Abro los ojos.
No puedo dormir. Cuando lo intento me despierto al cabo de dos horas y me paso el resto de la noche agobiada por sentimientos y cosas que me vienen a la cabeza. Suelo dormirme otra vez al amanecer, y me despierto a las siete y media. Al despertar estoy irritada por no haber dormido, y eso me hace estar irritada con todo. Mi mente vocifera insultos mientras mi cuerpo camina maquinalmente. Las imágenes de sueños se elevan y se estrellan, se hacen inmensas y desaparecen, inmensas y desaparecen. Una niña se hunde en la oscuridad. ¿Quién es? Y desaparece.
Me bebo el café en un pesado tazón azul, mirando la lluvia y escuchando cómo una imbécil promociona su libro en un programa de la radio. Vivo en el mismo canal de San Rafael y mi ventana da a sus aguas. Está demasiado atiborrado de barcos y asquerosamente lleno de gasolina y de basura, y tal vez de las deposiciones que arrojan los barcos. Con todo, es agua, y una vez vi un león marino nadando hacia la ciudad.
Todos los días mi vecino Freddie se tira desde su terraza al canal para nadar un buen rato. Esto repugna a mi vecina Bianca.
—Le he preguntado: «¿Es que no sabes qué hay ahí? ¿No sabes que es como nadar en un retrete público?». —Bianca es una mujer sexy de cincuenta años, sexy pese a haber perdido su lozanía, sobre todo gracias a sus labios gruesos y enormes—. A él no le importa. Dice que después se da una ducha caliente y listos. —Bianca da una calada a su cigarrillo con sus labios enormes—. Va a pillar el tifus. —Expulsa el humo con un giro elegante de la cabeza. Hasta su cuello largo y nudoso resulta en cierta manera sexy—. ¡Odio verlo lanzarse por los aires con ese Speedo diminuto, joder!
Y en efecto, mientras miro por la ventana, Freddie, todo rojo y rollizo, con la panza colgando y con la cabeza canosa entre los brazos extendidos hacia arriba, salta por los aires y —¡wap!— choca con el agua como un toro bramando en un prado. Y me imagino perfectamente a Bianca en el piso de abajo murmurando «¡Mierda!» y dando un puñetazo en la pared. Él es un tipo grande y cincuentón, de mandíbula enorme y unos músculos que parecen manojos de carne cruda en pleno proceso de engorde. Sus ojos redondos solo muestran una intensa emoción cada vez. Alegría. Ira. Dolor. Miedo. Pero su cuerpo está lleno de todas esas cosas al mismo tiempo, y eso es lo que se ve cuando está nadando. Ataca el agua con brazadas enormes y sepulta la cara en ella como si estuviera intentando comerle el coño. Luego se detiene y se queda flotando sin tocar fondo, sacudiendo y agitando la cabeza resoplante durante un segundo antes de girarse y tumbarse en el agua, como un niño, con plena confianza —¡ah!—, mirando el cielo, sin importarle la lluvia ni los zurullos.
Por muy grande que sea, Freddy tiene cara de ser alguien a quien han golpeado demasiadas veces, como si su cara estuviera siempre pidiendo a gritos que le peguen. Tiene cara de levantarse después de que lo hayan terminado de golpear, decir «Vale» y seguir intentando encontrar algo bueno que comer o beber o en lo que revolcarse. Le gusta terminar las historias diciendo «Pero ellos seguramente te dirían que soy un g-i-l-i-p-o-l-l-a-s», como diciendo, ah, bueno, ¿qué dan por la tele? Eso es lo que más odia Bianca, esa cualidad de recibir una tunda y aun así saltar entre los zurullos para nadar un rato. Sobre todo lo de saltar: para ella es como una afrenta personal. Pero a mí me gusta. Me recuerda a aquel león marino que nadaba hacia la ciudad con su cabeza redonda y perfecta asomando sobre la superficie: aunque el león se movía con elegancia y Freddie con rudeza. Es como algo parecido metido en envases distintos. A veces quiero decirle esto a Bianca, defender a Freddie. Pero ella no me escucha. Además, entiendo por qué le da asco. Ella es una persona refinada, y a mí también me gusta el refinamiento. Lo entiendo como punto de vista.
