sobre la superficie: aunque el león se movía con elegancia y Freddie con rudeza. Es como algo parecido metido en envases distintos. A veces quiero decirle esto a Bianca, defender a Freddie. Pero ella no me escucha. Además, entiendo por qué le da asco. Ella es una persona refinada, y a mí también me gusta el refinamiento. Lo entiendo como punto de vista.

La escritora de la radio está hablando de sus personajes como si fueran gente de verdad. «Cuando lo miras desde el punto de vista de ella, la conducta de él es realmente extraña, porque para ella solo están jugando a un juego sexy, mientras que para él es…» La mujer brota de la radio como un globo con una cara pintada, sonriente, deseosa de gustar, vibrante de cosas que decir. Enciendes la radio y siempre hay alguien como ella en alguna parte. La gente agobiada por la falta de tiempo gira el dial en busca de algo agradable y les caen encima esas palabras emocionadas y sonrientes. Bebo café. Los personajes de la novelista bailan y se acicalan. Me bebo el café. La gente del sueño de anoche da tumbos en habitaciones a oscuras, se gritan entre ellos e intentan con todas sus fuerzas hacer algo que no puedo ver. Me termino el café. Está entrando agua y empapando el borde de la alfombra. No sé cómo puede pasar, estoy en el segundo piso.

Ya va siendo hora de que vaya a limpiar el despacho de John. John es un viejo amigo, y para hacerme un favor me paga por limpiarle el despacho todas las semanas. Meto las cosas necesarias en mi bolsa de patchwork —aspirinas, codeína y mi botella de agua— y me pongo a buscar mi paraguas. Cuando lo encuentro me doy cuenta de que está roto y suelto una palabrota antes de acordarme del otro, el rojo de Nueva York que no uso nunca. Lo compré en la tienda de regalos del Museo de Arte Moderno cuando vivía en Manhattan. Tiene cuatro dibujos de ovejitas blancas, más una negra, impresos en el borde, junto al nombre del museo. La decoración es rebuscada y formal, y me recuerda a Veronica Ross. Ella es alguien de mi vida anterior. Le encantaba todo lo que fuera rebuscado y formal: pequeños juguetes recargados, fotografías en diminutos marcos decorados, citas de Oscar Wilde. Le encantaba el MoMA y amaba Nueva York. Llevaba hombreras, unos mocasines de lo más repipi y calcetines finos. Se remangaba los bajos de los pantalones hasta que le quedaban rígidos. En su mesilla de café con la superficie de cristal tenía ceniceros en miniatura, cajas de cerillas doradas y posavasos caros decorados con gatos sonrientes.

Al salir al pasillo me encuentro a Rita en bata y zapatillas de estar por casa y llevando en la mano un platito de hígados de pollo fritos. Me ofrece unos cuantos, dice que anoche hizo demasiados. Huelen bien, así que cojo uno y me lo como mientras hablo con Rita. Cuenta que la semana pasada «ese hijo de puta de Robert» volvió a encender la barbacoa, en esa terraza raquítica que hay debajo de la suya, arrojándole una nube venenosa de humo de carbón que, tal como le ha explicado mil veces, es terrible para su hepatitis.

—Yo sabía que todavía tenía la parrilla ahí fuera, y en efecto, salió el sol y oí cómo trasteaba con ella. Oí el carbón en la bolsa. Le oí abrir la tapa. Me senté y medité. Pedí ayuda. Pregunté: ¿cuál es la fuerza más poderosa que hay en el mundo? Y me vino la respuesta: el agua.

Rita tiene hepatitis C. Yo también. No hablamos mucho del tema. Ella no me recuerda que tomar codeína a puñados es como tirar una bomba sobre mi hígado. Y yo no le recuerdo que el humo del carbón no es ningún problema, pero que su dieta a base de fritos sí lo es.

—Llené todas las ollas, sartenes, frascos, vasos y jarrones, y los coloqué al borde de la terraza. Y en cuanto la en­cendió…

—¡No!

—Sí. La arrojé toda sobre la parrilla, y cuando empezó a soltarme palabrotas también lo rocié a él. Y él se quedó allí

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