La escritora de la radio está hablando de sus personajes como si fueran gente de verdad. «Cuando lo miras desde el punto de vista de ella, la conducta de él es realmente extraña, porque para ella solo están jugando a un juego sexy, mientras que para él es…» La mujer brota de la radio como un globo con una cara pintada, sonriente, deseosa de gustar, vibrante de cosas que decir. Enciendes la radio y siempre hay alguien como ella en alguna parte. La gente agobiada por la falta de tiempo gira el dial en busca de algo agradable y les caen encima esas palabras emocionadas y sonrientes. Bebo café. Los personajes de la novelista bailan y se acicalan. Me bebo el café. La gente del sueño de anoche da tumbos en habitaciones a oscuras, se gritan entre ellos e intentan con todas sus fuerzas hacer algo que no puedo ver. Me termino el café. Está entrando agua y empapando el borde de la alfombra. No sé cómo puede pasar, estoy en el segundo piso.
Ya va siendo hora de que vaya a limpiar el despacho de John. John es un viejo amigo, y para hacerme un favor me paga por limpiarle el despacho todas las semanas. Meto las cosas necesarias en mi bolsa de patchwork —aspirinas, codeína y mi botella de agua— y me pongo a buscar mi paraguas. Cuando lo encuentro me doy cuenta de que está roto y suelto una palabrota antes de acordarme del otro, el rojo de Nueva York que no uso nunca. Lo compré en la tienda de regalos del Museo de Arte Moderno cuando vivía en Manhattan. Tiene cuatro dibujos de ovejitas blancas, más una negra, impresos en el borde, junto al nombre del museo. La decoración es rebuscada y formal, y me recuerda a Veronica Ross. Ella es alguien de mi vida anterior. Le encantaba todo lo que fuera rebuscado y formal: pequeños juguetes recargados, fotografías en diminutos marcos decorados, citas de Oscar Wilde. Le encantaba el MoMA y amaba Nueva York. Llevaba hombreras, unos mocasines de lo más repipi y calcetines finos. Se remangaba los bajos de los pantalones hasta que le quedaban rígidos. En su mesilla de café con la superficie de cristal tenía ceniceros en miniatura, cajas de cerillas doradas y posavasos caros decorados con gatos sonrientes.
Al salir al pasillo me encuentro a Rita en bata y zapatillas de estar por casa y llevando en la mano un platito de hígados de pollo fritos. Me ofrece unos cuantos, dice que anoche hizo demasiados. Huelen bien, así que cojo uno y me lo como mientras hablo con Rita. Cuenta que la semana pasada «ese hijo de puta de Robert» volvió a encender la barbacoa, en esa terraza raquítica que hay debajo de la suya, arrojándole una nube venenosa de humo de carbón que, tal como le ha explicado mil veces, es terrible para su hepatitis.
—Yo sabía que todavía tenía la parrilla ahí fuera, y en efecto, salió el sol y oí cómo trasteaba con ella. Oí el carbón en la bolsa. Le oí abrir la tapa. Me senté y medité. Pedí ayuda. Pregunté: ¿cuál es la fuerza más poderosa que hay en el mundo? Y me vino la respuesta: el agua.
Rita tiene hepatitis C. Yo también. No hablamos mucho del tema. Ella no me recuerda que tomar codeína a puñados es como tirar una bomba sobre mi hígado. Y yo no le recuerdo que el humo del carbón no es ningún problema, pero que su dieta a base de fritos sí lo es.
—Llené todas las ollas, sartenes, frascos, vasos y jarrones, y los coloqué al borde de la terraza. Y en cuanto la encendió…
—¡No!
—Sí. La arrojé toda sobre la parrilla, y cuando empezó a soltarme palabrotas también lo rocié a él. Y él se quedó allí quieto un instante, ¿y, luego, sabes qué? ¡Se rió! Me dijo: «Rita, eres lo peor». ¡Le gustó!
Hablamos un minuto más. Me río, le digo adiós y salgo a las escaleras de madera. Abro el paraguas y me acuerdo de la última vez que visité a Veronica. Me sirvió brownies en envoltorios de color rosa, queso del bueno y fruta en rodajas que ella estaba demasiado enferma para comer. Me acuerdo de la vez en que le dije:
—Creo que no te quieres a ti misma. Necesitas aprender a quererte a ti misma.
Veronica se quedó callada un buen rato. Luego dijo:
—Creo que el amor está sobrevalorado. Mis padres me querían. Y no sirvió de nada.
Mi calle se compone de edificios de apartamentos funcionales un tanto apartados de la acera. La gente que vive aquí es blanca aunque hay algunos negros. A dos manzanas de aquí hay edificios semifuncionales y gente mexicana. Doblas la esquina y hay almacenes, talleres mecánicos de coches y un bar de donde sale música a las ocho de la mañana. Edificios toscos y anodinos que sería demasiado problemático derribar. Por entre los edificios y en todas las grietas del cemento crecen en silencio la hierba y la maleza y pequeños matorrales. Al final de la calle hay una avenida de cuatro carriles junto a la que se puede caminar. En ella se han establecido grandes comercios —concesionarios de coches, tiendas de informática, muebles de oficina al detalle— y cosas que no puedo identificar, aunque paso caminando por allí todos los días, porque su enormidad me hace enmudecer. Eso de enmudecer no está mal. Es como ser un grano de arena en el suelo, rodeado de crecimiento y de muerte. Un grano de arena o una brizna de hierba o una piedra, una cosa diminuta que lo sabe todo pero que no puede decir nada. No es solo por la enormidad de los comercios. También es por la avenida, por los cientos de coches que pasan rugiendo en dirección contraria a la que camino, por los cientos de cabezas que se ven borrosas a través de cientos de parabrisas.
Esto sucede a veces cuando camino por aquí. Dejo de ver las cosas con nitidez y las veo de forma rara. Creo que tiene algo que ver con caminar despacio por en medio del tráfico que pasa a toda velocidad, y hoy la lluvia lo vuelve todo aún más borroso. Es como si me sacaran de la vida normal y me metieran en un lugar donde el orden de las cosas está cambiado. Sigue siendo mi vida y la reconozco, pero la gente y las cosas que hay en ella pasan a mi lado de forma indiscriminada.
Pasa un hombre gordo montado en una bicicleta verde y pedaleando con solemnidad, guiándola con una sola mano y sosteniendo en la otra un paraguas pequeño y medio roto. Me examina; un fogonazo de vida emana de sus ojos color avellana, y al momento el hombre ya no está.
Un sueño de anoche: alguien me persigue, y para llegar a un lugar seguro tengo que correr a través de mi pasado y de toda la gente que hay en él. Pero el pasado está revuelto, sin orden secuencial, y toda la gente aparece mezclada. Una anciana sin nombre que había sido mi vecina está intentando tocarme, con sus ojos marrones y enormes rebosantes de ternura y de lágrimas… pero mi madre está perdida entre una multitud. Mi padre apenas aparece —lo veo solo en las sombras de la sala de estar—, mientras que un desconocido demente y vocinglero se planta delante de mi cara y se pone a gritarme sobre lo que tengo que hacer para salvarme ahora.
Entretanto, hay una mujer mexicana de mediana edad arrodillada en la acera, volviendo a guardar con paciencia la ropa que al parecer se le ha caído al rompérsele su enorme maleta roja. No lleva paraguas y tiene la ropa y el pelo pegados al cuerpo. Me acerco a ella y me agacho para intentar ayudarla. Ella me dirige una mirada fugaz e impersonal y niega con la cabeza. Yo me levanto y vacilo y luego decido quedarme ahí, aguantando el paraguas por encima de las dos. Ella levanta la vista, sonriente; estoy invocando al civismo en esta franja de cemento entre los rugidos y la enormidad, y ella lo agradece. Su sonrisa es como una puerta abierta y yo entro un segundo. Ella se pone otra vez a guardar sus cosas con presteza. Recoge de la acera blusas pequeñas, ropa interior, ropa de bebé y calcetines recién empapados. También una bolsa de plástico transparente llena de velas y una camiseta que dice: «16 MAGAZINE!» Todo lo sacude y lo vuelve a doblar.
Hacia el final, las hombreras de Veronica a veces se le soltaban y se le escurrían por los brazos o por la espalda sin que ella se diera cuenta. En una ocasión me encontraba comiendo con ella en un restaurante bueno cuando un hombre que estaba sentado al lado de nosotras dijo:
—Perdone, tiene algo que se le mueve por la espalda.
Su tono era ligero y agresivo, como si estuviera en guerra contra las bobas a la moda.
—Oh —dijo Veronica, también en tono ligero—. Perdone. No es más que mi prótesis.
A veces me encantaba cómo hacía bromas como aquella. Otras veces era simplemente embarazoso. Una vez estábamos saliendo de un cine después de ver una película bastante pretenciosa. Mientras pasábamos junto a la cola de gente que esperaba para ver la otra película, Veronica dijo en voz alta:
—No quieren ver nada complicado. Prefieren ver Flashdance. A mí, en cambio, todo lo que sea extraño me interesa.
Caminaba como si se estuviera pavoneando un poco y su voz era como una pluma enorme en un sombrero. Ella no es así, les quise decir yo a la gente con sus entradas. Si la conocierais, lo sabríais.
Pero sí que era así. Podía ser increíblemente detestable. En el vestuario del gimnasio al que íbamos las dos, siempre estaba echándole la bronca a alguien por acercarse demasiado a ella o rozarla.
—Si quiere que me aparte, dígamelo, pero por favor deje de tocarme el culo —le decía a alguna Suzy boquiabierta con mallas—. El fist fucking pasó de moda hace años, ¿no lo sabía?
La mujer mexicana cierra su maleta con un clic y se queda de pie sonriendo levemente. Yo vuelvo a enfocar las cosas correctamente y la mujer se integra de nuevo en la enormidad lluviosa. Me dedica otra sonrisa mientras se vuelve para marcharse, devolviéndome mi civismo con la cara empapada de lluvia.
En el sueño da la impresión de que los desconocidos están transmitiendo mensajes de parte de gente más importante que por alguna razón no puede hablar conmigo. O que la gente que es importante según criterios normales —la familia, los amigos íntimos— son añadidos accidentales, y que los aparentemente desconocidos son los verdaderos seres queridos, escondidos tras los grotescos disfraces de la vida humana.
Por supuesto, Veronica tenía todo un repertorio de salidas ocurrentes. Las necesitaba. Cuando no las tenía, estaba desnuda y todo el mundo la veía. Una vez, mientras estábamos en una cafetería, intentó hablarme en serio. La piel se le puso gris de tan seria que estaba. Hasta sus ojos parecían tensos e hinchados, e incluso se veía el blanco de la parte de abajo. Me dijo:
—Tengo que mover el culo de una puñetera vez y dejar de compadecerme de mí misma.
Sus duras palabras no casaban con la expresión de su cara. La camarera, una mujer negra de mediana edad, clavó en ella una mirada breve y afilada que se suavizó cuando se dio media vuelta. Se había dado cuenta de algo solamente mirando a Veronica, y yo me preguntaba qué sería.
Veronica murió de sida. Pasó sus últimos días sola. Yo no estaba con ella. Cuando murió, no había nadie con ella.
Ya me noto un poco de fiebre, pero no quiero tomarme la aspirina con el estómago vacío. Tampoco quiero tener que sostener el paraguas mientras saco las aspirinas, las vuelvo a guardar, saco el agua, abro el tapón, y encima aguantar el paraguas debajo del brazo, que es lo que me está matando…
Conocí a Veronica hace veinticinco años, cuando yo era una empleada temporal que hacía tratamiento de textos para una agencia de publicidad de Manhattan. Yo tenía veintiún años. Ella era una mujer rolliza de treinta y siete con el pelo rubio oxigenado. Llevaba trajes de chaqueta de corte masculino a cuadros con pajaritas a juego, pintalabios rojo brillante, uñas rojas postizas y un rímel que formaba grumos espesos en la punta de sus pestañas. Su voz estridente era sensual y rígida a la vez, como un montón de adornitos de plástico unidos formando diseños rococó. Era una voz profunda que podía volverse estridente. Se la oía desde el otro lado de la sala, y siempre llamaba «cielo» a todo el mundo, hasta a la gente que odiaba. «Perdona, cielo, pero conozco muy bien a Jimmy Joyce y el uso del punto y coma.» Corregía galeradas como un poli con una porra. Llevaba consigo un «kit de oficina», que contenía una regla de plástico roja, un surtido de lápices de colores, líquido corrector, post-its y un letrero enmarcado con las palabras «NUNCA SUPERARÉ LA FASE ANAL» bordadas. Y no le faltaba razón. Cuando le dije que notaba una extraña tirantez que me hacía sentir que la frente se me tensaba y se me destensaba todo el tiempo, ella me dijo:
—No, cielo, eso es tu esfínter.
—El supervisor está encantado con ella porque es la típica amiga de maricas —se quejó otra correctora—. Por eso se pasa todo el tiempo aquí.
—A mí también me pone —dijo una actriz que estaba allí a través de una agencia de trabajo temporal—. Es como una mezcla de Marlene Dietrich y Emil Jannings.
—Dios mío, tienes razón —dije yo, tan de repente y tan alto que las demás se me quedaron mirando—. Es exactamente como has dicho.
Cruzo un pequeño puente peatonal que pasa por encima del canal y paso junto a un drugstore gigante que ocupa toda la manzana. Delante del mismo hay un empleado gritándole a alguien:
—¡Eh, tú! —grita—. ¡Te he visto! ¡Vuelve aquí! —Y luego menos decidido—: ¡Eh! ¡Te he dicho que vengas!
«Eh, tú.» Recuerdo a Veronica sentada en la consulta de un médico, cantando «We’ve got the horse right here; his name’s Retrovir» con la melodía de un número del musical Guys and Dolls. La recepcionista sonrió. Yo no.
«Vuelve aquí.» Veronica se echó a reír.
—Eres como un gato persa, cielo. —Hizo un gesto con las manos imitando unas patas remilgadamente cruzadas y unos ojos en blanco de éxtasis. Dejó que la punta de su lengua asomara entre los labios. Volvió a reírse.
De la tienda salen más empleados y se quedan mirando al tipo. Este se aleja como si nada. La razón es obvia: a la policía no le da tiempo de venir tan deprisa y estos empleados no se van a pelear con él, porque él ganaría. Los empleados empiezan a ser conscientes de esta realidad animal. Y eso les hace reír, como un animal que sacude la cabeza y se aleja al trote, contento de estar vivo.
Paso junto a la estación de autobuses, donde siempre hay gente rondando, hasta con lluvia. Paso junto a restaurantes cerrados, mexicanos y franceses. El nudo del tráfico en este cruce siempre parece un poco festivo, aunque no sé por qué. La estación de autobuses cambia: a veces es triste, a veces simplemente ajetreada y a veces parece que esté a punto de explotar. El despacho de John está en la manzana siguiente. Lo comparte con otro fotógrafo, que se dedica sobre todo a los retratos de mascotas. Y parece ganar más dinero que John, que solo fotografía a gente.
Entro y me siento a la mesa de John a fumar un cigarrillo. Sé que tendría que estarle agradecida a John por dejarme limpiar su despacho, pero no lo estoy. Odio hacerlo. Me deprime y me deja hecho polvo el brazo, que resultó herido en un accidente de coche y luego me lo acabó de estropear un médico. John comparte cuarto de baño con el fotógrafo de mascotas, que es bastante guarro, así que me toca limpiar para los dos. Yo conocía a John; antes éramos amigos. Todavía ahora me habla a veces de sus inseguridades, o me aconseja sobre mis problemas: sobre fumar, por ejemplo, y lo terrible que es.
Me tomo algo de codeína para que aguante el brazo y luego paseo por el despacho mientras fumo. Miro las fotografías de las paredes. John tiene fotos de tres décadas distintas. Las mejores son las de los setenta. Los modelos no son profesionales, son simplemente gente a la que John conocía. Son hombres y mujeres y están todos desnudos salvo por unas botas o un sombrero o unos calzoncillos, algo destinado a darles cierto estilo. La mayoría no tienen un cuerpo bonito, pero están mirando a la cámara como si disfrutaran de estar desnudos, ya sea simplemente de pie sin hacer nada o bien posando con aquella combinación de relajación y perversión sexual que la gente tenía por entonces. Todos parecen gente a quienes su época les confería un traje estilísticamente perfecto que ponerse, un conjunto de posturas y expresiones que le daban la forma precisa a lo que llevaban debajo, de manera que aunque estuvieran desnudos se sentían vestidos.
Tiro ceniza en la maceta de la planta que hay junto a la mesa y uso el dedo para mezclarla con la tierra. Me levanto y voy al baño a buscar las cosas de limpiar, un cubo amarillo lleno de trapos y esprays de un limpiador tan potente que una vez maté a una araña gigante con él. Meto el cubo en el fregadero y empiezo a llenarlo de agua. Rocío el espejo con el espray limpiador y un veneno azul y fino baja resplandeciendo hasta el cubo que se está llenando, amoníaco brillante y vagos recuerdos olfativos de comida de cafetería y de orina en sitios públicos, de mi madre de rodillas y fregando. Limpio el espejo con un trapo comprado en la tienda y lo tiro en el cubo.
Siempre hay un traje, o trajes, para cada época. Cuando yo era joven, pensaba que aquellos trajes eran lo mismo que la gente. Cuando los estilos cambiaron de forma dramática —la gente empezó a ir descalza, los hombres se dejaron el pelo largo, las mujeres se quitaron los sujetadores—, me pareció que el mundo había cambiado y que a partir de entonces todo sería distinto. Es comprensible que me lo pareciera. La tele y las revistas también actuaban como si el mundo hubiera cambiado. Y a mí me pareció bien, pero es que cinco años después todo volvió a cambiar. De nuevo, la tele anunció: «¡Ahora somos esto en vez de aquello! ¡Ahora caminamos así y no asá!». Como si la gente fuera una masa blanda y líquida y se deslizara sobre esta superficie y aquella, en busca de un recipiente que la contuviera toda, probando primero una cosa y luego otra, buscando sin cesar una que les fuera bien. Pero los recipientes solamente tenían sitio para un rasgo de personalidad, así que había que aferrarse a un solo rasgo, sacarlo durante un tiempo, y después volver a guardarlo y sacar el siguiente. Durante un tiempo «fuimos» cariñosos; después estuvimos alienados y furiosos, luego irónicos, luego deprimidos. Aunque ahora estamos en plena guerra contra el terror, las revistas de moda dicen que somos felices. Vestimos de colores brillantes y elegimos la claridad moral. La semana pasada, mientras estaba esperando para hacerme un análisis de sangre, leí en una revista que el terror no tiene que cambiar nuestra predisposición a la alegría.
Por supuesto, todo esto es muy sutil, y también muy complejo. Cuando John sacó esos desnudos fotográficos, la cantante más popular era una chica con un cuerpecillo raquítico y una cabeza grande y deferente, que cantaba con una voz deliciosamente cantarina sobre encaje blanco y promesas y deseos de estar juntos. Cuando se encerró en su ropero y se dejó morir de hambre, la gente se quedó horrorizada. Pero el hambre había estado todo aquel tiempo en su voz. Aquello era lo más conmovedor. Una voz dulce encerrada en un lugar oscuro, pero totalmente concentrada en la minúscula franja de luz que se filtraba por debajo de la puerta.
Tiro el trapo en el cubo y sigo fumando, echando la ceniza en el fregadero. Un fragmento de película de la época desnuda se proyecta sobre mi ojo: un asesino psicótico está haciendo explotar parques de atracciones. A la cabeza de la multitud que grita y protesta para subir a la montaña rusa está un hombre delgado y encantador con el pelo largo y rubio y ropa holgada y unos ojos grandes y hermosos que miran fijamente una minúscula franja de luz que solamente él puede ver.
Levanto la tapa del retrete, que vuelve a estar asquerosa, y tiro el cigarrillo dentro. Cierro el grifo del agua y dejo el cubo en el suelo. Aprieto los dientes mientras el dolor me taladra el hombro y el agujero me absorbe. La montaña rusa ruge y todo el mundo grita de alegría; el hombre rubio suelta un grito de terror mientras su coche sale volando por los aires y se estrella en el suelo. Cuando dejo el cubo contra el suelo, una espuma blanca se dispersa suavemente por el agua que se agita dentro.
No es fácil. Si no encuentras la forma adecuada, a la gente le cuesta identificarte. Y por otro lado, hay que ser capaz de cambiar de forma deprisa. De otra manera, te quedas anclado en una que tenía sentido antes pero que la gente ya no entiende. Esto hace mucho tiempo que pasa. Mi padre solía hacer listas de sus canciones populares favoritas, colocadas por orden de preferencia. Eran unas listas muy detalladas y cambiaban cada pocos años. Iba por ahí con la lista en la mano, explicando por qué Jo «GI Jo» Stafford estaba situada justo por encima de Doris Day y por qué Charles Trenet superaba a Nat King Cole, pero solamente por un pelo. Era su forma de mostrarle a la gente cosas de él que eran demasiado íntimas para decirlas de forma directa. Durante una temporada, todo el mundo tenía una idea aproximada de qué sentido tenía la oposición entre Doris Day y Jo Stafford; dar preferencia a una frente a la otra indicaba una mezcla de sentimientos que eran secretos y tiernos, y la gente percibía aquellos sentimientos cuando imaginaba las canciones unas junto a otras.
—La voz de la Stafford es más oscura y más triste —decía—. Pero también es más cálida. Usa la voz para hacerse con la canción. La voz de la Day es dulce, pero le falta alma. No hace suya la canción: la toca y la deja ir. ¡No la siente! La Stafford es una amante. La Day es un rollito, ¡pero qué rollito tan mono!
—Ajá —decía mi madre, y le rechinaban los dientes al salir de la sala.
Pero mi padre no veía los dientes de mi madre. Estaba demasiado encandilado por cómo la Day cantaba «Bewitched»: «He can laugh, but I love it. Although the laugh’s on me…».
Mi padre tenía razón. Si Jo Stafford cantaba aquella canción, sentías el dolor que se sentía cuando la persona que amabas se burlaba de ti mientras tú la seguías queriendo. Cuando la cantaba Doris Day, el dolor era tan luminoso, dulce e inofensivo como su voz sonriente. «I’ll sing to him, each spring to him. And long for the day when I cling to him…» Mi padre sonreía y se imaginaba que él era el hombre al que ella quería abrazarse sin dolor. Y luego regresaba a casa… con Jo. Ella le cantaba: «But I miss you most of all, my darling», y el dolor era evocado y tiernamente sostenido y curado, una y otra vez, en oleadas.
Pero al final aquellos sentimientos se vinculaban a otras canciones y aquellas cantantes dejaban de funcionar como señales. Me acuerdo de haber estado presente una vez mientras él tocaba aquellas canciones para unos hombres con los que trabajaba, hablando emocionado sobre la música. No se daba cuenta de que sus señales no se oían, de que los hombres lo estaban mirando raro. O tal vez sí se daba cuenta, pero no sabía qué hacer aparte de seguir enviando señales. Al final renunció, y las visitas se redujeron. Estaba él solo, intentando mantener vivos sus sentimientos secretos y tiernos con aquellas mismas canciones antiguas.
A mí me resultaba ridículo. Pero yo no era más que una niña. No me daba cuenta de que yo estaba cometiendo el mismo error. Él creía que las canciones eran su verdadero yo, y yo creía que el nuevo traje de época era mi verdadero yo. Como yo era más joven, era todavía más ingenua. Creía que todo había cambiado para siempre, que debido a que la gente llevaba vaqueros y sandalias en todas partes y las mujeres no llevaban sujetador, la moda ya no importaba, que ahora la gente podía limitarse a ser quienes eran realmente por dentro. Debido a que yo creía esto, me volví ajena a la moda. No podía verla.
Me acuerdo de la primera vez que me hicieron verla. Fue la primera vez que conocí a una modelo de pasarela. Y es extraño que fuera también una de las primeras veces que vi a alguien tal como era realmente por dentro.
Yo tenía dieciséis años cuando sucedió. Me había escapado de casa, en parte porque allí era infeliz y en parte porque escaparse era lo que hacía mucha gente por entonces: era parte del nuevo estilo. Un estilo que se expresaba en artículos y en libros y en series de la tele sobre guapas adolescentes que se escapaban aunque sus padres eran buenos; a los padres solo les quedaba llorar y pugnar por entenderlo. Yo me marché por primera vez a los quince años. Mis padres se habían peleado y se pasaron tres días sin hablarse. Yo me escabullí en medio de aquel silencio y fui haciendo autoestop a un concierto al norte del estado de Nueva York. Unidos por mi desaparición, mis padres llamaron a la policía, que me encontró en un centro comercial una semana después de que yo hubiera vuelto por voluntad propia. Daphne me dijo que mientras yo no estuve mi madre había actuado como esa gente que sale en los programas de la tele sobre fugitivos y se había pasado todo el tiempo hablando del tema por teléfono con sus amigas.
—Creo que se lo ha pasado bien —dijo Daphne.
Pero nuestra madre me dijo que no lo había pasado bien.
—No consentiremos que nos hagas pasar por esto otra vez —dijo—. Si te marchas, te las tendrás que apañar sola. No vamos a llamar a la policía.
Así que un año más tarde volví a marcharme. Hice las maletas delante de ellos. Les dije que solo pasaría el verano fuera, pero ellos dieron por sentado que estaba mintiendo.
—¡No llames aquí pidiendo dinero! —gritó mi padre—. ¡Si sales por esa puerta, no te daremos nada más!
—¡Nunca os pediría dinero a vosotros! —les grité yo.
—Cree que no lo va a necesitar —dijo mi madre desde el sofá—. Se cree que le basta con ser guapa.
Su voz transmitía irritación y celos, lo cual me hizo pensar que marcharme debía de ser una cosa genial.
—Cree que va a salir adelante en la vida —dijo.
Pero esta vez sus celos estaban impregnados de nostalgia. Era como si estuviera hablando de una chica de un cuento de hadas, que se alejaba por un camino con su hatillo colgando